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Después de huir del grupo de Soldados de Juguete que la habían atacado en el carruaje y no habiendo podido dar con Ana, Androide Karenina se había refugiado en el piso franco en un apartado barrio de Moscú, donde la esperaba el único confidente que tenía en el mundo: un hombre bajo y barbudo, cubierto con una polvorienta bata de laboratorio, con una cajita provista de numerosos botones prendida en el cinturón.
El agente del SinCienPados le explicó lo que había sido de Ana Arkadievna. El robot Categoría IX del futuro acogió la noticia de la suerte de Ana con evidente tristeza, y sus ojos emitieron un melancólico destello de color azul.
—¿Y el cuerpo?
El agente asintió con la cabeza y se alisó su sucia barba.
—Desintegraremos todo rastro de él, para que el zar Alexéi no pueda descubrir el Mecanismo.
—No —dijo Androide Karenina—. Se me ocurre otra idea.
La boca divina Fénix vomitó el cuerpo de Ana Karenina en el mismo lugar, sobre la vía imantada del Grav de Moscú, un frío día de unos años antes. En el momento en que el cuerpo surgió de las fauces de la boca divina, en el cielo resonó un extraño trueno, un estallido en el cielo, cuyo eco reverberó por todas las infinidades de ese instante y fue percibido con aprensión por el conde Alexéi Vronski, que había ido a la estación a recibir a su madre, y por Ana Arkadievna Karenina, una elegante dama y esposa de un destacado ministro del Gobierno.
Poco después se produjo un tremendo revuelo en el andén, al propagarse la noticia de un siniestro hallazgo: dos cadáveres destrozados, de un hombre y una mujer, que habían muerto aplastados por la gigantesca máquina del Grav al entrar en la estación, habían sido hallados juntos sobre la vía imantada. El conde Vronski, que hacía unos momentos había sido presentado a Ana Karenina, la cual le había cautivado, se sintió muy impresionado al contemplar esos dos cadáveres, de un hombre y una mujer, que yacían juntos en el triste final de la muerte.
Aunque unos operarios de la estación se habían apresurado a cubrirlos con una lona, alguien extendió una delicada y trémula mano hacia el andén. Vronski miró de nuevo a Ana, de quien se había enamorado al instante, y vio que observaba en silencio y horrorizada la escena. Abrumado por una clara sensación de desasosiego cósmico, el conde se inclinó cortésmente y se despidió de ella. Pero ella no pareció reparar en él.
Vronski no trató de volver a ver a Madame Karenina; no le pidió que bailara con él la mazurca en el baile de Kitty Shcherbatski, y permaneció en Moscú el resto de la temporada.