9

El médico no se había levantado todavía, y el lacayo le informó de que se había acostado tarde y había dado orden de que no le despertaran, pero que no tardaría en levantarse. El lacayo estaba limpiando los tubos de las lámparas y poniéndolo todo perdido.

Levin esperó impaciente en la calle a que el médico se levantara, hasta que por fin decidió que no estaba dispuesto a seguir esperando y que en caso necesario irrumpiría en su habitación y le despertaría él mismo. Echó a andar de nuevo hacia la puerta de la casa del doctor, pero le detuvo un hombre bajo y grueso vestido con una harapienta bata de laboratorio, que permanecía en la sombra, sosteniendo una cajita de plata. No era Federov, aunque se parecía mucho a él: la misma barba desaliñada, los ojillos brillantes, la andrajosa bata de laboratorio.

—Resistir —dijo el hombre con tono grave.

—Actuar —respondió Levin de inmediato.

El hombre salió de la sombra.

—Konstantín Dmitrich, me llamo Dmitriev.

—¡No puedo detenerme a hablar con usted! ¡Esta noche tengo un asunto urgente!

—No tan urgente como esto —contestó el agente del SinCienPados—. Ha llegado el momento, Levin.

—No —protestó éste alzando la voz—. ¡Esta noche es imposible!

Trató de pasar, pero el hombre que decía llamarse Dmitriev arrugó el ceño y pulsó el botón de la cajita. Levin aulló de dolor al chocar contra unos barrotes semiinvisibles que irradiaban una energía eléctrica, sintiendo una descarga que le sacudió de pies a cabeza.

—Lo siento —dijo Dmitriev, rascándose su alborotada barba—. Pero esto requiere toda su atención.

Con los ojos centelleando de ira, Levin miró a ese hombre bajo y rechoncho cubierto con la harapienta bata.

—¿Por qué me apresa? ¡Estoy de su lado! Le juro que mañana le ofreceré toda la ayuda que pueda. Pero venga a verme mañana.

—No podemos permitirnos el lujo de esperar hasta mañana. Tenemos la oportunidad de detener los hornos esta noche, evitar la fundición de los robots Categoría III. Pero necesitamos a un hombre en el que la gente confíe, un hombre por encima de toda sospecha, y lo necesitamos esta noche.

—¡En tal caso busque a otro! —Levin se arrojó contra la jaula invisible y sintió un dolor abrasador que le estalló en el pecho.

—¡Basta, deténgase! —exclamó Dmitriev—. ¡Se matará!

—¡Déjeme salir! —gritó Levin, enloquecido por la apremiante necesidad de ir a por el médico y regresar junto a Kitty. Golpeó de nuevo con el hombro los barrotes invisibles que le apresaban y cayó al suelo, retorciéndose de dolor y frotándose el hombro.

—No… no…, le ruego que se detenga —dijo Dmitriev desesperado mientras Levin volvía a incorporarse.

—¡Déjeme salir! ¡Ay!

Se arrojó de nuevo contra los barrotes, y esta vez sintió la descarga eléctrica en cada sinapsis de su cuerpo, recorriéndole la columna vertebral, acumulándose en la base de su cerebro. Levin se desplomó en el suelo, presa de unos espasmos y balbuciendo como un loco. Dmitriev miró nervioso a su alrededor.

—No se empeñe. ¡Resistir! —insistió de nuevo—. ¡Resistir!

Kitty.

Levin gimió y trató de incorporarse. Se arrastró a cuatro patas dentro de los barrotes casi imperceptibles como un animal herido, estremeciéndose de dolor, y cayó de nuevo al suelo.

—No puedo dejarlo morir, Konstantín Levin —dijo por fin el agente del SinCienPados—. Tiene un papel más importante que desempeñar. No puedo dejar que muera. —Pulsó de nuevo el botón de la cajita y, con un chasquido casi inaudible, la prisión de Levin desapareció y éste se dirigió trastabillando hacia la casa del médico.

—Le ruego que… le ruego que piense en su país —dijo el agente con tono implorante cuando hacía unos momentos había utilizado un tono imperioso.

Levin alzó la mano para tirar de la improvisada campanilla que los criados del médico habían instalado en lugar de la Campanilla Categoría I.

—¡Konstantín Dmitrich! ¡Hágalo por su Categoría III!

Levin se volvió y preguntó entre dientes:

—¿Qué sabe de él?

—Lamento comunicárselo, pero Sócrates y Tatiana han sido capturados en Urgenski, con motivo de una purga masiva de robots Categoría III. Vienen de camino aquí, para ser fundidos con los otros. A menos que logremos impedirlo… Podemos impedirlo. Usted puede impedirlo.

En estado febril debido al dolor y la acuciante necesidad de regresar junto a su esposa, Levin sacudió la cabeza rápidamente, como un perro rabioso para librarse de una pulga que le atormenta, y tiró de la campanilla de la casa del doctor.

Cuando Levin regresó a casa con el médico, casi había borrado de su mente el desagradable encuentro. Llegó en el mismo momento que la princesa, la madre de Kitty, y subieron juntos a la alcoba. La anciana tenía los ojos llenos de lágrimas y las manos le temblaban. Al ver a Levin, lo abrazó y rompió a llorar.

Desde el momento en que se había despertado y comprendido lo que ocurría, Levin se había preparado mentalmente para soportar con estoicismo lo que le aguardaba, sin pensar en nada ni adelantar acontecimientos, para evitar disgustar a su mujer, sólo deseaba tranquilizarla e infundirle valor. Sin permitirse siquiera pensar en lo que iba a ocurrir, en cómo terminaría, basándose en lo que había averiguado sobre la acostumbrada duración de estos trances, se había preparado en su imaginación para resistir y reprimir sus emociones durante cinco horas, convencido de que lo lograría. Pero cuando regresó de casa del médico y la vio de nuevo sufriendo, empezó a repetir con insistencia: «¡Señor, apiádate de nosotros y socórrenos!». Levin suspiró, alzó la cabeza y empezó a temer que no sería capaz de soportarlo, que estallaría en lágrimas o saldría huyendo. La angustia le atormentaba. Y sólo había pasado una hora.

En cierto momento, durante esta hora insoportable, pensó en Sócrates. Aún hay tiempo, se dijo. Ya llegaría la hora de ayudarlo, de rescatarlo. Mañana… Y sus pensamientos volvieron a centrarse en lo que tenía ante sí: en Kitty, en su hijo, a punto de nacer.

En ese momento lo más importante eran los seres humanos.

Después de esa hora pasó otra, luego dos, tres, las cinco horas que había previsto como el límite de su sufrimiento, y la situación no había cambiado; y él seguía soportándolo porque no tenía más remedio que soportarlo, temiendo a cada instante haber alcanzado el límite de su resistencia, y que el corazón se le rompiera de dolor y compasión.

Pero seguían transcurriendo los minutos y las horas, y más horas, y su angustia y horror aumentaban y se hacían más intensos.

Todas las condiciones ordinarias de la vida, sin las cuales uno no puede formarse ningún concepto de nada, habían cesado de existir para Levin. Perdió toda noción del tiempo. Los minutos —esos minutos cuando ella le mandó llamar y él sostuvo su mano húmeda, que apretaba la suya con una violencia inusitada y luego la apartaba— le parecían horas, y las horas le parecían minutos. Tenía tan escasa noción de dónde se hallaba como de la hora que era. Vio el rostro hinchado de Kitty, ora perplejo y atormentado por el dolor, ora risueño y tratando de tranquilizarle. Vio también a la anciana princesa, con el semblante enrojecido y angustiado, con sus rizos grises alborotados, esforzándose en tragarse las lágrimas, mordiéndose los labios; vio también a Dolly y al doctor, que fumaba unos gruesos cigarrillos, hojeando un viejo manual médico cuyas páginas estaban amarillentas por haber caído en desuso durante varias generaciones; y al viejo príncipe paseándose de un lado al otro por el pasillo, con el ceño fruncido. Pero Levin no sabía por qué entraban y salían, ni dónde estaban.

Lo único que sabía y sentía era que lo que ocurría ahora era lo que había ocurrido hacía casi un año en el hotel de la población rural, cuando del pecho de Nikolái había surgido el terrorífico alienígena. Pero eso había sido dolor —dolor y terror—, y esto era alegría. Sin embargo, tanto ese dolor como esta alegría se hallaban fuera de todas las circunstancias ordinarias de la vida; eran resquicios, por decirlo así, en esa vida ordinaria a través de los cuales se atisbaban destellos de algo sublime. Y en la contemplación de ese algo sublime, el alma se elevaba hasta unas alturas inconcebibles que él jamás había imaginado, mientras que la razón quedaba rezagada, incapaz de alcanzarlas.

Levin ignoraba si era tarde o temprano. La vela casi se había consumido. Dolly había entrado en el estudio y había sugerido al médico que se echara. Se había producido un rato de tranquilidad, y Levin había descansado un poco, sumiéndose en la inconsciencia. Había olvidado por completo lo que sucedía. Oyó hablar al médico y entendió lo que decía. De pronto se oyó un grito escalofriante. Era tan horrible que Levin ni siquiera se levantó de un salto, sino que contuvo el aliento y miró al médico con expresión aterrorizada e interrogante. El hombre ladeó la cabeza, escuchando, y sonrió con gesto de aprobación. Todo era tan extraordinario que ya nada le chocaba. Supongo que siempre debe de ser así, pensó, y permaneció sentado sin moverse. ¿Quién había proferido ese grito? Se levantó apresuradamente, corrió de puntillas hacia la alcoba y se situó junto a la almohada de Kitty. El grito había remitido, pero se había producido un cambio. Levin no vio ni comprendió lo que era, y no deseaba verlo ni comprenderlo. Kitty volvió la cara hacia él, hinchada y crispada en una mueca de dolor, con un mechón de pelo pegado a su frente empapada en sudor, y le miró a los ojos. Alzó las manos pidiendo que las tomara. Asiendo las frías manos de él entre las suyas, que estaban húmedas, las oprimió contra su rostro.

—¡No te vayas, no te vayas! ¡No tengo miedo, no tengo miedo! —dijo rápidamente—. Quítame los pendientes, mamá. Me molestan. ¿Estás asustado?

Kitty hablaba con rapidez, atropelladamente, al tiempo que trataba de sonreír. Pero de pronto palideció y apartó a su marido.

—¡Esto es atroz! ¡Me muero, me muero! ¡Vete! —gritó, y él oyó de nuevo ese grito escalofriante.

Levin se llevó las manos a la cabeza y salió apresuradamente de la habitación.

—No es nada, no es nada —le dijo Dolly.

Pero dijeran lo que dijeran, él sabía que todo había terminado. Entró en la habitación contigua, apoyó la cabeza en el marco de la puerta y escuchó los gritos, unos alaridos como no había oído jamás, y comprendió que quien los profería había sido Kitty. Hacía tiempo que había dejado de desear que naciera el niño. Pero ahora lo odiaba. Ni siquiera deseaba que ella sobreviviera, tan sólo que cesara ese cruel tormento.

—¡Doctor! ¿Qué ocurre? ¿Qué ocurre? ¡Dios santo! —exclamó asiendo la mano del médico cuando éste se acercó.

—Es el fin —respondió el médico. Su expresión era tan grave al decir «es el fin» que Levin dedujo que se refería a que Kitty se moría.

Enloquecido, corrió a la alcoba. Cayó de rodillas junto al lecho, con la cabeza apoyada en el armazón de madera, sintiendo que su corazón estaba a punto de estallar. El escalofriante grito no remitió, sino que se hizo más intenso y lacerante, hasta que cesó de golpe, como si hubiera alcanzado los límites del terror. Levin no daba crédito a sus oídos, pero no cabía ninguna duda; el grito había cesado. Oyó un ligero movimiento, la respiración entrecortada de Kitty, y su voz, jadeando, viva, tierna y feliz, murmurando suavemente:

—¡Ha terminado!

Levin alzó la cabeza. Con las manos colgando agotadas sobre la colcha, extraordinariamente hermosa y serena, Kitty le miró en silencio y trató de sonreír, pero no pudo.

Y de pronto, de ese misterioso, angustioso y lejano mundo en el que él había vivido durante las veintidós últimas horas, Levin sintió en ese instante que renacía al mundo cotidiano, a la Nueva Rusia a la que se había opuesto, pero que ahora aparecía en todo su esplendor e irradiaba una dicha que le abrumaba. Las cuerdas tensas se rompieron; los sollozos y las lágrimas de felicidad, que no había previsto, brotaron con tal violencia que todo su cuerpo tembló, y durante largo rato le impidieron articular palabra.

Postrándose de rodillas junto al lecho, sostuvo la mano de su mujer y la besó, y la mano, con un débil movimiento de los dedos, respondió a su beso. Entretanto, a los pies de la cama, en las manos expertas de la anciana princesa, yacía, como la luz parpadeante de un espectáculo lumínico, la vida de una criatura humana, que antes no había existido, y que a partir de ahora, con el mismo derecho, con la misma importancia en sí misma, viviría y se crearía a su propia imagen.

—¡Está vivo! ¡Está vivo! ¡Es un varón! ¡Tranquilízate! —oyó decir Levin a la princesa mientras daba unos golpecitos al bebé en la espalda con mano temblorosa.

—Mamá, ¿es verdad? —preguntó Kitty.

La anciana princesa sólo pudo responder con unos sollozos. Y en ese silencio, en una respuesta inconfundible a la pregunta de la madre, se oyó una voz distinta de las voces que hablan en tono quedo en la habitación. Era el berrido resonante, clamoroso y triunfal del recién nacido, el cual había aparecido de forma tan incomprensible.

Levin se sentía infinitamente feliz, eso lo comprendía. Pero ¿y el bebé? ¿De dónde venía y para qué, quién era…? No conseguía hacerse a la idea. Le parecía algo extraño, superfluo, a lo que no lograba acostumbrarse.

—Míralo —dijo Kitty volviendo al niño para que él pudiera verlo.

Todos los nobles ideales, la Esperanza Dorada por la que había jurado luchar, estaban ausentes de su mente cuando miró por primera vez a su hijo. Cuando éste aún no había nacido, Levin podía decirse que proteger el futuro del niño significaba participar en una rebelión furtiva, entregarse a una lucha que aún no había cobrado una forma definida con el fin de reconstruir la sociedad, costara lo que costara.

Pero ahora que el niño estaba aquí, que ese frágil ser yacía berreando en sus brazos, lo único importante era estrecharlo contra su pecho, atender sus necesidades y las de su valerosa y amada esposa. Lo único importante era su hijo, lo único importante era la familia.

De pronto el niño arrugó aún más su carita de viejo y estornudó.

Androide Karenina
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