12
Varias veces, aunque sin la firmeza que le animaba ahora, Vronski había tratado de obligarla a reflexionar sobre la situación en que se hallaban, y cada vez se había topado con la misma superficialidad y trivialidad con las que ella respondía ahora a su ruego. Parecía como si hubiera algo en esto que ella no podía o se negaba a afrontar, como si en cuanto empezaba hablar de ello, la verdadera Ana se replegara en sí misma y apareciese otra mujer extraña e incomprensible, a la que él no amaba, a la que temía, y que era radicalmente opuesta a él. Pero hoy estaba resuelto a aclarar el asunto.
—Tanto si tu marido lo sabe como si no —dijo con su acostumbrado tono sereno y decidido—, eso nada tiene que ver con nosotros. No podemos…, no puedes seguir así, y menos ahora.
—¿Qué debemos hacer, según tú? —inquirió ella con cierta irónica frivolidad. Ella, que tanto había temido la reacción de él al conocer su estado, ahora se permitía la ligereza de enojarse con él por deducir de ello la necesidad de hacer algo al respecto.
—Contárselo todo a tu marido, y separarte de él.
—Muy bien, supongamos que lo hago —respondió ella—. ¿Sabes cuál sería el resultado? Puedo decírtelo de antemano. —Una expresión maliciosa asomó a sus ojos, que un minuto antes mostraban una gran dulzura—. «¿De modo que amas a otro hombre y has mantenido una relación criminal con él?». —Imitando el extraño aspecto de su marido, Ana se tapó un lado de la cara con la palma de la mano—. «Te previne de las consecuencias desde el punto de vista religioso, civil y doméstico. Pero no me hiciste caso. Ahora no puedo permitir que deshonres mi nombre y…» —a mi hijo, quería añadir Ana, pero no podía bromear sobre su hijo— «que deshonres mi nombre y…» —y con un tono similar, prosiguió—: En términos generales, dirá con su talante solemne, y con toda claridad y precisión, que no puede permitir que le abandone, pero que hará cuanto esté en su mano para evitar un escándalo. Y obrará con calma y puntualmente de acuerdo con sus palabras. Eso es lo que ocurrirá. No es un hombre, sino una máquina, una máquina perversa cuando se enoja —agregó Ana, acordándose mientras hablaba de Alexéi Alexándrovich, con todas las peculiaridades de su figura, su forma de hablar y su aspecto bifurcado, destacando todos los defectos que veía en él, sin suavizar nada, pese al enorme daño que ella le causaba.
De pronto intuyó que Vronski no la escuchaba y observó que tenía los ojos fijos en un punto detrás de su cabeza.
—El remolino… —dijo él en voz baja, como hipnotizado, y a Ana le irritó que no le prestara atención.
—¿Qué?
—La fuente…, el remolino… —repitió él, tras lo cual añadió alzando la voz—. ¡Salta!
Atónita y alarmada por el repentino tono apremiante, Ana saltó desde donde estaba sentada en el muro de la fuente, aterrizando de forma poco airosa a los pies de Vronski, quien se apresuró a sujetarla por los brazos y a tirar de ella con todas sus fuerzas. Detrás de Ana, suspendido como un nubarrón sobre las agitadas aguas de la fuente, había algo que sólo cabe describir como una pavorosa y ondulante «nada»: un agujero gris negruzco en el tejido de la atmósfera, oscilando en el aire sobre la fuente, tirando de ella y atrayéndola hacia sí.
Vronski la sujetó con fuerza, apoyando los pies contra el muro de la fuente, resistiendo con todas sus energías la violenta fuerza, diez veces más poderosa que la gravedad, que tiraba de Ana. Androide Karenina se unió a los esfuerzos de Vronski, enlazando los dedos alrededor de la cintura de su ama y hundiendo los talones en la base del muro de la fuente.
—¿Qué… qué es esto…? —preguntó Ana, y Vronski se apresuró a contestar:
—¡Una boca divina! —Las faldas de Ana se arremolinaron a su alrededor, agitadas por el fantasmagórico viento que soplaba del portal—. Las trampas creadas por el SinCienPados… ¡Uf!
Sintiendo que sus dedos resbalaban un poco, Vronski profirió una palabrota.
—Resiste, Ana. Resiste un poco más… No durará mucho.
—Suéltame —dijo ella débilmente.
—¿Qué?
—¿Qué sentido tiene vivir —contestó Ana más fuerte— si nuestra vida va a estar controlada por mi esposo? ¡Suéltame! —Esta última orden se la dio a Androide Karenina, quien en virtud de las Leyes de Hierro no podía desobedecerla; el robot volvió su placa facial hacia Vronski con gesto de disculpa y la soltó.
—Pero, Ana —dijo Vronski con renovados esfuerzos por sujetarla y tono firme—, debemos contárselo y guiarnos por la actitud que tome él.
—¿Y qué propones, que nos fuguemos?
—¿Por qué no? —exclamó él desesperado—. No podemos seguir así. No tan sólo por mí… ¡Veo lo mucho que sufres!
Un viento feroz soplaba de las siniestras profundidades de la demoníaca espiral; a Ana se le cayó un zapato, que fue succionado por el vórtice. Vronski redobló sus esfuerzos por liberarla, casi arrancándole el brazo de su articulación. Contempló sobre su hombro el espacio-agujero que seguía suspendido en el aire detrás de ella, reluciendo como el ojo malévolo de una bestia famélica. Una de las manos de Ana se desprendió de las suyas, pero ella no hizo ningún esfuerzo para que él volviera a sujetarla. Su cuerpo estaba prácticamente inerte, y él temió que se hubiera rendido, en su cuerpo y en su mente, y estuviera dispuesta a ser engullida por la boca divina.
—¡No te rindas, te lo ruego! —le imploró.
—Sí —respondió ella casi como para sus adentros—. Fugarme, convertirme en tu amante, la ruina de…
Quería añadir «mi hijo», pero no pudo articular esas palabras, bien porque no soportaba hacerlo, bien porque la fuerza que dominaba su cuerpo le arrebataba el aire de los pulmones. Sea como fuere, Vronski no habría podido adivinarlo.
Ana pensó en su hijo, imaginó su cuerpecito inocente suspendido ante el insondable abismo gris que ella tenía a su espalda, le imaginó atrapado en esa trampa. Se le ocurrió que ella misma le había tendido esa trampa, al enamorarse; pensó en la actitud que el niño mostraría en el futuro hacia su madre, que había abandonado a su padre, y se sintió tan horrorizada por lo que había hecho que no podía afrontarlo. Gritó y comenzó a revolverse, y Vronski no pudo seguir sujetándola. La boca divina se ensanchó, como la boca de una serpiente abriéndose para engullir a un conejo o a una zarigüeya.
En ese momento Androide Karenina rompió la Ley de Hierro de la obediencia.
Haciendo caso omiso de la orden que le había dado su ama de que la soltara, sujetó a Ana por la cintura y, con una fuerza mecánica increíble, la puso a salvo. Juntas, la mujer y el robot aterrizaron con un golpe seco sobre las piedras de la fuente, y Ana observó con los ojos entrecerrados cómo el extraño portal dimensional se cerraba de golpe y desaparecía.
Durante unos momentos contempló el pálido destello púrpura que emitía la placa facial de Androide Karenina, tras lo cual dijo «gracias» moviendo los labios en silencio. Como de costumbre, su robot no respondió, sino que se enderezó y se alejó respetuosamente sobre sus ruedas, mientras el conde corría junto a su amada y acunaba su cabeza con ternura en su regazo.
—Te lo ruego, te lo suplico —dijo Ana volviendo la cara para ocultársela a Vronski—. ¡No me hables nunca de eso!
—¡Al contrario! —replicó él—. No descansaré hasta descubrir qué célula, qué loco se ha atrevido a lanzar ese ataque sobre ti… y por qué…
—No —insistió ella sacudiendo la cabeza irritada—. No me hables de convertirme en tu amante. De mi ruina, y de la de…
—Pero, Ana…
—Jamás. Déjalo de mi cuenta. Conozco toda la vileza, el horror de mi situación, pero no es tan fácil de resolver como crees. Déjalo de mi cuenta, y haz lo que te diga. No me hables de ello. ¿Me lo prometes? ¡No, no, prométemelo!
—Te lo prometo todo, pero no descansaré tranquilo después de lo que me has dicho. No puedo sentirme tranquilo sabiendo que tú tampoco te sientes tranquila…
—¿Yo? —repitió ella—. Sí, a veces me preocupo, pero ya pasará, y no volverás a hablarme de esto. Es cuando me hablas de ello que me preocupo…
—No comprendo… —dijo él.
—Sé —le interrumpió ella— lo difícil que es para ti, que eres un hombre sincero, mentir, y lo lamento por ti. A menudo pienso que has arruinado tu vida por mí,
—Yo pensaba lo mismo —respondió él—. ¿Cómo has podido sacrificarlo todo por mí? ¡No me perdono el haberte hecho desgraciada!
—¿Desgraciada yo? —protestó Ana acercándose a él y mirándolo con una sonrisa de amor embelesada—. Soy como una persona hambrienta a la que le dan comida. Quizá tenga frío, vaya cubierta de harapos y se avergüence, pero no se siente desdichada. ¿Desdichada yo? No, mi desdicha es…
En esos momentos oyó la voz de su hijo que se aproximaba, y tras echar un breve vistazo alrededor de la terraza, se levantó apresuradamente. Sus ojos relucían con un fuego que él conocía bien; con un rápido movimiento levantó sus exquisitas manos, cubiertas de anillos, le tomó la cabeza, le miró unos momentos a los ojos y, obligándole a alzar la cara con los labios risueños y entreabiertos, le dio un breve beso en la boca mientras Androide Karenina desviaba la vista discretamente. Después se apartó de él. Cuando se disponía a marcharse, Vronski la retuvo.
—¿Cuándo? —preguntó en voz baja mirándola extasiado.
—Esta noche, a la una —murmuró ella, y con un profundo suspiro, echó a andar con su paso rápido y ligero hacia su hijo.
Tras consultar su reloj, Vronski partió apresuradamente, atormentado por numerosas preguntas sobre lo sucedido: ¿por qué habían colocado los del SinCienPados esa trampa aquí? ¿Estaba destinada a Ana… o a él?
¿Y era realmente obra del SinCienPados?