12

Habiendo recibido varios ansiosos comunicados referentes al complicado parto y larga convalecencia de su hermana, Stepan Arkadich y su querido compañero, el Pequeño Stiva, partieron de Moscú para visitarla.

La encontraron deshecha en lágrimas. El Pequeño Stiva colaboró enseguida con Androide Karenina en la tarea de atender al estado físico de Ana, conectando la Caja Galena de la enferma, alisando con sus accionadores finales lisos las ropas de la cama y rellenando la botella con el agua helada de la postrada hermana de su amo. En cuanto a Stepan Arkadich, como es natural asumió de inmediato el comprensivo y poético tono emotivo que concordaba con el estado anímico de Ana. Le preguntó cómo se sentía, y cómo había pasado la mañana.

—Muy triste. Hoy, esta mañana, los días pasados y los venideros —respondió ella.

—Creo que cedes al pesimismo. Procura animarte, afrontar la vida de cara.

¡Anímese! ¡Anímese! —dijo el Pequeño Stiva con su voz metálica, potenciando la Caja Galena.

—He oído decir que las mujeres aman a los hombres incluso por sus vicios —dijo Ana de improviso—, pero los odian por sus virtudes. No puedo vivir con él. ¿Comprendes? El mero hecho de verlo me afecta físicamente, me saca de mis casillas. Pero ¿qué puedo hacer? Me he sentido muy desgraciada y pensaba que ninguna persona podía ser más desgraciada que yo, pero jamás imaginé la terrible situación en la que me veo ahora. Por increíble que parezca, sabiendo como sé que es un buen hombre, un hombre espléndido, que soy indigna incluso de su dedo meñique, sigo odiándolo. Le odio por su generosidad. No me queda otra solución que…

Iba a decir «la muerte», pero Stepan Arkadich no la dejó terminar la frase.

—Estás enferma y alterada —dijo—. Créeme, exageras. Tu situación no es tan terrible.

Sonrió. Nadie en su lugar, tratando de consolar a una mujer desesperada, se habría atrevido a sonreír (la sonrisa podría haber parecido brutal); pero su sonrisa estaba tan llena de dulzura y de una ternura casi femenina, que no hirió, sino que suavizó y apaciguó. Sus palabras y sonrisas suaves y tranquilizadoras eran tan calmantes y dulces como el aceite de almendras. Y al poco rato Ana sintió su efecto.

—No, Stiva —dijo ella—. ¡Estoy perdida! ¡Peor que perdida! No puedo decir aún que todo ha terminado; por el contrario, sé que no ha terminado. Me siento como una cuerda excesivamente tensa que acabará rompiéndose. Aún no ha terminado…, pero el desenlace será horrible.

—Descuida, aflojaremos la cuerda poco a poco. No existe ninguna situación de la que no se pueda salir.

—No he cesado de darle vueltas y más vueltas. Sólo queda una…

El Pequeño Stiva emitió unos alegres pitidos, tratando de animar a todos, pero en esa ocasión a Stiva le pareció que su jovialidad estaba fuera de lugar y colocó al pequeño autómata en estado de suspensión.

—Escúchame —le dijo a Ana—. No puedes ver tu situación como yo la veo. Permite que te dé mi sincera opinión. —En su rostro se pintó de nuevo su sonrisa discreta y suave como el aceite de almendras—. Empezaré por el principio. Te casaste con un hombre que te lleva veinte años. Te casaste sin amor, sin conocer lo que era el amor. Reconoce que fue un error.

—¡Un tremendo error! —dijo Ana.

—Pero, insisto, es un hecho consumado. Luego tuviste la mala suerte, por decirlo así, de enamorarte de un hombre que no es tu marido. Fue una desgracia, pero también es un hecho consumado. Tu marido lo averiguó y te perdonó. —Stiva se detenía después de cada frase esperando que ella opusiera alguna objeción, pero Ana no respondió—. Las cosas están así. La cuestión es: ¿puedes seguir viviendo con tu marido? ¿Lo deseas? ¿Lo desea él?

—No sé nada, nada…

—Pero tú misma has dicho que no lo soportas.

—No he dicho eso. Lo niego. No lo sé, no sé nada. —Ana estrujó la colcha y musitó—: Hay otra cosa, Stepan. Algo en su carácter que no logro descifrar, algo…

No pudo terminar la frase, y Stepan Arkadich no insistió en el tema. Pero regresó mentalmente al laboratorio subterráneo en Moscú, vio una vez más lo que Karenin le había mostrado allí y sintió de nuevo el temor y la confusión que había experimentado ese día.

—Bien, pero debemos…

—No deseo nada, tan sólo… que todo termine cuanto antes.

—Él lo ve, lo sabe. ¿Supones que le pesa menos que a ti? Tú te sientes desgraciada, él se siente desgraciado, ¿cómo es posible seguir así? —No sin cierto esfuerzo, Stepan Arkadich expuso su idea central y miró a su hermana de hito en hito—. Un divorcio resolvería la cuestión.

Ella no dijo nada, y meneó la cabeza, que tenía casi rapada, en un gesto de disconformidad. Pero por la expresión de su rostro, que de pronto recuperó su anterior belleza, Stepan comprendió que, si no lo deseaba, era simplemente porque le parecía una felicidad inalcanzable.

—¡Lo lamento mucho por ti! Me gustaría poder arreglarlo —dijo sonriendo más abiertamente—. ¡No digas nada, ni una palabra! Sólo le pido a Dios poder manifestar lo que pienso. Iré a hablar con él.

Ana le miró con ojos soñadores y brillantes, sin decir nada.

Fuera de la habitación, Alexéi Alexándrovich había oído toda la conversación, al igual que el Rostro, que aprovechó la ocasión para atacar.

¿Lo ves?, gritó; la voz cruel y despectiva rebotaba como el fuego de un cohete en los rincones de su mente.

¿De qué te ha valido tu perdón?

Alexéi se puso rojo de vergüenza e ira y regresó a su habitación, donde empezó a pasearse como una fiera enjaulada. La vituperante voz del Rostro resonó con más fuerza en su cerebro.

No más delicadeza.

No más perdón.

Sólo control.

Con la misma expresión un tanto solemne con que solía ocupar su silla presidencial ante su consejo de administración, Stepan Arkadich entró en la habitación de Alexéi Alexándrovich. Éste seguía paseándose de un lado a otro con las manos enlazadas en la espalda, absorto en los violentos remolinos de su mente.

—¿Te interrumpo? —preguntó Stepan al ver a su cuñado. A fin de ocultar su turbación sacó una pitillera Categoría I que acaba de adquirir, cuya novedad residía en la forma de abrirse, oprimió un resorte azul verdoso y cogió un cigarrillo.

—No. ¿Qué quieres? —preguntó Alexéi Alexándrovich mientras en su imaginación veía al Categoría I explotar y el rostro orondo y satisfecho de Stepan Arkadich fundirse y desprenderse del cráneo.

Haz que pague.

Haz que paguen todos.

—Sí, yo quería… quería… sí, quería hablar contigo —respondió Stepan Arkadich, sorprendido, consciente de su insólita timidez.

La sensación era tan inesperada y extraña que no creyó que fuera la voz de la conciencia advirtiéndole que lo que se disponía a hacer era un error.

Alexéi Alexándrovich miró enfurecido al Pequeño Stiva, ese achaparrado, gordo y estúpido Categoría III.

Pronto. Pronto llegará el momento.

Stepan Arkadich se esforzó en controlar el arrebato de timidez que le había sobrevenido.

Alexéi sabía lo que su cuñado iba a decirle, y lo que él iba a responderle. Accedería a divorciarse de ella, a que se fuera. ¿Qué más daba? ¿Qué importancia tenía? Tenía entre manos otros asuntos más importantes. Había logrado arrebatar el control de su proyecto a sus adversarios; Stremov yacía en un sótano en San Petersburgo, enterrado hasta el cuello en piedras y grava, y jamás volvería a desafiarle.

Debía seguir centrándose en su trabajo: incluso en estos momentos las ideas no cesaban de bullir en su cabeza; incluso en estos momentos el proyecto seguía evolucionando…, convirtiéndose exactamente en lo que el Rostro siempre había deseado.

Déjala que se marche. Déjala que se marche con su apuesto oficial del regimiento fronterizo.

—Confío en que creas en el cariño que siento por mi hermana y mi sincero afecto y respeto por ti —dijo Stiva sonrojándose.

Alexéi Alexándrovich se detuvo, sin responder.

Déjales que se vayan, que gocen de su libertad. Déjales disfrutar de ella mientras puedan.

—Deseaba… mantener una breve charla contigo a propósito de mi hermana y vuestra situación —dijo Stiva procurando expresarse con un comedimiento que no era habitual en él—. Si me permites exponerte mi opinión, creo que te corresponde a ti dar los pasos que consideres necesarios para poner fin a esta situación.

—Si lo crees necesario, de acuerdo —le interrumpió Alexéi Alexándrovich.

—Entonces, ¿consientes en el divorcio? —preguntó Stiva tímidamente, dando una calada a su cigarrillo. El irritante y metálico Vox-Em del Pequeño Stiva repitió la estúpida palabra: «¿Divorcio? ¿Divorcio?».

—Que se divorcie de mí si quiere. Que se muera —soltó Alexéi Alexándrovich de improviso y con aspereza; la máscara plateada pulsaba y ondulaba, surcada por las vetas de groznio caliente en su interior—. ¡Que arrojen su cuerpo a los remotos vientos del universo, pero no quiero volver a veros ni a ella, ni a él, ni a ti nunca más!

Stepan Arkadich le miró boquiabierto: era con aquella terrorífica «cosa», aquella misteriosa fuerza que se ocultaba en Alexéi Alexándrovich y sobre la que Ana le había prevenido, con la que conversaba en estos momentos, no con el hombre.

—Sí, imagino que el divorcio…, sí, el divorcio —repitió retrocediendo—. Es la solución más racional desde todo punto de vista para un matrimonio que se encuentra en la situación en que estáis vosotros. ¿Qué pueden hacer dos personas que están casadas cuando se dan cuenta de que les es imposible vivir juntas? Es algo que siempre puede suceder.

Alexéi Alexándrovich blandió los puños al tiempo que gritaba: «¡Fuera de aquí!».

El grito brotó de sus labios como una ola que surge de las profundidades del embravecido mar; su violencia arrojó a Stiva y al Pequeño Stiva al otro lado de la habitación y se estrellaron contra la pared opuesta. Stiva sintió un zumbido en la cabeza debido al impacto, y en el exterior del Pequeño Stiva, que hasta entonces había resistido toda suerte de golpes, apareció una profunda abolladura.

Cuando Stiva salió de la habitación de su cuñado, estaba asustado, muy asustado, debido a lo que acababa de presenciar; pero eso no le impidió alegrarse de haber conseguido resolver el problema felizmente.

Alexéi Alexándrovich se puso el gabán y anduvo a través de las calles cubiertas de nieve, hasta que al cabo de media hora llegó a su despacho en San Petersburgo. Allí le esperaba un grupo de jóvenes petimetres, delgados y apuestos, luciendo unas botas negras y un airoso bigote rubio.

—Amigos míos —dijo, y los hombres rubios asintieron al unísono—. El proyecto por fin va a comenzar. Localizad a los robots Categoría III. A todos.

Androide Karenina
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