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Pese a su tristeza y natural irritación por haber tenido que sacrificar a un eficiente robot Categoría II, Stepan Arkadich entró con paso decidido en el comedor, donde le esperaba un café bien caliente, servido por el Samovar/1(8)/I.

Mientras se bebía el café, activó el monitor del Pequeño Stiva para leer el primero de varios comunicados relacionados con sus negocios que debía revisar. Uno era extremadamente desagradable, de un comerciante que iba a comprar una pequeña pero valiosa parcela de tierra que contenía groznio en la propiedad de la esposa de Stepan. Venderle esta propiedad era esencial; pero en estos momentos, hasta que no se reconciliara con su mujer, el tema quedaba fuera de toda discusión. Lo más desagradable era que su interés pecuniario incidiera en su reconciliación con Dolly. Y la idea de que pudiera sentirse influido por sus intereses, que tratara de buscar una reconciliación en función de la venta de la parcela, le dolía profundamente.

Cuando terminó de revisar sus comunicados, despachó al Pequeño Stiva y, tras paladear un trago de café, se entretuvo leyendo las noticias matutinas en el feed, un canal de información que recibía a través de un monitor.

Stepan Arkadich leía un feed de ideología liberal, no extremista, que defendía los puntos de vista compartidos por la mayoría. Al igual que el partido liberal y su feed, sostenía que el matrimonio era una institución anacrónica, que necesitaba reformarse; que la religión era sólo un freno para mantener a raya a las clases bárbaras del pueblo; que el avance de la tecnología era demasiado lento, especialmente en el ámbito de la vocalización y acción/reacción de los Categoría III; y que no cabía misericordia alguna para los terroristas y asesinos del SinCienPados (Sindicato de Científicos Preocupados), por más que esos terroristas insistieran en que luchaban precisamente para alcanzar ese progreso tecnológico.

Tras digerir el artículo que acababa de leer y beber una segunda taza de café acompañada por un bollo con mantequilla, Oblonski se levantó, sacudió las migas del bollo adheridas a su chaleco y, enderezando sus anchos hombros, sonrió satisfecho, pero no porque pensara en nada particularmente agradable; su sonrisa de satisfacción estaba propiciada por una buena digestión y las suaves oscilaciones de la Caja Galena.

En esos momentos el Pequeño Stiva entró de nuevo en la habitación y recitó un mensaje alegremente.

El coche está preparado —dijo—, y ha venido a verlo alguien con una petición.

—¿Hace mucho que ha llegado? —preguntó Stepan Arkadich.

Media hora.

—¿Cuántas veces te he dicho que me informes enseguida?

Debo dejar que se beba el café en paz —respondió el Pequeño Stiva con ese tono afectuoso y metálico que hacía que fuera imposible disgustarse con él. Por enésima vez, Stepan Arkadich se prometió mandar que ajustaran los circuitos más relevantes del Categoría III, a fin de que atendiera con más prontitud sus deberes y dejara de distraerse con la grata sensación de deseos percibidos, pero sabía que jamás lo lograría.

—Bien, haz pasar a esa persona de inmediato —dijo Oblonski frunciendo el ceño enojado.

Después de despachar al peticionario, Stepan Arkadich tomó su sombrero y se detuvo para pensar en si había olvidado algo. Al parecer no había olvidado nada, salvo lo que deseaba olvidar: su esposa.

—¡Ah, sí! —Inclinó la cabeza al tiempo que su agraciado rostro asumía una expresión de agobio—. ¡Ir o no ir! —dijo al Pequeño Stiva, que hizo un delicioso gesto imitando a un ser humano encogiéndose de hombros. Una voz interior advirtió a Stiva que no debía ir, que ello no conduciría más que a la falsedad; que era imposible subsanar sus relaciones con su esposa, porque era imposible que ésta recobrara su atractivo y le inspirara amor, o que él se convirtiera en un anciano no susceptible al amor. Salvo el engaño y el embuste, no sacaría nada con ello; y el engaño y el embuste eran contrarios a su naturaleza.

—Pero tarde o temprano tendré que hacerlo, no podemos seguir así —dijo al Pequeño Stiva, que respondió: «No, no pueden seguir así». Animado por esas palabras, Stiva enderezó la espalda, sacó un cigarrillo, dio dos caladas y lo arrojó a un cenicero de madreperla Categoría I, que al instante y automáticamente se llenó con un dedo de agua, apagando la colilla. Oblonski atravesó la sala con paso rápido y abrió la otra puerta que daba acceso al dormitorio de su esposa.

Androide Karenina
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