15
Uno de los propósitos de Ana al regresar a Rusia era ver a su hijo; por las cartas que había recibido dedujo que le habían dicho a Serguéi que ella había muerto, y esa terrible falsedad le producía una profunda amargura. Desde el día en que había partido de la Luna no había cesado de pensar en ello con consternación. Y conforme se aproximaba a San Petersburgo, la alegría e importancia de este encuentro cobraban cada vez más fuerza en su imaginación. Cuando Vronski la sorprendía conversando en voz baja con Androide Karenina, era de este sueño que hablaba, refiriéndose continuamente a Serguéi y reproduciendo noche y día en el monitor del autómata los Recuerdos del niño. Ana no se planteaba siquiera la cuestión de cómo concertar el encuentro. Le parecía natural y sencillo ver a su hijo, puesto que se hallaba en la misma ciudad que él. Pero a su llegada a San Petersburgo, de golpe se dio cuenta de su presente situación en la sociedad —no sólo su relación con Vronski, sino el hecho de poseer uno de los pocos robots Categoría III que se veían en las calles de la ciudad—, y comprendió que no le resultaría fácil organizar ese encuentro. Pero no se atrevía a presentarse en la casa, donde quizá la recibiera Alexéi Alexándrovich, pues le parecía que no tenía derecho.
Pero ver fugazmente a su hijo cuando saliera de paseo, averiguar cuándo y adónde iba, no le bastaba. ¡Estaba tan impaciente por verlo, tenía tantas cosas que decirle, ansiaba tanto abrazarlo y besarlo!
Decidió que al día siguiente, cumpleaños de Seriozha, se presentaría en casa de su esposo exigiendo ver a su hijo a toda costa y desmentir la terrible falsedad que le habían contado al pobre niño.
Mientras el plan se formaba en su mente, fue a una tienda y compró juguetes; luego entró sin ser vista en las chambres d’armory[5] privadas de Vronski, mientras éste dormía profundamente, y tomó los objetos que juzgó necesarios para su expedición. Acto seguido trazó un plan de acción. Iría temprano, a las ocho de la mañana, cuando sabía que Alexéi Alexándrovich aún no se habría levantado. Ana explicó con todo detalle sus intenciones a Androide Karenina, que al instante comprendió perfectamente sus deseos.
Al día siguiente, a las ocho de la mañana, una mujer se apeó de un trineo alquilado frente a la casa de Alexéi Karenin y llamó a la puerta principal.
«Una señora», gruñó el estoico y viejo mécanicien de Karenin, Kapitonich, quien asomándose a la ventana vestido con su grueso chaleco gris, pues aún no había acabado de vestirse, vio a una dama cubierta con un velo frente a la puerta. Al abrirla, se asombró de ver a su antigua ama, Ana Karenina, cubierta con su habitual capa de viaje y un velo.
El mécanicien se quedó inmóvil como una estatua, con la mano apoyada en el pomo de la puerta, pues ¿cómo iba a abrirla? Recordaba la amabilidad de Ana, y nada le hubiera complacido más que franquearle la entrada a su antigua casa; pero era él quien se había encargado de enterrar al desdichado tendero en una profunda zanja detrás de la casa.
—¿A quién busca? —preguntó adoptando un tono duro como el acero.
Fingiendo no haber oído sus palabras, Ana guardó silencio detrás de su velo.
En ese momento, en el jardín de detrás de la casa, la auténtica Ana Karenina —pues era Androide Karenina quien permanecía muda ante la puerta, cubierta con el velo de su ama— saltó la elevada verja electrificada y aterrizó con un tremendo impacto junto a la fuente. Empuñando vacilante una de las preciadas pistolas de Vronski, caminó descalza, con los pies enfundados en las medias, hacia la puerta posterior de la mansión que, hacía una eternidad, había sido suya. Avanzó paso a paso, sin atreverse a alzar la vista hacia las ventanas de las alcobas, reparando en un desvencijado cobertizo situado a pocos metros de la puerta trasera que no reconoció.
La gran puerta de metal del cobertizo se abrió un poco, reluciendo bajo el sol, y, picada por la curiosidad, Ana se acercó a él.
Al observar la turbación que mostraba la desconocida que seguía ante la puerta principal, Kapitonich salió, le abrió la segunda puerta y le preguntó qué deseaba.
La mujer seguía sin responder.
—Su excelencia no se ha levantado todavía —dijo el mécanicien, mirándola de hito en hito. De pronto, al oír un sonoro y penetrante grito procedente de la parte posterior de la casa —¿el grito de angustia de un pájaro capturado?, ¿el grito sofocado de una mujer?—, Kapitonich se volvió bruscamente.
Ana se ocultó detrás del cobertizo, del que había salido rápidamente, horrorizada al contemplar lo que había en su interior. Santo Dios, pensó, metiéndose su grueso manguito de piel de zorro en la boca para sofocar su agitada respiración.
Bendito y santo Dios.
Dentro del cobertizo había visto un largo banco de trabajo de madera, cubierto de rostros humanos. Algunos estaban expuestos dentro de unos estuches de terciopelo, otros diseminados sin orden ni concierto, ofreciendo un macabro espectáculo; unos rostros carnosos, de pronunciados pómulos y ojos vidriosos; rostros completos y espeluznantes fragmentos de rostros: aquí una boca, ahí una frente amplia, allí unos globos oculares que rodaban dentro de una caja de madera; media mejilla, cuya piel había sido arrancada y mostraba el músculo rojo negruzco que asomaba debajo.
Conmocionada por el repugnante espectáculo que acababa de contemplar, Ana hizo saltar de un disparo efectuado con la pistola provista de silenciador la cerradura de la puerta posterior de la casa, entró sigilosamente y se detuvo, con los ojos muy abiertos y respirando hondo. No había imaginado que el vestíbulo de la casa en la que había vivido durante nueve años, que no había experimentado el menor cambio, la afectaría tanto. Los recuerdos, dulces y dolorosos, invadieron su corazón uno tras otro, y durante unos momentos olvidó el motivo por el que se encontraba ahí.
Una vez cumplida su misión, Androide Karenina, que seguía frente la puerta, hizo una reverencia a Kapitonich y se volvió para marcharse; pero al viejo mécanicien, que aún creía que se trataba de su antigua ama, le apenó que esa mujer tan amable, por culpable que fuera, se marchara sin ver a su hijo.
—Deténgase —dijo—. Espere un momento.
La prontitud con que la mujer obedeció hizo sospechar al instante al viejo mecánico.
—Vuélvase —le ordenó Kapitonich, observando con recelo a la mujer, que obedeció en el acto—. Levante las manos. Mueva los dedos. —La mujer obedecía cada orden de forma automática, como un robot.
—Es increíble —dijo el anciano—. ¿Androide Karenina?
—Vuélvete. Lentamente —dijo la verdadera Ana, que se hallaba detrás del mécanicien. Pero al volverse, Kapitonich sacó un arma, un pequeño cañón de mano metálico, largo como su brazo, y la apuntó a la cabeza.
Es natural que el mécanicien de la casa esté armado, pensó Ana. Era de esperar.
—Ah, Madame Karenina —dijo Kapitonich con tristeza; a diferencia de Ana, la mano no le temblaba.
Durante unos momentos ambos se miraron sin deponer sus armas. Androide Karenina, que seguía frente a la puerta y se había quitado el velo, observó la escena muda y aterrorizada; sus ojos emitían unos frenéticos destellos mientras calculaba las probabilidades de lograr desamar a Kapitonich sin que su ama sufriera daño alguno. Ana rogó en silencio que, si estaba destinada a morir aquí, la Providencia le permitiera ver a su querido hijo una última vez antes de expirar.
Pero no fue la Providencia quien la salvó, sino la bondad humana; con frecuencia, una aparece vestida con el atuendo de la otra.
—No puedo disparar contra usted, Madame Karenina. Haga el favor de pasar, excelencia —dijo el viejo mécanicien.
Ana trató de decir algo, pero no pudo articular palabra; mirando al anciano con expresión contrita e implorante, subió la escalera con paso ligero y veloz. Encorvado, tropezando debido a que la suela de sus chanclos se enganchaba en los escalones, Kapitonich subió tras ella, rogándole con voz queda y apremiante que se apresurara.
Ana subió la escalera que conocía tan bien, sin comprender lo que decía el anciano.
—Gire a la izquierda. Disculpe el desorden. Su esposo se encuentra en estos momentos en el antiguo salón —dijo el mécanicien, jadeando—. Disculpe, espere un momento, excelencia. Iré a ver —respondió el anciano, que, adelantándose, abrió la elevada puerta y desapareció tras ella. Ana se detuvo, esperando—. Acaba de despertarse —le informó Kapitonich al salir de la habitación.
—Apresúrese, señora —insistió—. Se lo ruego. Al amo no le complacerá verla aquí. Se disgustaría muchísimo.
En el preciso momento en que el mécanicien dijo esto, Ana oyó un bostezo infantil. Por el sonido, sólo ella comprendió enseguida que era su hijo quien había bostezado y le pareció verlo ante sus ojos.
—¡Déjame entrar! ¡Apártate! —dijo, y pasó a través de la elevada puerta, seguida por Androide Karenina pegada a sus talones. A la derecha de la puerta había una cama, en la que estaba sentado un niño. Con el cuerpecito inclinado hacia delante, vestido con una camisa de dormir desabrochada, se desperezaba y bostezaba. En cuanto sus labios se juntaron de nuevo, se dibujó en ellos una sonrisa soñolienta, de profunda dicha, y con esa sonrisa volvió a acostarse con un movimiento pausado y encantador.
—¡Seriozha! —murmuró Ana acercándose a él sigilosamente. Androide Karenina emitía un cálido resplandor, impregnando la escena con una delicada tonalidad rosa de alegría.
Cuando Ana había abandonado a su Serguéi, y durante estos últimos días en que había sentido un renovado amor por él, lo había imaginado como cuando tenía cuatro años, que era la época en que más le había querido. Ahora no tenía el mismo aspecto que cuando ella le había abandonado; era muy distinto del pequeño de cuatro años; estaba más alto y delgado. ¡Qué cara tan delgada, y qué pelo tan corto! ¡Qué manos tan largas! ¡Cuánto había cambiado desde que ella se había separado de él! Pero era él, con su cabeza, sus labios, su suave cuello y sus hombros menudos, pero anchos.
—¡Seriozha! —repitió al oído del niño.
Éste se incorporó de nuevo sobre el codo, volvió su despeinada cabeza de un lado a otro como buscando algo, y abrió los ojos. Durante unos segundos miró lenta e inquisitivamente a su madre, que estaba inmóvil ante él, y la familiar figura de su querida compañera, que estaba detrás de ella.
De pronto el niño esbozó una sonrisa de felicidad y, cerrando los ojos, se dejó caer no hacia atrás, sino en brazos de ella.
—¡Seriozha! ¡Mi adorado hijo! —exclamó Ana respirando de forma entrecortada y abrazando su rollizo cuerpecito.
—¡Mamá! —exclamó el pequeño, revolviéndose en sus brazos, de forma que le tocó las manos con distintas partes de su cuerpo—. Lo sé —dijo abriendo los ojos—, hoy es mi cumpleaños. Sabía que vendrías. Enseguida me levanto.
Y al decir esto volvió a quedarse dormido.
Ana lo contempló con avidez; vio lo mucho que había crecido y cambiado en su ausencia. Conocía, y no conocía, esas piernas desnudas, tan largas ahora, que asomaban debajo de la colcha, esos rizos cortos en su nuca, que había besado tantas veces. Le acarició todo ello sin poder decir palabra, ahogada por las lágrimas.
—¿Por qué lloras, mamá? —preguntó Seriozha, despertándose por completo—. ¿Por qué lloras, mamá? —repitió con tono quejumbroso.
—No lloraré… Lloro de alegría. ¡Hace tanto que no te veía! No lloraré más, no… —dijo tragándose las lágrimas y apartando el rostro—. Vamos, es hora de que te vistas —añadió tras una pausa, y, sin soltarle las manos, se sentó junto a su cama en una silla, donde estaban dispuestas las ropas del niño.
—¿Cómo te vistes sin mí? ¿Cómo…? —Ana trató de hablar con naturalidad y alegría, pero no podía, y apartó el rostro de nuevo.
—No tengo que bañarme con agua fría, papá no lo ha ordenado. ¡Estás sentada sobre mi ropa!
Y Seriozha rompió a reír a carcajadas. Ana le miró sonriendo.
—¡Mi querida mamaíta! —exclamó el niño arrojándose de nuevo sobre ella y abrazándola.
Parecía como si sólo ahora, al verla sonreír, se diera cuenta de lo que había ocurrido.
—No quiero que lleves eso puesto —dijo quitándole el sombrero. Y al verla sin sombrero, como si la viera por primera vez, la cubrió de nuevo de besos—. ¿Por qué llevas una pistola? ¡Mamá!
—¿Qué pensabas de mí? ¿Creías que había muerto?
—Me dijeron que te había matado un koschéi, que te había atacado en el mercado mientras comprabas manzanas.
—¡No es cierto!
—Dijeron que se había metido en la base de tu espalda y había trepado hasta tu cerebro.
—¡No es verdad, tesoro!
—Dijeron que cuando te encontraron tenías la cara tan mutilada que estabas casi irreconocible.
Ana pestañeó con fuerza para ocultar la impresión que le produjo ese detalle de la historia que Karenin había contado a Seriozha, el cual revelaba con toda claridad los perversos deseos que anidaban en su mente.
—Nunca me lo creí —dijo el niño.
—¿No te lo creíste, cariño mío?
—¡Lo sabía, lo sabía! —El niño repitió su frase favorita, y, tomando la mano con que su madre le acariciaba el pelo, oprimió la boca sobre la palma y la besó. También dirigió una mirada afectuosa a Androide Karenina, que emitió un breve zumbido de placer y trató en vano de alisarle los desordenados rizos con sus delgados dedos.
—Debe usted marcharse —dijo Kapitonich desde el umbral con tono desesperado—. El señor no debe descubrirla aquí. No debí permitir que entrara. Por favor, señora. —Pero ni la madre ni el hijo estaban dispuestos a que nada interrumpiera su reunión.
El viejo mécanicien meneó la cabeza y, con un suspiro, cerró la puerta.
—Esperaré diez minutos más —dijo para sí, aclarándose la garganta y enjugándose las lágrimas—. He cometido un error. Un terrible error.
Ana no podía despedirse de su hijo, pero la expresión de su rostro revelaba lo que sentía, y el niño lo comprendió.
—¡Mi adorado Kutik! —dijo llamándolo por el nombre que le había puesto de pequeño—. ¿No te olvidarás de mí? Tú… —Pero no pudo seguir.
—¡Claro que no, mamá! —respondió Seriozha con sencillez. Luego, como si de pronto se le hubiera ocurrido algo, preguntó—: ¿No se la han llevado para ajustarle los circuitos?
—Todavía no, querido hijo, todavía no.
—Ah. ¿Eso significa que eres una persona digna de encomio?
—¿Cómo?
—Papá dice que sólo devolverán los robots Categoría III después de ajustarles los circuitos a personas dignas de encomio. A partir de ahora sólo las personas que se lo merezcan podrán poseer robots.
Ana abrió los ojos como platos y le miró desconcertada.
—¿Y a quién se refería tu padre con lo de «personas dignas de encomio»?
Después de reflexionar unos momentos, Seriozha emitió una infantil carcajada.
—¡Supongo que a él mismo! ¡Sí, a él mismo!
Cuántas veces pensó Ana más tarde en las palabras que pudo haber pronunciado. Pero en esos momentos no sabía cómo decirlo, y no pudo decir nada. Tan sólo temblaba, aferrándose a su querida Androide Karenina como una mujer a punto de ahogarse se aferra a un bote salvavidas. Lo único que comprendía Seriozha era que su madre se sentía desgraciada y que le quería. Sabía que su padre no tardaría en despertarse, y que él y su madre no debían encontrarse, o las consecuencias serían desastrosas. Androide Karenina tiró a su ama del brazo, pues había llegado el momento de marcharse, pero Seriozha se abrazó en silencio a su madre y musitó:
—No te vayas todavía. Él tardará un rato en venir.
La madre lo apartó y sostuvo frente a ella para descifrar qué pensaba, qué debía decirle, y en su atemorizada carita vio no sólo que el niño se refería a su padre, sino que era como si le preguntara a ella qué debía pensar sobre él.
—Seriozha, cariño mío —dijo Ana—, debes templar su odio con tu bondad. Eres el único ser humano que le queda.
—¡Le tengo miedo! —exclamó el niño desesperado a través de sus lágrimas, y, sujetándola por los hombros, la estrechó contra sí con todas sus fuerzas. Los brazos le temblaban debido al esfuerzo.
—¡Amor mío, tesorito mío! —dijo Ana llorando de forma débil e infantil como él.
—No…, se lo ruego, señor…, no… —oyeron decir al otro lado de la puerta. Ana sólo tuvo tiempo de pensar en lo chocante que resultaba que la voz de un hombre tan fuerte como Kapitonich quedara reducida, en un momento de terror y desesperación, a la de un niño atemorizado, cuando la puerta se abrió de forma violenta y el cuerpo del mécanicien entró volando en la habitación. El cadáver se estrelló contra el techo, sobre la cabeza de Serguéi, y se deslizó por la pared, dejando un reguero de sangre debajo del colorido tapiz que colgaba sobre la cabeza del niño.
Serguéi aulló como un lince y se lanzó a los brazos de su madre. Androide Karenina rodeó los hombros de su ama con el brazo, en un gesto protector, y los tres permanecieron abrazados y acobardados ante la alta e imponente figura de Alexéi Karenin, quien se detuvo en el umbral, temblando de ira.
Transcurrieron unos momentos antes de que emitiera un grito primal de furia. Sus ojos —uno humano, el otro girando con un temible zumbido en la parte plateada de su rostro— observaron enfurecidos a las tres figuras abrazadas, y el mortífero ojo mecánico se extendió lentamente hacia ellas, sus breves clics presagiando una suerte atroz e inevitable.
Aunque en su fuero interno no cesaba de rezar con desesperación por la vida de su hijo, Ana permaneció tan en silencio como Androide Karenina.
Serguéi fue el único que habló, abriendo sus juveniles labios rosados y diciendo una sola palabra:
—Padre…
Mientras el cruel ojo mecánico de Alexéi Alexándrovich temblaba en su cuenca metálica; mientras permanecía con la espalda tiesa y las manos crispadas en unos puños en la puerta; mientras cada centímetro de su cuerpo se tensaba de odio y del deseo de destruir; en esos angustiosos momentos, su ojo natural se suavizó y su boca se relajó y humedeció. Pronunció una sola y breve palabra, que brotó con esfuerzo de lo más profundo de su ser hacia la libertad.
—Vete.
Ana se levantó apresuradamente, pero en la rápida mirada que le dirigió, observando cada detalle de su figura, sentimientos de repulsión hacia él y de celos por su hijo hicieron presa en ella. ¿Cómo podía irse? ¿Cómo podía dejar a su querido Serguéi con este monstruo?
Pero Androide Karenina, calculando con la velocidad del rayo las opciones que tenían, comprendió que no les quedaba otro remedio: si no se marchaban enseguida, morirían todos. La leal mujer-máquina alzó a su ama, la cargó sobre su hombro, como una madre transporta a un niño soñoliento a la cama, y ambas huyeron de la casa. Ana no había tenido tiempo de desenvolver el paquete de juguetes que había elegido la víspera en una juguetería, con tanto amor y tristeza, de modo que se los llevó de nuevo.