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El error cometido por Alexéi Alexándrovich —quien, al prepararse para ir a ver a su esposa, no pensó en la posibilidad de que su arrepentimiento fuera sincero, que él la perdonara y que ella no muriera— se le apareció en toda su enormidad dos meses después de su regreso de Moscú. Pero el error que había cometido no se debía sólo a haber pasado por alto esa posibilidad, sino al hecho de que hasta el día de su entrevista con su esposa moribunda no conocía el alcance de sus propios sentimientos. Por primera vez en su vida, arrodillado junto al lecho de su mujer enferma, había dado rienda suelta al intenso sufrimiento que le inspiraba siempre el dolor ajeno, un sentimiento que hasta entonces le avergonzaba por considerarlo una perjudicial debilidad. Su compasión por ella, los remordimientos por haber deseado su muerte, y, ante todo, la alegría de perdonar le habían hecho sentir no sólo un alivio de su propio sufrimiento, sino una paz espiritual que jamás había experimentado. En el profundo silencio de la inopinada desaparición del Rostro, Alexéi comprendió que el motivo de su sufrimiento se había convertido en el motivo de su dicha espiritual; que lo que le había parecido insoluble cuando juzgaba, culpaba y odiaba, ahora, al perdonar y amar, le parecía nítido y sencillo.
Perdonaba a su mujer y se compadecía de sus sufrimientos y remordimientos. Perdonaba a Vronski, y se compadecía de él, en especial al enterarse de su acción desesperada. Se sentía más unido a su hijo que nunca. Y se culpaba de no haberse ocupado más de él. Pero hacia la recién nacida experimentaba un sentimiento singular, no únicamente de lástima, sino de ternura. Al principio, movido sólo por la compasión, se había interesado por la delicada criaturita, que no era hija suya, a la que todos habían dejado de lado durante la enfermedad de su madre, y que sin duda habría muerto de no haberse preocupado él de ella, sin reparar en que se estaba encariñando con la pequeña. Entraba en el cuarto de los niños varias veces al día hasta que la criatura se acostumbró a su presencia. A veces pasaba media hora seguida contemplando en silencio la carita de color rojo azafrán, arrugada, la cabeza cubierta de una suave pelusilla, mientras la niña dormía en su Cochecito/9/I, observando los movimientos de sus cejas cuando arrugaba el entrecejo, sus manos gordezuelas y los deditos crispados con que se restregaba los ojos y la nariz. En esos momentos, Alexéi Alexándrovich experimentaba la sensación de una paz perfecta y armonía interior, y no veía nada extraordinario en su situación, ni nada que fuera preciso cambiar.
Pero de pronto… de pronto oyó el susurro.
Destrúyela
Destrúyela
Destruye a esa criatura
Destrúyela
Y en ese instante comprendió que la pugna no había concluido. Comprendió que además de la bendita fuerza espiritual que controlaba su alma, había otra fuerza brutal, tan poderosa o más, que controlaba su vida, y que esta fuerza no le permitiría gozar de la modesta paz que anhelaba. Se había producido una tregua, pero ésta había concluido. Su Rostro, su querido amigo y enemigo más temible, había regresado.
Destrúyela, murmuraba.
Destrúyela
Destrúyela