11

Después de comer, y hasta el comienzo de la velada, Kitty experimentó una sensación análoga a la que siente un joven antes de una batalla. El corazón le latía con violencia y en su mente se agolpaban mil pensamientos.

Puso en marcha la Caja Galena, tratando de calmar sus nervios. Presentía que esta noche, cuando se encontraran por primera vez, sería un momento decisivo en su vida. Imaginaba continuamente a ambos, ora separados, ora juntos. Se lamentaba de no haber recibido aún su Categoría III, para poder revisar sus experiencias pasadas de forma más eficaz, contemplándolas en el monitor de su querido compañero robot; en lugar de ello, tenía que esforzarse en recordar, como hacen los niños, con su mente. No obstante, evocó con satisfacción y ternura los recuerdos de sus relaciones con Levin. Los recuerdos infantiles y la amistad de éste con su difunto hermano prestaban un especial y poético encanto a sus relaciones con él. Su amor por ella, del que Kitty estaba segura, le resultaba halagador y maravilloso; y le complacía pensar en Levin. En sus recuerdos de Vronski siempre se introducía un elemento de turbación, por más que el conde fuera extremadamente educado y un hombre seguro de sí; algo así como una nota falsa, no en Vronski, que era muy sencillo y agradable, sino en ella, mientras que con Levin se sentía natural y desenvuelta. Por otra parte, cuando pensaba en el futuro con Vronski, se abría ante ella una perspectiva de radiante felicidad, mientras que con Levin el futuro aparecía brumoso.

Kitty subió el volumen de la Caja Galena y la llevó consigo cuando fue a vestirse. Al mirarse en el espejo, observó con alegría que tenía uno de sus buenos días, que estaba en posesión de todas sus dotes, las cuales necesitaría para salir airosa del trance que le aguardaba: era consciente de su compostura externa y de la gracia natural en sus movimientos.

A las siete y media, apenas acababa de entrar en el salón cuando el Lacayo/C(c)43/II anunció con tono grandilocuente: «Konstantín Dmitrich Levin». La princesa estaba aún en su habitación, y el príncipe no había llegado. «En fin, paciencia», se dijo Kitty, sintiendo que toda la sangre afluía a su corazón. Al mirarse en el espejo, la horrorizó su palidez. De pronto supo con toda certeza que Levin se había presentado antes de lo previsto para encontrarla sola y proponerle matrimonio. Y por primera vez la cuestión apareció ante ella bajo un aspecto nuevo y diferente; en ese instante comprendió que la cuestión no la afectaba sólo a ella —también afectaría al hombre con el que sería feliz, al que amaba—, sino que en ese momento podía herir a un hombre que apreciaba. Y herirlo con crueldad. Deseó hacerse invisible…, pero eso, claro está, era imposible, y estaba terminantemente prohibido experimentar con ello.

Konstantín Dmitrich, un hombre tan estimable, la amaba. Pero el asunto no tenía remedio, de modo que ocurriría lo que tuviera que ocurrir. «¡Cielo santo! ¿Tendré que decírselo yo misma? ¿Puedo decirle que no le quiero? Eso es mentira. ¿Qué voy a decirle? ¿Que amo a otro? No, eso es imposible. Me voy, me voy».

Cuando Kitty alcanzó la puerta, oyó los pasos de él. «¿Qué tengo que temer? No he hecho nada malo. ¡Lo que deba ser, será! Le diré la verdad. Con él no me siento cohibida. Aquí viene», se dijo la joven al ver la poderosa y tímida figura de Levin, seguido por su larguirucho Categoría III, ambos con sus relucientes ojos fijos en ella. Kitty le miró a la cara, como implorándole que se compadeciera de ella, y le tendió la mano.

—Aún no es la hora; creo que hemos llegado demasiado temprano —dijo Levin mirando alrededor del salón desierto. Cuando vio que sus expectativas se habían cumplido, que nada le impedía hablar, su expresión se ensombreció. Sócrates siguió mirando a Kitty fijamente, como si pudiera penetrar con sus sensores en el fondo de su alma. Como de costumbre, el alto y extraño compañero androide de Levin tenía la virtud de hacerla sentirse muy incómoda.

—No, no —respondió Kitty sentándose a la mesa.

—Pero esto es justamente lo que deseaba, encontrarla sola —dijo Levin, sin sentarse y sin mirarla, para no desanimarse.

—Mamá bajará enseguida. Estaba muy cansada… Ayer…

Kitty siguió hablando, sin saber las palabras que pronunciaban sus labios, sin fijarse en los ojos implorantes y embelesados de Levin. Lamentó haber dejado en su habitación la Caja Galena, sintiendo que el valor que le había prestado la máquina empezaba a disiparse.

Levin la miró, tras lo cual dirigió una mirada elocuente a Sócrates, que entró en estado de suspensión.

—Ya le dije que no sabía si me quedaría aquí mucho tiempo —dijo—, que dependía de usted…

Kitty bajó la vista, sin saber qué responder a lo que el otro iba a decirle.

—Que dependía de usted… —repitió Levin—. Me refería…, quería decir… He venido para… ¡para pedirle que sea mi esposa! —soltó sin saber lo que decía. Al comprender que ya había dicho lo que le había costado tanto esfuerzo, se detuvo y la miró.

Kitty respiraba trabajosamente, sin mirarle. Estaba extasiada. Tenía el ánimo henchido de felicidad. Jamás había imaginado que esa declaración de amor le produciría un efecto tan potente. Pero duró sólo unos instantes. De pronto se acordó de Vronski. Alzó sus ojos francos y luminosos, y al ver la desesperación que traslucía el rostro de Levin, se apresuró a decir:

—Es imposible…, perdóneme.

¡Qué cerca la había sentido él hacía unos momentos, qué importante era en su vida! ¡Y qué fría y distante parecía ahora!

—Era de esperar —respondió Levin, sin mirarla. Reactivó a Sócrates y el hombre y la máquina se inclinaron al mismo tiempo, dispuestos a retirarse.

Androide Karenina
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