11
Conforme transcurrían las horas y los días, Levin comprobó que no podía mirar con serenidad a su hermano; no podía comportarse con naturalidad y calma en su presencia. Cuando pasaba un rato junto al enfermo, su vista y atención mermaban inconscientemente, y no veía ni distinguía los detalles de la situación. Percibía el espantoso hedor, veía la suciedad, el desorden y la lastimosa condición de su hermano, y oía sus gemidos, y comprendía que no podía hacer nada para ayudarle. Mientras Kitty centraba toda su atención y compasión en el moribundo, y Sócrates circunnavegaba nervioso por la habitación, la mente de Levin divagaba, como un terrateniente recorriendo las hectáreas de su vida. Observaba todo lo que le complacía, como su explotación minera y a su amada Kitty, e inspeccionaba las zonas que le causaban inquietud: los misteriosos monstruos mecánicos parecidos a gusanos que asolaban la campiña; el protocolo de ajuste de los circuitos, que a Levin le parecía inexplicable, y un ejercicio injustificable de poder del Estado contra la ciudadanía; y lo peor de todo, la horrible enfermedad que consumía a su querido hermano.
No se le ocurrió analizar los pormenores de la situación del enfermo, pensar en cómo ese cuerpo que yacía postrado bajo la colcha, esas piernas, muslos y espalda enflaquecidos aparecían y desaparecían, y si podía hacer algo para que se sintiera más cómodo, hacer algo, si no para mejorar su estado, al menos para conseguir que fuera más llevadero. Pensar en esos detalles hacía que se le helara la sangre en las venas. Estaba convencido de que nada podía hacerse para prolongar la vida de su hermano o aliviar su sufrimiento. Estar en la habitación del enfermo representaba para Levin un tormento; pero no estar allí era peor. Salía de la habitación continuamente, alegando diversos pretextos, y volvía a entrar, porque era incapaz de estar solo.
Pero Kitty pensaba, sentía y se comportaba de forma muy distinta. Al observar el agitado cuerpo del enfermo, se compadecía de él. La compasión en su corazón femenino no le provocaba esa sensación de horror y repugnancia que suscitaba en su marido, sino el deseo de hacer algo, de averiguar todos los detalles referentes a su estado y remediarlos. Y puesto que no tenía la menor duda de que su deber era ayudarle, tampoco le cabía la menor duda de que era posible, por lo que se puso enseguida manos a la obra. Esos detalles, que el solo hecho de pensar en ellos horrorizaba a su esposo, a ella le interesaban sobremanera. Mandó llamar al médico y encargó a Tatiana, a Sócrates y a María Nikolaievna que barrieran, limpiaran el polvo y fregaran el suelo, mientras que Karnak, que se movía con exasperante lentitud debido a tener los cables cruzados, era una inutilidad a ese respecto. La propia Kitty se ocupaba de lavar una u otra cosa, o colocar algo debajo de la colcha. Ordenaba que trajeran algo a la habitación del enfermo, o que sacaran otra. Entraba varias veces en ella, haciendo caso omiso de los hombres con los que se cruzaba en el pasillo; sacaba y traía sábanas, fundas de almohadas, toallas y camisas de dormir.
El enfermo, aunque mostraba, y sentía, indiferencia con respecto a ese trajín, no estaba enojado, tan sólo abochornado, y en general se sentía intrigado, por decirlo así, por todo lo que ella hacía con él. Al abrir la puerta, después de haber ido a hablar con el médico a instancias de Kitty, y tras colocarse su equipo profiláctico, Levin vio a su hermano en el preciso momento en que, por órdenes de Kitty, le estaban cambiando la ropa. La larga y blanca columna vertebral, los enormes y prominentes omóplatos, las pronunciadas costillas y vértebras estaban desnudos y cubiertos por una constelación irregular de costras negras y verdosas; María Nikolaievna y un sirviente forcejeaban con la manga del camisón, sin poder introducir en ella el brazo largo e inerte. Apresurándose a cerrar la puerta detrás de Levin, Kitty no miraba hacia la cama, pero al oír gemir al enfermo se dirigió rápidamente hacia él.
—Apresúrense —dijo.
—No se acerque —pidió el enfermo irritado—. Yo mismo lo haré…
—¿Qué dices? —inquirió María Nikolaievna. Pero Kitty le oyó y comprendió que se sentía avergonzado e incómodo de que ella le viera desnudo.
—¡No miro, no miro! —dijo introduciendo el brazo en la manga—. María Nikolaievna, colóquese en este lado y hágalo usted —añadió.
Levin buscó otro médico, no el que había estado atendiendo a su hermano, puesto que el paciente no estaba satisfecho con él. Mientras Sócrates y Tatiana permanecían ocultos en la habitación de Levin y Kitty, el nuevo médico se presentó y auscultó al enfermo; consultó su Pronóstico/M4/II, recetó unas medicinas y la dieta que debía tomar. Recomendó huevos, crudos o poco cocidos, agua de seltz, con leche tibia a una determinada temperatura.
—Pero ¿qué tiene? —preguntó Levin estrujándose las manos.
—Se trata sin duda de un caso raro —respondió el doctor, observando con cautela el vientre de Nikolai, donde una grotesca convexidad pugnaba por alzarse, como una rana retorciéndose en el lodo—. Sin embargo, debo decirle que en cuanto a la naturaleza de su enfermedad, no tengo la menor idea.
Cuando el médico y su Pronóstico/M4/II se fueron, el enfermo dijo algo a su hermano, pero Levin sólo logró captar las últimas palabras: «Tu Katia». Por la expresión con que la miró, Levin comprendió que lo decía en tono de elogio.
—Me siento mucho mejor —dijo Nikolái—. Con usted siempre me habría llevado bien. ¡Qué agradable es! —añadió tomando la mano de Kitty y acercándosela a los labios, pero temiendo que a ella le disgustara ese contacto, cambió de parecer, le soltó la mano y se limitó a acariciarla. Kitty tomó su mano entre las suyas y la apretó.
—Ahora volvedme hacia la izquierda e iros a dormir —dijo Nikolái.