20
—Sí, hay algo en mí que es odioso, detestable —dijo Levin con amargura a Sócrates, que asintió con su cabeza metálica amarilla, lentamente, con reticencia. Habían abandonado juntos la casa de los Shcherbatski y se dirigían hacia la pensión en que se alojaba su hermano Nikolái—. No me llevo bien con la gente. El orgullo, dicen. No, no soy orgulloso. Si lo fuera, no me habría colocado en semejante situación.
Al pensar en Vronski, feliz, afable, inteligente, acompañado por su hermoso lobo Categoría III, tan seguro de sí, se convenció de que jamás había hecho el ridículo como esta noche.
—Es natural que ella lo prefiriera a él.
—Era inevitable —respondió Sócrates con tristeza—. Usted no puede quejarse de nadie ni de nada.
—Yo soy el único culpable. ¿Qué derecho tenía a imaginar que ella querría compartir su vida conmigo?
—¿Quién es usted? ¿Qué es?
—Un don nadie, al que nadie quiere, que no es útil a nadie.
El hombre y la máquina suspiraron profunda y melancólicamente al unísono.
A fin de preparar a Levin para una engorrosa reunión con su hermano, Sócrates activó su monitor y mostró a su amo una secuencia de Recuerdos de Nikolái: Nikolái trastabillando borracho, sonriendo despectivamente, con su levita desgarrada y su desdén hacia el mundo y todas las personas que lo poblaban.
—¿Acaso no tiene razón al afirmar que todo cuanto hay en el mundo es vil y repugnante?
—No —contestó Sócrates, que en momentos como éste sentía una responsabilidad programática de compensar el sombrío estado emocional de su amo con un análisis más riguroso—. No, no puede ser.
—¿Somos justos en nuestra apreciación de nuestro hermano Nikolái? Claro está, desde el punto de vista de algunos, borracho y cubierto con una capa rota, acompañado por ese desvencijado y viejo Categoría III manchado de aceite, es una persona despreciable. Pero yo conozco otra faceta de él. Conozco su alma, y sé que nos parecemos a él. Y yo, en lugar de ir a verlo, salí a cenar y vine aquí. —Levin suspiró de nuevo, ordenó a Sócrates que localizara las señas de Nikolái en sus archivos internos, y llamó a un trineo. Durante el trayecto hasta donde vivía su hermano, Levin siguió contemplando los vívidos Recuerdos de la vida de Nikolái que le eran familiares.
Vio cómo su hermano, mientras estudiaba en la universidad, y durante un año cuando la abandonó, había vivido, pese a las burlas de sus compinches, como un monje, observando estrictamente todos los ritos, ceremonias y ayunos religiosos, y evitando toda suerte de placeres, sobre todo las mujeres. Y cómo había caído más tarde en el libertinaje: frecuentando a gente indeseable, entregándose a una insensata depravación, incluyendo, según se rumoreaba, relaciones de carácter íntimo con robots, relaciones que estaban prohibidas incluso en la interpretación más liberal de las leyes del Ministerio, y de Dios.
Era espantoso y repugnante, pero Levin no lo consideraba tan repugnante como les parecía inevitablemente a quienes no conocían a Nikolái, no conocían su historia, no conocían su corazón.
Levin pensaba que, pese a la sordidez de su vida, su hermano, en su fuero interno, en lo más profundo de su alma, no estaba más errado que las personas que le despreciaban. No tenía la culpa de haber nacido con un temperamento desenfrenado y una inteligencia limitada. Pero siempre había aspirado a ser bueno. Y ahora, según le había escrito, estaba enfermo, gravemente enfermo, a juzgar por la última carta que había recibido Levin, aunque la naturaleza de su enfermedad no estaba clara.
Se lo diré todo sin ambages, y le obligaré a hablar también sin ambages, y le demostraré que le quiero, que le comprendo, decidió Levin cuando, poco antes de las once de la noche, llegó al hotel cuyas señas había obtenido.
—El piso superior… doce y trece —respondió automáticamente el Portero/7e62/II a las preguntas de Levin.
La puerta del número doce estaba entornada, y a través de ella se filtraba el humo claro y denso de un tabaco barato de mala calidad y el sonido de una voz femenina, que Levin no reconoció. Pero comprendió de inmediato que su hermano estaba allí, pues le oyó toser.
—¿A quién busca? —preguntó con aspereza la voz de Nikolái Levin.
—Soy yo —respondió Konstantín Levin, avanzando hacia la luz.
—¿Quién es «yo»? —inquirió de nuevo Nikolái, más irritado. Le oyeron levantarse apresuradamente y tropezar con algo, y Levin vio, frente a él en la puerta, los ojos grandes y atemorizados y la gigantesca y encorvada figura de su hermano, tan familiar, pero al mismo tiempo profundamente chocante debido a su aspecto enfermizo. Karnak permaneció oculto en la sombra en un rincón, un viejo, desvencijado y abollado androide de hojalata, con unas manchas de orín de color naranja negruzco y otras de ácido, cobrizas, en sus laterales.
Nikolái estaba aún más delgado que tres años atrás, cuando Konstantín Levin le había visto por última vez. Llevaba una chaqueta, y sus manos grandes y huesudas parecían aún más grandes. Aparte de haber perdido bastante pelo, mostraba el mismo bigote recto que ocultaba sus labios, y los mismos ojos con que observaba de forma extraña e ingenua a su visitante.
—¡Ah, Kostia[2]! —exclamó por fin al reconocer a su hermano, y sus ojos se iluminaron de alegría. Karnak levantó la cabeza con un crujido y emitió una exclamación quejumbrosa y cansina. Pero de improviso el rostro de Nikolái asumió una expresión muy distinta: feroz, doliente y cruel.
—Te escribí diciéndote que no te conozco y no quiero conocerte. ¿Qué quieres?
Nikolái no era como su hermano había imaginado. Konstantín Levin había olvidado el aspecto peor y más ingrato del carácter de su hermano, que hacía que toda relación con él fuera difícil; y ahora, al contemplar su rostro, y en especial esos movimientos nerviosos que hacía con la cabeza, lo recordó todo. Karnak soltó un extraño y metálico eructo, al tiempo que en su interior comenzaron a ponerse en marcha, con gran dificultad y un insoportable chirrido, sus defectuosos mecanismos.
—Nada en especial —respondió tímidamente—. Simplemente quería verte.
La timidez de su hermano suavizó a Nikolái. Sus labios se crisparon como aquejados por un tic. Por primera vez, Levin observó una pequeña pústula gris que pulsaba sobre el párpado izquierdo de su hermano.
—De modo que has venido a verme. ¿Eso es todo? —le espetó Nikolái enojado.
—¿Esoooo es todoooo? —repitió Karnak con tono chirriante. Sócrates se apartó un paso del otro Categoría III, temiendo contagiarse de su orín y sus deteriorados mecanismos.
—Bien, pasa. Siéntate —continuó Nikolái—. ¿Quieres cenar? Masha, trae algo de cena para tres, y algo más humectante para el hombre-máquina. ¡Claro que hay comida! No, espera un momento. ¿Sabes quién es ésta? —preguntó a su hermano.
»Esta mujer —dijo señalándola— es mi compañera. María Nikolaievna. La saqué de una casa de mala fama. —Levin comprendió a qué se refería y se sonrojó—. Pero la quiero y respeto, y ruego a cualquiera que pretenda tener tratos conmigo —agregó alzando la voz y arrugando el ceño— que la quiera y la respete también. Para mí es como si fuera mi esposa. Así que ahora ya sabes con quién tratas. Y si crees que te estás rebajando, ahí está la puerta.
Sus ojos miraron de nuevo a todos con expresión inquisitiva. Karnak ladeó su enorme y oxidada cabeza sobre el mecanismo del cuello.
—¿Por qué habría de rebajarme? No lo entiendo.
—En tal caso, tráenos de cenar, Masha, tres raciones, el humectante, el licor y el vino… No, espera un momento… No, da lo mismo. Anda, ve a por ello.
Mientras comían, Nikolái tosió y escupió unos enormes gargajos en el suelo, y Levin observó una segunda pústula gris, algo más grande que la primera, que pulsaba en la mejilla de su hermano. Era difícil comer en esas condiciones.
—Sí, desde luego —dijo Konstantín Levin, mientras su hermano peroraba sobre una nueva idea que se le había ocurrido, una teoría sobre formar una nueva asociación de robots Categoría III. Evitó mirar la mancha roja que había aparecido en los pronunciados pómulos de su hermano.
—¿Por qué quieres formar esa asociación? ¿De qué servirá?
—¿Por qué? Porque hemos convertido los robots en esclavos, al igual que hicimos con los campesinos en tiempos de los zares. Creemos que podemos tratarlos como objetos porque los creamos nosotros, pero los creamos para que poseyeran una conciencia, y libre albedrío…
—El libre albedrío está limitado por las Leyes de Hierro —recordó Levin a su hermano.
—Sí, sí, las Leyes de Hierro. Pero no dejan de poseer cierto libre albedrío. Y al igual que Dios creó al hombre para que persiguiera sus fines como deseara, debemos permitir a nuestros magníficos autómatas que traten de liberarse de su esclavitud —dijo Nikolái, exasperado por las objeciones de su hermano. Señaló a Karnak, como si la magnificencia de su Categoría III fuera lo bastante evidente; en este preciso momento uno de sus brazos se desprendió con un sonido débil y metálico.
Levin suspiró, echando un vistazo alrededor de la deprimente y mugrienta habitación. El suspiro pareció exasperar aún más a su hermano.
A Nikolái le costaba cada vez más hablar, pues era presa de violentos accesos de tos. Por fin salió al rellano para expectorar enérgicamente hacia la calle, declarando con expresión maliciosa que evacuar su esputo sobre los trineos que pasaban era uno de los pequeños placeres que aún le deparaba la vida.
Al quedarse a solas con María Nikolaievna, Levin le preguntó:
—¿Lleva mucho tiempo con mi hermano?
—Sí, más de un año. —La mujer bajó la voz, alejándose de los sensores de Karnak, aunque a Levin le pareció que estaban irremediablemente averiados e incapaces de registrar nada—. La salud de Nikolái Dmitrich está muy deteriorada. Bebe mucho —dijo.
—Es decir… ¿Qué es lo que bebe?
—Vodka, que le perjudica mucho.
—¿En grandes cantidades? —murmuró Levin.
—Sí —respondió la mujer mirando tímidamente hacia la puerta, por la cual reapareció Nikolái Levin.
No tardó éste en reanudar su aburrido discurso, añadiendo la curiosa advertencia de que «si no permitimos a nuestros robots que persigan su destino, controlarán el nuestro». Pero al cabo de un rato empezó a arrastrar las palabras y a pasar bruscamente de un tema a otro. Konstantín, con ayuda de Masha, le convenció para que no saliera y le ayudó a acostarse, borracho como una cuba.
La mujer prometió escribir a Konstantín en caso necesario, y éste se marchó. Cuando él y Sócrates bajaron la desvencijada escalera, Levin pensó que su sospecha de que su hermano padecía una grave enfermedad se fundaba en algo más que en los efectos del alcohol, preguntándose qué podía ser.