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Después de encontrarse con Vronski a la entrada de su casa, Alexéi Alexándrovich se dirigió en su carruaje, como tenía pensado, al Vox Catorce, el Teatro de la Ópera. Aguantó dos actos, y vio a todos los que deseaba ver. Al regresar a casa, escudriñó el perchero, y al comprobar que no colgaba ningún capote militar en él, se encaminó, como de costumbre, a su habitación. Pero contrariamente a lo que solía hacer, no se acostó, sino que estuvo paseándose de un lado al otro de su estudio hasta las tres de la mañana.
El sentimiento de furia e indignación hacia su esposa, que se negaba a comportarse con decoro y cumplir con la única condición que él le había impuesto, el de no recibir a su amante en casa, le atormentaba sin cesar.
Podrías haberlo matado con toda facilidad.
Podrías haberlo dejado reducido a un despojo humano en el recibidor.
Alexéi trató de discutir con la furiosa indignación del Rostro.
—Una medida tan extrema, fruto de la pasión personal, no conseguiría nada y el riesgo sería muy grande.
Eres demasiado pusilánime. Un simple golpe en la cabeza…
—¡No!
Una rápida presión sobre la tráquea…
—¡Dios santo, no!
La disensión interna —perfectamente razonable para Alexéi Alexándrovich, que oía la voz en su cabeza con tanta claridad como la de cualquier otra persona, pero que a un observador ajeno le habrían parecido los desvaríos de un loco— prosiguió hasta altas horas de la noche. Ella no había acatado lo que él le había ordenado, por lo que tenía que castigarla y llevar a cabo su amenaza: obtener el divorcio y arrebatarle a su hijo. Sabía los problemas que eso comportaba, pero había dicho que lo haría y no tenía más remedio que cumplir su amenaza.
O podrías simplemente…
—¡No! ¡No puedo hacerlo! ¡Te ordeno que te calles!
Alexéi no pegó ojo en toda la noche, y su furia, que aumentaba en progresión aritmética, alcanzó su punto álgido por la mañana. Se vistió rápidamente, y como si sostuviera su copa rebosante de ira y temiera derramarla, temiera perder con su ira la energía necesaria para la entrevista con su esposa, entró en la alcoba de ésta en cuanto la oyó levantarse.
Ana, que creía conocer bien a su marido, se asombró de la violencia con que irrumpió en su habitación. Acostada aún en la cama, en camisón, se llevó una mano a los ojos cuando la puerta se abrió bruscamente hacia dentro, desprendiéndose de sus goznes, y cayó al suelo hecha añicos.
Alexéi tenía el ceño fruncido, y su ojo telescópico se fijó en ella, escrutando cada centímetro de su cuerpo, salvo sus ojos, que evitó deliberadamente. Tenía los labios apretados en una mueca de desprecio; su caminar, sus gestos, el sonido de su voz denotaban una determinación y firmeza que su mujer jamás había visto en él.
—¿Qué quieres? —preguntó levantándose apresuradamente de la cama.
—¡Siéntate! ¡Siéntate! —le ordenó él.
Asombrada y asustada, ella le miró en silencio.
—Te dije que no te consentía que recibieras a tu amante en esta casa.
—Tenía que verlo para…
Ana se detuvo, sin hallar un motivo convincente. Las palabras penetraban como un torrente en la mente de Alexéi Alexándrovich.
Hazlo dilo hazlo dilo
—No quiero entrar en los detalles del motivo por el que una mujer desea ver a su amante.
No malgastes las palabras no malgastes el tiempo hazlo dilo
—Me refería a que…, yo sólo… —respondió ella sonrojándose. La vulgaridad con que su ira hacía que Alexéi se expresara la indignó, y al mismo tiempo le infundió valor—. Con qué facilidad me ofendes —dijo.
—Un hombre honesto y una mujer pueden sentirse ofendidos, pero decirle a un ladrón que es un ladrón no es sino la constatation d’un fait.
—Esta crueldad es algo que no conocía en ti.
—Hay muchas cosas que ignoras de mí. Hay facetas de mi vida, de mi ser, y no digamos de la realidad de este mundo, de este universo, que no puedes comprender, y unos secretos que si te los revelara sellarían tu destrucción.
Alexéi estaba bajo el influjo de su crueldad, que se intensificaba por momentos, abrumándolo, haciendo que la sangre le hirviera como una fiebre. El Rostro recitó en su mente:
Implora controla insulta insiste domina
Tras un esfuerzo físico logró calmarse, procurando recobrar la compostura, hablar con su propia voz y decir unas palabras elegidas por él mismo.
—¿Dices que es una crueldad que un esposo conceda a su mujer libertad y la honrosa protección de su nombre, simplemente a cambio de que observe el debido decoro? ¿Te parece una crueldad?
—¡Es peor que cruel, es indigno, para que lo sepas! —replicó Ana sintiendo un torrente de odio hacia él, y se levantó para marcharse.
—¡No! —gritó él con su voz aflautada, más aguda que de costumbre, y ella experimentó de pronto lo mismo que Vronski en la entrada de la casa: su cuerpo se quedó inmóvil y se elevó, como un muñeco en manos de un niño, voló por los aires y se estrelló contra el techo, impotente, al tiempo que sentía le opresión en el cuello, estrangulándola. Su marido la observó mientras ella se debatía en el aire, como un pez atrapado en un anzuelo.
—¡Indigno! ¡Ya que has empleado esa palabra, lo indigno es traicionarme a mí y a tu hijo por un amante, mientras comes el pan que yo te doy!
Alexéi la observó, su ojo telescópico desplegándose de forma inquietante, lentamente, y Ana sintió que una fuerza aplastaba su cuerpo contra el techo. Tenía que convencerlo, obligarlo a sentirla, a sentir su humanidad, o esto sería el fin, pues él la destruiría.
—No puedes describir mi situación peor de como yo la siento —exclamó ella desesperada—. Alexéi… Te lo suplico, Alexéi, Alexéi…
—¡Ah! —gritó él por fin, relajando su influjo mental sobre ella. Ana cayó, aterrizando por fortuna en la butaca, ¿o la había guiado él, movido por un atisbo de humanidad?
Cobarde cobarde cobarde
Ana trató de recobrar el resuello, sentada en la butaca; cada trago de aire era tan delicioso como un trago del mejor vino. No dijo lo que había dicho la víspera a su amante, que él era su marido, y que su marido sobraba; ni siquiera pensó en ello. Se alegraba de estar viva, y en ese estado no podía sino comprender la justicia de las palabras de Alexéi. Guardó silencio mientras él proseguía:
—Debo informarte de que, puesto que no has obedecido mis deseos de guardar el debido decoro ante los demás, tomaré medidas para poner fin a esta situación.
—De todos modos terminará pronto, muy pronto —respondió ella.
—¡Terminará antes de lo que tú y tu amante habíais previsto! Si no puedes reprimir tu pasión animal…
—¡Alexéi Alexándrovich! No diré que es mezquino, pero es impropio de un caballero golpear a alguien que ha caído.
—¡Piensas sólo en ti misma! Pero el dolor de un hombre que era tu esposo te tiene sin cuidado. No te importa haber arruinado su vida, que suf… suf…
Alexéi Alexándrovich hablaba tan atropelladamente que tartamudeaba, y era incapaz de articular la palabra «sufrir».
¡Burro!
Si no puedes destruirla, al menos ten el valor de hablar con claridad, estúpido, hipócrita, eres un…
En un paroxismo de furia y exasperación, Alexéi Alexándrovich se agarró el Rostro, tratando en vano de arrancárselo, de desprenderlo de los millones de diminutas conexiones neuronales que unían los circuitos a sus paredes celulares. Ana observó entre horrorizada y fascinada a su esposo, que vociferaba a grito en cuello, paseándose en círculos por la habitación, tratando de arrancarse la cruel máscara de metal. Aunque ella no comprendía, no podía comprender, lo que le ocurría, por primera vez, durante unos instantes, sintió lástima de él, poniéndose en su lugar, compadeciéndose de él. Pero ¿qué podía hacer o decir? Alexéi agachó la cabeza y se sentó. Guardó también silencio un rato, tras lo cual empezó a hablar con voz gélida, menos aguda, recalcando unas palabras que no tenían un significado especial.
Por fin se rindió, desplomándose exasperado en el rincón opuesto de la habitación.
—He venido a decirte… —dijo al cabo de unos momentos, con tono quedo y pausado…
Ella le miró. No, es absurdo que me compadezca de él, pensó, recordando la expresión de su rostro al no poder pronunciar la palabra «sufrir». No, ¿cómo puede un hombre con esos ojos muertos, engreído y pagado de sí mismo, sentir nada?
—No puedo cambiar nada —musitó ella.
—He venido a decirte que mañana me marcho a Moscú y no regresaré nunca a esta casa. Te comunicaré mi decisión a través del abogado a quien encargue los trámites del divorcio. Mi hijo irá a vivir a casa de mi hermana —dijo Alexéi Alexándrovich, esforzándose en recordar lo que pretendía decir sobre su hijo.
—Te llevas a Seriozha para herirme —dijo ella mirándole con la cabeza inclinada hacia delante—. Tú no le quieres… ¡Déjame a Seriozha!
—Sí, he perdido incluso el afecto que sentía por mi hijo, porque lo asocio a la repulsión que tú me infundes. No obstante, me lo llevaré. ¡Adiós!
La entrevista había concluido. Ana reactivó a su querida compañera y abandonó la estancia deshecha en llanto.
En las reverberantes cavidades del cerebro de Alexéi Alexándrovich, el Rostro guardaba silencio; pero era el silencio del vencedor, un silencio jubiloso, previendo futuros triunfos. Con cada día que transcurría su objetivo estaba más próximo.
«¡No!», gritó él, y Ana sintió que se estrellaba contra el techo y que algo le oprimía el cuello, estrangulándola.