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Cuando el grupo terminó de cenar y se levantó de la mesa, Levin deseó seguir a Kitty hasta el salón, pero temía que a la joven le disgustara por parecerle que le prestaba demasiada atención. De modo que permaneció junto al pequeño círculo formado por los hombres, participando en la conversación general, y aunque se abstuvo de mirarla, era consciente de sus movimientos, de sus miradas y del lugar que ocupaba en el salón.
—Creí que se sentaría al piano —dijo cuando se acercó por fin a ella—. Lo que más añoro en el campo es la música.
Kitty le recompensó con una sonrisa que era como un regalo.
—¿Por qué se empeñan en discutir? Nadie logra nunca convencer a nadie.
—Es cierto —respondió Levin—. Por lo general, uno se pone a discutir acaloradamente porque no comprende lo que su oponente quiere demostrar.
Y tras estas palabras, ambos, en el salón, con sus queridos compañeros situados a una respetuosa distancia, cerraron los ojos para no oír la discusión en la otra habitación, sintiendo de pronto como si el mundo les perteneciera a ellos solos. Acercándose a una mesa de juego, Kitty se sentó y, tomando una pequeña navaja, empezó a dibujar unos círculos divergentes sobre la flamante superficie de acetato.
Conversaron sobre otro de los temas que se habían abordado durante la cena: la libertad y las ocupaciones de las mujeres. Levin coincidía con Daría Alexándrovna en que una joven que no se casaba debía ocuparse de las tareas femeninas en la familia: la de petite mécanicienne, encargada del mantenimiento de los robots Categoría I de la casa.
—No —replicó Kitty sonrojándose, pero mirándole a la cara con sus ojos francos y sinceros—, una joven puede hallarse en una situación que le impide vivir con su familia sin sentirse humillada, mientras que ella…
Levin captó la insinuación y se apresuró a decir:
—Desde luego. Sí, sí, tiene toda la razón.
Sócrates y Tatiana cambiaron una mirada cargada de significado, tras lo cual hicieron algo insólito: reconociendo tácitamente el intenso ambiente de intimidad que se había establecido entre sus respectivos dueños, ambos oprimieron al mismo tiempo un botón debajo de sus mentones y entraron en estado de suspensión.
A continuación se produjo un silencio. Kitty seguía dibujando unas formas en la mesa con la navaja. Sus ojos emitían una suave luz. Bajo el influjo del talante de la joven, Levin sintió una creciente tensión de felicidad que inundaba todo su ser.
—¡He rayado todo el acetato! —dijo ella, y, dejando la navaja, hizo ademán de levantarse.
«¿Voy a quedarme a solas, sin ella?», pensó Levin horrorizado, cogiendo la navaja.
—Un momento —dijo sentándose a la mesa—. Hace tiempo que deseo preguntarle una cosa.
La miró a sus ojos acariciadores, aunque atemorizados.
—Hágala, se lo ruego.
—Mire —respondió él, grabando con la navaja las siguientes iniciales: c, u, m, d, q, e, i, s, r, a, s, o, a, e. Las letras significaban: Cuando usted me dijo que era imposible, ¿se refería a siempre o a entonces? No era probable que Kitty consiguiera descifrar esta complicada frase; entre las miles de prodigiosas innovaciones que el groznio había ofrecido al pueblo ruso, la adivinación del pensamiento seguía siendo tan imposible como en tiempos de los zares.
Pero Levin la miró como si su vida dependiera de que ella comprendiera esas palabras. Kitty lo miró muy seria, tras lo cual apoyó su fruncido ceño en las manos y empezó a leer. Un par de veces le miró de soslayo, como preguntándole: ¿Es lo que me figuro?
—Ya lo he comprendido —dijo Kitty ruborizándose un poco.
—¿Qué palabra es ésta? —preguntó él señalando la «ese» que significaba «siempre».
—«Siempre» —respondió ella—, ¡pero no es cierto!
Levin tomó otra hoja de acetato, le entregó la navaja y se levantó. Kitty dibujó con la navaja: e, n, p, r, o, c.
La depresión que su conversación con Alexéi Alexándrovich había causado a Dolly remitió por completo cuando vio a las cuatro figuras: Tatiana y Sócrates en su autoinducido estado de suspensión; Kitty sosteniendo la navaja, mirando con una sonrisa tímida y feliz al apuesto Levin; y éste inclinado sobre la mesa, mirando con ojos rebosantes de dicha ora la mesa, ora a la joven.
Levin estaba radiante: lo había comprendido. Significaba: Entonces no podía responder otra cosa.
La miró con gesto inquisitivo, tímidamente.
—¿Sólo entonces?
«Sí», respondió la sonrisa de la joven.
—¿Y… ahora? —preguntó él.
—Lea esto. ¡Le diré lo que deseo de todo corazón! —Kitty dibujó las iniciales: q, u, p, o, y, p, l, o. Las cuales significaban: Que usted pudiera olvidar y perdonar lo ocurrido. Levin le arrebató la navaja con manos nerviosas y temblorosas y escribió las iniciales de la siguiente frase: No tengo nada que olvidar y perdonar; jamás he dejado de amarla.
Kitty le miró con una sonrisa radiante y confiada.
—Entiendo —musitó.
Levin se sentó y escribió una frase tan larga que tuvo que sacar una tercera lámina de acetato. Kitty la comprendió, y sin preguntarle «¿Es esto?», tomó la navaja y respondió al instante.
A él le llevó un buen rato comprender lo que ella había escrito, y la miró a menudo a los ojos. Estaba anonadado de felicidad. No conseguía descifrar la palabra que ella había escrito; pero en los hermosos ojos de Kitty, rebosantes de felicidad, vio cuanto precisaba ver. Y dibujó tres letras con la navaja. Pero apenas terminó de escribirlas cuando ella, inclinándose sobre su brazo, las leyó y escribió la respuesta: Sí.
Levin se levantó, sonriendo de gozo, y acompañó a Kitty hasta la puerta, seguidos por sus dos robots Categoría III, que habían vuelto a activarse y caminaban del brazo.
Durante la conversación que habían mantenido había quedado dicho todo; ella le había confesado que lo amaba y que comunicaría a sus padres que él iría a visitarles mañana por la mañana.