18
Antes de que concluyera su saludable estancia a bordo del satélite de purificación, el príncipe Shcherbatski, que había pasado unos días en el orbitador de una colonia venusiana para visitar a unos amigos rusos —para respirar aire ruso, según decía—, regresó junto a su esposa e hija.
El príncipe volvió más delgado, con la piel colgándole en las mejillas, con algunas leves quemaduras en algunos puntos debido a una exposición demasiado próxima al Sol, pero con una magnífica disposición de ánimo. Su buen humor aumentó al comprobar que Kitty se había restablecido por completo. La noticia de la amistad de su hija con Madame Stahl y Varenka, así como los informes que le dio la princesa sobre el cambio que había observado en Kitty lo inquietaron y suscitaron en su fuero interno los habituales celos hacia todo cuanto alejara a su hija de él, y el temor de que se sustrajera a su influencia al penetrar en unos ámbitos inaccesibles para él. Pero esas desagradables cuestiones se ahogaron en el mar de amabilidad y buen humor que mostraba siempre.
La noche después de la llegada del príncipe, envuelto en su gabán, con sus arrugadas y fláccidas mejillas rusas sostenidas por un cuello almidonado, echó a andar con su hija por los pasillos largos e iluminados del orbitador. Kitty le había invitado a pasar la velada con ella en compañía de Madame Stahl y Varenka, a fin de participar de la alegría que ella había descubierto en el xenoteológico ritual de invitación a los Ilustres Visitantes.
—Preséntame a tus nuevas amigas —dijo el príncipe a su hija, apretándole la mano con el codo cuando llegaron a la galería en penumbra, con los amplios ventanales que daban al universo de estrellas, donde Madame Stahl llevaba a cabo todas las noches su ceremonia—. Pero este ambiente es muy opresivo. ¿Quién es ésa?
Era Varenka, que se dirigía rápidamente hacia ellos sosteniendo un elegante bolso rojo.
—Te presento a papá —le dijo Kitty.
Varenka, con la sencillez y espontaneidad que imprimía a todos sus gestos, hizo un movimiento entre una profunda y una pequeña reverencia, y enseguida empezó a hablar con el príncipe, sin timidez, con toda naturalidad, como hablaba con todo el mundo.
—Por supuesto que la conozco, la conozco muy bien —dijo el príncipe esbozando una sonrisa en la que Kitty detectó alborozada que su padre simpatizaba con su amiga. La joven notó que su padre se había propuesto burlarse de Varenka, pero no podía hacerlo porque ésta le había caído bien.
»Estoy impaciente por ver también a Madame Stahl —prosiguió el príncipe—, suponiendo que se digne reconocerme.
—¿La conoces, papá? —preguntó Kitty con cierta aprehensión al observar la irónica expresión que reflejaban los ojos de su padre al citar el nombre de Madame Stahl.
—Conocí a su esposo, y a ella también, aunque superficialmente, antes de que se convirtiera en una observadora de estrellas.
—¿Una observadora de estrellas? ¿A qué te refieres, papá? —preguntó Kitty desconcertada por el tono burlón con que su padre había pronunciado esas palabras.
—Ni yo mismo lo sé. Sólo sé que da las gracias a esos mágicos seres de luz por todo, por cada desgracia, inclusive la muerte de su esposo. Lo cual no deja de ser divertido habida cuenta que se llevaban como el perro y el gato.
—Aquí viene —dijo Kitty cuando Varenka reapareció tirando laboriosamente de la carretilla Categoría I en la que yacía, sobre unos almohadones, un bulto gris y azul bajo una sombrilla, ¡una sombrilla!, aunque estaban perfectamente protegidos del espacio exterior. Era Madame Stahl.
El príncipe se acercó a ella y Kitty detectó esa desconcertante ironía en sus ojos. Se aproximó a Madame Stahl y se dirigió a ella con extremada cortesía y afabilidad, en un excelente francés que pocas personas hablan hoy en día.
—No sé si se acuerda de mí, pero en cualquier caso debo darle las gracias por su amabilidad para con mi hija —dijo el príncipe quitándose el sombrero y volviendo a ponérselo.
—Príncipe Alexander Shcherbatski —respondió Madame Stahl, alzando hacia él sus divinos ojos, en los que Kitty advirtió una expresión de enojo—. ¡Estoy encantada! Le he tomado mucho afecto a su hija.
—¿Su salud sigue siendo delicada?
—Sí, estoy acostumbrada a ello —contestó Madame Stahl.
—Apenas ha cambiado —le dijo el príncipe—. Hace diez u once años que tuve el honor de verla por última vez.
—Sí, nuestros Huéspedes nos envían oscuridad y fuerza para soportar las adversidades. Con frecuencia me pregunto qué propósito tiene esta vida… ¡El otro lado! —dijo irritada a Varenka, que no le había colocado la manta sobre sus pies como a ella le gustaba.
—Hacer el bien, probablemente —respondió el príncipe con una expresión risueña en sus ojos.
—Eso no debemos juzgarlo nosotros —replicó Madame Stahl, percibiendo la expresión en el rostro del príncipe.
—Debo advertirle, madame —dijo el príncipe dejando a un lado su tono afable y malicioso para ponerse serio—, que en Venus se rumorea que el Ministerio ha cambiado de parecer con respecto a la práctica de la xenoteología. Yo y otros viejos y cansados incrédulos como yo lo consideramos un mero pasatiempo, pero debo advertirle que de un tiempo a esta parte el Ministerio no lo considera como tal.
—¿A qué se refiere? —preguntó la anciana con mirada recelosa.
—Lo que antes era una caprichosa moda últimamente se considera una forma de janoísmo.
Kitty y Varenka sofocaron una expresión de asombro, y Tatiana se llevó horrorizada una mano de metal revestida de color rosa a la boca. Madame Stahl no respondió al príncipe. Miró a Kitty con frialdad, se disculpó por sentirse indispuesta y dijo que esa noche no habría ceremonia. Acto seguido, chasqueó los dedos y Varenka se la llevó de la habitación en la carretilla.
Kitty se volvió hacia su padre protestando con vehemencia por la forma en que había tratado a su nueva mentora.
—No te enfades conmigo, cariño —respondió el príncipe—. Sólo le he advertido que se ande con cuidado, aunque confieso que me ha complacido aguarle la fiesta.
—¡Papá! ¿Cómo puedes burlarte de ella? Varenka la adora.
—No me cabe duda. Y supongo que te ha dicho que las relaciones entre los robots Categoría III y los humanos van en contra de los nobles principios de la xenoteología, ¿no? Pregúntale a Madame Stahl, o a la pobre Varenka, cómo es posible que sea más moral tratar a tus prójimos humanos como si fueran unos robots, o, para emplear la vieja palabra, unos sirvientes.
—¡Pero Madame Stahl hace mucho bien! ¡Pregúntaselo a cualquiera! ¡Todo el mundo la conoce!
—Es posible —contestó el príncipe apretando la mano de su hija con el codo—, pero es preferible hacer el bien de forma que, aunque se lo preguntes a los demás, nadie lo sepa.
Kitty se abstuvo de responder, no porque no tuviera nada que decir, sino porque no quería revelar sus pensamientos secretos ni siquiera a su padre. Pero, por extraño que parezca, aunque había decidido no dejarse influir por las opiniones de éste, no dejarle penetrar en su santuario más íntimo, comprendió que la divina imagen de Madame Stahl, que había llevado durante todo un mes en su corazón, se había esfumado para no regresar jamás, al igual que una figura fantástica confeccionada con un montón de prendas se esfuma cuando uno comprende que se trata sólo de unas prendas. Lo único que quedaba era una mujer de piernas cortas, que increpaba a la abnegada Varenka por no colocarle la manta como a ella le gustaba. Y por más que se esforzara en reanimarla en su fértil imaginación, Kitty no logró hacer que regresara la antigua Madame Stahl.
Ni fue necesario que lo hiciera, porque cuatro días más tarde, los rumores que el príncipe había oído en la colonia venusiana demostraron de forma tan contundente como asombrosa ser ciertos. Madame Stahl fue arrestada por la tropa de robots 77 que viajaban a bordo, y denunciada por hereje y traidora a la Madre Rusia; pero el rumor que corrió por el orbitador fue que el Ministerio, al descubrir la posibilidad de que hubiera alienígenas en los rincones más remotos del universo, dictaminó que quienes aguardaban con fervor la llegada de éstos no eran unos fanáticos religiosos, sino conspiradores de un enemigo potencial.
Kitty se llevó un disgusto tremendo al averiguar que la persona con la que se había encariñado en tan poco tiempo, a la que incluso adoraba, resultara ser un Jano. Con Varenka sujeta a su brazo y Tatiana al otro, asistió a la ejecución de la sentencia; Madame Stahl se resistió cuando la sacaron de su carretilla y la arrastraron por el largo pasillo que conducía al portal. Se resistió cuando la desnudaron y le ataron los pies y la cabeza. Se resistió y lloró cuando la empujaron hacia el módulo de salida y cerraron el compartimento estanco. Aporreó la puerta interior cuando abrieron la puerta exterior desde dentro por medio de telegrafía remota, y gritó, en silencio, cuando arrojaron su cuerpo al frío e inabarcable vacío. Por último, mientras Kitty observaba, llorando, desde la ventana salediza del orbitador, Madame Stahl dejó de gritar, dejó de llorar, y su cuerpo se quedó inmóvil, flotando rápidamente hacia la reverberante y negra eternidad.
Después del solemne evento, el mundo en el que había vivido se transformó para Kitty. No renunció a todo cuanto había aprendido, pero comprendió que se había engañado al suponer que podía convertirse en lo que deseara. Se le abrieron los ojos, por decirlo así; comprendió la dificultad de mantenerse sin hipocresía y vanidad en la cima que había deseado alcanzar. Por lo demás, tomó conciencia de lo inhóspito que era el mundo del dolor, el mundo de personas enfermas y moribundas en el que había empezado a vivir. Los esfuerzos que había hecho para adaptarse a él le parecieron intolerables, y anheló regresar cuanto antes al aire puro, a Rusia, a Ergushovo, adonde, como sabía por las cartas que habían recibido, su hermana Dolly había partido con sus hijos.
Pero su afecto por Varenka no menguó. Cuando se despidieron, Kitty le rogó que fuera con ellos a Rusia.
—Iré cuando usted se case.
—No me casaré nunca.
—Entonces no iré nunca.
—Bien, entonces me casaré para que venga. Recuerde que lo ha prometido —dijo Kitty.
El pronóstico del médico se cumplió. Kitty regresó a Rusia curada. No era la joven alegre y despreocupada de antes, pero había recobrado la serenidad. Los problemas que la habían afligido en Moscú eran para ella un mero recuerdo.