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Ana se había levantado para saludarlo, sin ocultar su gozo al conocerlo.

—Disculpe mi melancólico aspecto —dijo—. No parezco ni me siento yo misma desde que me falta la compañía de mi querida compañera, Androide Karenina.

Levin sonrió complacido ante su inesperada sinceridad: era refrescante oír a alguien expresarse con tanta franqueza sobre la gran pérdida colectiva que había sufrido el pueblo ruso.

—Estoy encantada, encantada —prosiguió ella, y en sus labios esas sencillas palabras cobraron un significado especial para Levin—. Hace tiempo que le conozco y simpatizo con usted, tanto por su amistad con Stiva como por su esposa… Aunque la traté brevemente, me produjo la impresión de una flor exquisita, simplemente una flor. ¡Y pensar que está a punto de ser madre!

Hablaba con soltura y sin apresurarse, desviando de vez en cuando la vista para mirar a su hermano, y Konstantín Dmitrich Levin tuvo la impresión de que le había caído bien, y de inmediato se sintió a gusto, natural y feliz en su compañía, como si la conociera desde la infancia.

—Me he instalado en el estudio de Alexéi —dijo Ana en respuesta a la pregunta de Stepan Arkadich de si podía fumar—, precisamente para poder fumar —y, mirando a Levin, en lugar de preguntarle si le apetecía fumar, sacó una Pitillera/6/I y activó un cigarrillo.

—Disfruta de este lujo mientras puedas, Ana —dijo su hermano—. Han añadido los artilugios Categoría I a la lista.

—¿Bromeas?

—Por desgracia, no. Los nuestros fueron convertidos en chatarra hace unas horas en el club, por uno de nuestros amigos semejantes a seres humanos.

Ana apretó los dientes, como diciendo: «Aceptaré la Nueva Rusia, puesto que no tengo más remedio, pero no pueden obligarme a hacerlo de buen grado».

¡Sí, esto es una mujer!, pensó Levin, olvidando los buenos modales y mirando con persistencia su bello y dúctil rostro, que en ese momento se transformó por completo. No prestó atención a lo que decía Ana a su hermano, pero le chocó el cambio en su expresión. Su rostro —tan hermoso hacía unos instantes, cuando estaba en reposo— de pronto reflejaba una extraña mezcla de curiosidad, ira y orgullo. Pero sólo duró unos instantes. Ana bajó de repente los párpados, como si evocara algo.

Y Levin advirtió un nuevo rasgo en esa mujer, que le atraía de forma extraordinaria. Además de su sentido del humor, gracia y belleza, era sincera. No tenía el menor deseo de ocultarle la amargura de su situación. Ana suspiró, y su rostro asumió de improviso una expresión dura, como si se hubiera vuelto de piedra. Con esa expresión en su rostro estaba más bella que nunca; pero era una expresión nueva, radicalmente distinta a aquélla, radiante de felicidad y que creaba felicidad, que el pintor había plasmado en su retrato. Levin miró repetidas veces el cuadro y a Ana cuando ésta, tomando a su hermano del brazo, se encaminó con él hacia la elevada puerta, inspirándole una mezcla de ternura y compasión que le asombró.

Al cabo de unos instantes, ese asombro se tradujo en una acción concreta. Cuando Stiva salió de la habitación, precediéndole, antes de que Levin pudiera pararse a reflexionar, se detuvo en el umbral y, volviéndose hacia Ana, que había vuelto a sentarse en su silla, murmuró con tono apremiante e impetuoso: «Resistir».

Sin sonreír ni arrugar el ceño, ella se inclinó ligeramente y respondió: «Actuar».

Ambos se miraron durante largos momentos.

—Bien, adiós —dijo Ana, levantándose y estrechándole la mano al tiempo que le miraba con una expresión cautivadora—. Me alegro mucho de que la glace est rompue.[9]

Luego retiró la mano y entrecerró los ojos.

—Diga a su esposa que la sigo queriendo como antes, y que si no puede perdonarme por mi situación, le deseo que no me perdone nunca. Para perdonarme, tendría que padecer lo que yo he padecido, y de eso confío que la libre Dios.

—Desde luego, sí, se lo diré… —respondió Levin sonrojándose—. Y… pero…

—Buenas noches —dijo Ana Arkadievna con tono terminante.

Androide Karenina
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