6
Cuando Oblonski había preguntado a Levin qué le había traído a la ciudad, éste se había sonrojado y enojado consigo mismo por ponerse colorado, pues no podía responder «he venido para declararme a tu cuñada», aunque ése era justamente el objeto de su visita.
Mientras meditaba en su falta de voluntad, Sócrates y él se sentaron uno frente al otro en un pequeño café a orillas del Moskova. Habían caminado varios kilómetros desde la Torre, aunque seguían viendo su elevada cúpula a lo lejos, girando lentamente, escudriñando, vigilando, garantizando la seguridad de la ciudad y sus gentes.
—Nuestros incansables protectores —dijo Levin distraídamente, tras lo cual activó el monitor de Sócrates. Mientras se bebía el té, revisó los Recuerdos que había revisado tantas veces en el coche que le había traído desde su finca en el campo.
Las familias de los Levin y los Shcherbatski eran unas antiguas familias nobles de Moscú, que siempre habían mantenido una relación íntima y cordial. Esta intimidad se había acrecentado durante los tiempos de estudiante de Levin. Se había formado en administración de minas con el joven príncipe Shcherbatski, hermano de Kitty y Dolly, y había ingresado en el Instituto de Groznio de Moscú al mismo tiempo que él. Por esa época Levin iba con frecuencia a casa de los Shcherbatski. Por extraño que parezca, era de la familia de la que Konstantín Levin estaba enamorado, en especial de sus miembros femeninos. Dichas señoritas hablaban un día en francés y al otro en inglés; a ciertas horas tocaban por turno el piano, cuyos sonidos eran audibles en la habitación del hermano, situada en el piso superior, donde los estudiantes solían trabajar; recibían la visita de profesores de literatura francesa, de música, de dibujo, de baile; era la primera vez que Levin había oído hablar francés en una casa.
Un grito agudo y penetrante interrumpió estas placenteras evocaciones. Cuando levantó los ojos de sus Recuerdos, vio a la persona que había gritado: una mujer con la cara llena de polvo, cubierta con un raído delantal, estaba en el portal de su casa chillando como una posesa: «¡No! ¡No es posible!». Un hombre, no menos desastrado, que al parecer era su marido, fue alzado en volandas, con los brazos sujetos a la espalda, por las robustas extremidades superiores metálicas de un 77. A ambos lados de la puerta estaban apostados otros robots 77, sus cabezas en forma de cebolla o bombilla girando lentamente, sus sensores visuales reluciendo desde el interior, escudriñando y analizando sin cesar los alrededores. Uno de ellos, con unos brazos gruesos como tubos, sujetaba a la mujer, mientras un alto y apuesto Superintendente, cuyo uniforme dorado resplandecía bajo el sol de mediodía, dirigía a los 77, ordenándoles con tono enérgico que acordonaran la manzana y registraran la casa.
—¡Ah! Han capturado a un Jano —dijo Levin con admiración.
—Dada la proximidad del mercado, debe de tratarse de un estraperlista —apuntó Sócrates—, o de un acaparador de groznio.
—Sí, o quizá sea un agente del SinCienPados —dijo Levin sin poder evitar sentirse impresionado al observar de cerca la función del aparato del Estado. Le maravillaba la eficiencia del Superintendente y su tropa de robots 77 mientras interrogaban al Jano. Habían transcurrido varios meses desde su última visita a Moscú, y en el campo no era frecuente ver en acción a los majestuosos y diligentes robots 77 con cabeza de bombilla.
Al cabo de un rato desvió la mirada y se volvió hacia el monitor de Sócrates y sus preciados Recuerdos. Observó cómo las tres jóvenes hermanas Shcherbatski recorrían en coche el Bulevar Tverski, vestidas con sus capas de satén: Dolly con una capa larga, Natalia con una tres cuartos, y Kitty con una tan corta que sus bonitas piernas enfundadas en unas medias rojas y tirantes quedaban a la vista de todos los curiosos; cómo habían paseado a pie por el Bulevar Tverski escoltadas por sus padres, los imponentes Categoría III de sus padres y un Gendarme/439/II armado con una pistola, desenfundada y amartillada. Todo esto y mucho más era lo que hacían los Shcherbatski en su misterioso mundo, que aunque Levin no lo comprendía, estaba convencido de que todo cuanto hacían era perfecto; y era justamente del misterio que envolvía ese mundo de lo que estaba enamorado.
Cuando alzó la vista de las gratas imágenes de sus Recuerdos, Levin vio que se había congregado una muchedumbre en ambos extremos de la manzana acordonada. El Superintendente había enviado a un 77 a impedir que los curiosos cruzaran el límite, mientras el descomunal 77 que sostenía al Jano en el aire, sujetándole los brazos con sus gruesos y enguantados accionadores finales, lo zarandeaba con violencia. Levin oyó de pronto las pisadas de unas botas de metal muy cerca, y observó que los 77 se desplegaban en abanico entre la multitud que había en el café. A él, a quien los guardias 77 habían tomado acertadamente por un noble debido a la presencia de su Categoría III, lo dejaron tranquilo, pero a los otros clientes les pasaron sus fisiómetros.
Levin y Sócrates observaron al Superintendente exigir en voz alta unas respuestas a sus prisioneros, respuestas que al parecer no se producían con la suficiente prontitud: el 77 que sujetaba al Jano extrajo un cable con los extremos dorados de un compartimento en la parte superior de su torso y lo aplicó bruscamente contra la sien izquierda del desdichado. Del interior del 77 brotó una descarga eléctrica que impactó en la frente del Jano, el cual se puso a chillar y a temblar presa de unas convulsiones debidas al dolor.
La esposa del Jano, que seguía en el portal, gritó y perdió el conocimiento sobre el escalón de su casa.
—Una justicia rápida —comentó Sócrates, pero Levin torció el gesto y volvió la cara ante el violento espectáculo. Al observar la expresión angustiada de su amo, Sócrates repitió lo que él había dicho hacía un momento: «Probablemente es un agente del SinCienPados. Bien pensado, estoy casi seguro de ello». Pero Sócrates no había analizado la cuestión, por lo que no podía saberlo, y Levin no dijo nada. Esta vez fue Sócrates quien reactivó su monitor, atrayendo de nuevo a su amo al dulce consuelo del pasado.
En sus tiempos de estudiante, Levin había estado enamorado de Dolly, la hija mayor de los Shcherbatski, pero al poco tiempo la joven se había casado con Oblonski. Luego empezó a enamorarse de la segunda. El joven tenía la impresión, por decirlo así, de que tenía que enamorarse de una de las hermanas, aunque no sabía exactamente de cuál. Pero Natalia apenas había sido presentada en sociedad cuando contrajo matrimonio con el ingeniero matemático Luof. Kitty era aún una niña cuando Levin abandonó la universidad. El joven Shcherbatski comenzó a trabajar en las minas, murió aplastado al producirse un derrumbamiento, y las relaciones de Levin con los Shcherbatski, a pesar de su amistad con Oblonski, se hicieron menos íntimas. Pero cuando a principios de invierno de ese año Levin llegó a Moscú, después de pasar un año en el campo, y vio a los Shcherbatski, comprendió a cuál de las tres hermanas estaba destinado a amar.
Levin estaba enamorado, por lo que le parecía que Kitty era tan perfecta en todos los aspectos que era una criatura muy superior a todos los seres terrenales; y que él era un ser tan vil y terrenal que era inconcebible que los demás y la propia Kitty pudieran considerarlo digno de ella. Su convencimiento de que su amor era imposible se basaba en la idea de que a los ojos de la familia de la joven era un partido nada ventajoso e indigno de la encantadora Kitty, y que era imposible que ésta se enamorara de él.
A los ojos de la familia de la joven, Levin no tenía una carrera normal y definida ni una posición en la sociedad; sí que tenía una parcela sin cultivar en el campo, pero como todo propietario de una mina era en última instancia un funcionario que se dedicaba con orgullo a explotar sus tierras en favor del Ministerio, que poseía todos los yacimientos rusos de groznio; y mientras tanto, sus coetáneos, cuando Levin tenía treinta y dos años, eran ya o un coronel, o un profesor de robótica, o el director de un banco, o el vicepresidente de un Departamento, como Oblonski. Pero él (no se le ocultaba la opinión que tenían de él los demás) era un hacendado, que se ocupaba tan sólo de excavar, extraer y fundir el groznio; dicho de otro modo, un hombre sin ninguna habilidad, no muy inteligente, que hacía lo que, según el criterio de la sociedad, hacen quienes son incapaces de hacer otra cosa.
La misteriosa y encantadora Kitty no podía amar a un hombre tan feo como él se consideraba, y, ante todo, una persona tan corriente sin ningún rasgo que lo distinguiera. Levin había oído decir que con frecuencia las mujeres se enamoraban de hombres feos y ordinarios, pero no lo creía, pues a juzgar por sus propias inclinaciones, sabía que sólo podía enamorarse de una mujer bella, misteriosa y excepcional.
Después de pasar dos meses en Moscú en un estado de embeleso, viendo a Kitty casi a diario en sociedad, la cual frecuentaba para encontrarse con ella, un día se le cruzaron los cables (para emplear la socorrida expresión), decidió que aquello era imposible y regresó al campo. Pero al cabo de unos meses…
—¡No! Se lo suplico…
Era la voz de la esposa del Jano.
—Lo confesamos. Somos culpables. Mi marido y yo. Soltamos al koschéi en la Plaza de Santa Catalina… El martes pasado. ¡Fuimos nosotros! Se lo ruego…
—Eso ya lo sabemos, señora. El martes pasado —dijo el Superintendente que comandaba la tropa de robots estatales, sacudiendo con aire despreocupado una mota de su reluciente uniforme dorado. Entretanto, el 77 había sacado otro cable de un segundo compartimento en su fornido torso, que aplicó en la otra sien del Jano. Del torso del 77 surgió otra descarga eléctrica, que recorrió los mortíferos conductos de los cables y penetró en el cráneo del desgraciado. Su cuerpo se alzó del suelo, sus pies hicieron un ruido metálico como latas vacías y cayó inerte.
Mientras Levin y Sócrates observaban la escena, el Superintendente que lucía el uniforme dorado gritó una orden al 77, y el gigantesco hombre-máquina alzó al anciano como un saco de patatas y lo arrojó al río, al tiempo que la multitud de campesinos lo aclamaba a voz en cuello.
—¿Amo? —preguntó con cautela el Vox-Em de Sócrates cuando todo terminó y la tropa de los 77 hubo desaparecido.
—No temas, viejo amigo. Tengo el estómago lo bastante resistente para presenciar el coste de la seguridad de la Madre Rusia. Con todo…, no deja de ser un mal augurio para mi gestión en la ciudad.
Levin suspiró al levantarse de la mesa en el café y pidió a Sócrates que se levantara también. No podía marcharse sin llevar a cabo lo que había venido a hacer. Después de pasar dos meses solo en el campo, estaba convencido de que el sentimiento que le inspiraba Kitty no era el sentimiento de pasión que había experimentado en su primera juventud; que dicho sentimiento no le daba tregua; que no podía vivir sin resolver el asunto, sin saber si Kitty estaba dispuesta o no a casarse con él, y que su desesperación no era sino fruto de su imaginación, que no tenía prueba alguna de que la joven fuera a rechazarle. Había venido a Moscú con el firme propósito de declararle su amor y casarse con ella si le aceptaba. O… Pero no podía concebir lo que sería de él si recibía una negativa.
El cadáver del Jano pasó junto a ellos flotando en las aguas del río, y desapareció.