18

Vronski experimentó por primera vez un sentimiento de ira contra Ana, casi de odio por su empecinada negativa a comprender la situación en que se hallaba. El hecho de no poder explicarle lisa y llanamente la causa de su ira agravaba este sentimiento. De haber podido decirle sin rodeos lo que pensaba, le habría dicho:

«Con ese vestido, con ese resplandor que proyecta sobre ti el androide, presentarte en el teatro no sólo equivale a reconocer tu situación como una perdida, sino un desafío a la sociedad, es decir, aislarte para siempre de ella».

Lo que Alexéi Kiríllovich no comprendía aún era que esas cuestiones habían dejado de preocupar a Ana. Después de esa velada en el Vox Catorce, una velada que el pueblo ruso recordaría y lamentaría durante mucho tiempo, él lo comprendería mucho mejor.

Tras quedarse solo después de marcharse Ana, se levantó por fin de su butaca y empezó a pasearse por la habitación.

—¿Y qué va a pasar hoy?

Lupo soltó un ronco ladrido, ladeó la cabeza y arañó el duro suelo de madera cuatro veces con su pata delantera derecha.

—Sí, por supuesto, es el cuarto turno. Yegor y su esposa estarán allí, y seguramente mi madre. Como es natural, todo San Petersburgo estará presente. Ana se habrá quitado la capa y aparecerá bajo la luz de las arañas. —Vronski se dejó caer de nuevo en la butaca y se dio una palmada en las rodillas para que Lupo saltara sobre ellas—. ¿Y yo? ¿Y nosotros? ¿Tenemos miedo? Desde cualquier punto de vista… ¡es una estupidez! ¿Y por qué me coloca Ana en semejante posición? —preguntó con gesto de desesperación.

—Ven, amigo —gruñó Vronski, y su querido compañero obedeció—. Nos vamos al teatro.

Cuando llegaron al suntuoso edificio de la Ópera, eran las ocho y media y la función estaba en su apogeo. El Acomodador/19/II, al reconocer a Vronski cuando éste se quitó su pelliza, le llamó «excelencia». En el iluminado pasillo no había nadie, salvo el Acomodador/19/II y dos Empleados/77/II que escuchaban junto a las puertas de los palcos. A través de la puerta cerrada se oía el discreto acompañamiento staccato de la orquesta, y una voz femenina que cantaba una frase musical. La puerta se abrió para que el Acomodador pasara a través de ella y Vronski oyó con claridad las últimas notas de la frase musical. Pero la puerta volvió a cerrarse y no oyó el fin de ella ni la cadencia del acompañamiento, aunque por los encendidos aplausos dedujo que había concluido.

Cuando entró en el Vox Catorce, profusamente iluminado con Lumières/7/I y lámparas de gas, el estruendo proseguía. En el escenario, la cantante, haciendo reverencias y sonriendo, con sus hombros desnudos adornados de brillantes, recogía, con ayuda del tenor que le ofrecía el brazo, los ramos de flores que volaban sobre las candilejas. De pronto se acercó a un caballero con el pelo engominado y peinado con raya al medio, que extendía los brazos sobre las candilejas para ofrecerle algo, mientras los enfervorizados asistentes que llenaban la platea y los palcos estiraban el cuello para ver mejor, gritando y aplaudiendo. El director de orquesta, desde su podio, ayudó a que el caballero le entregara el regalo a la cantante y se ajustó su pajarita blanca. Vronski echó a andar por el centro de la platea y, deteniéndose, miró a su alrededor. El ambiente le resultaba familiar y habitual: el escenario, el bullicio, la conocida, aburrida y abigarrada legión de espectadores que abarrotaba el teatro. No había ningún robot Categoría III. No se veía ningún querido compañero sentado junto a su amo o ama, proyectando una luz favorecedora, yendo a por unos prismáticos y encendiendo cigarrillos. Había multitud de gente —uniformes y levitas negras, la sucia chusma del gallinero, y, en los palcos y las primeras filas, las personas «de verdad», pertenecientes a la alta sociedad—, pero no se veía un solo robot moviéndose entre ellos.

Al menos, eso le pareció al conde Vronski.

Aún no había visto a Ana. Evitó mirar hacia donde estaba sentada. Pero sabía, por la dirección de las miradas de la gente, dónde se hallaba. Se volvió discretamente, pero sin tratar de localizarla; temiéndose lo peor, buscó con los ojos a Alexéi Alexándrovich, y comprobó con alivio que esa noche no había acudido al teatro.

—¡Qué poco queda en ti del militar! —observó su amigo Serpujosvkoi—. Pareces un diplomático, un artista o algo por el estilo.

—Sí, cuando me pongo una levita es como si regresara a casa —respondió Vronski sonriendo y activando sus prismáticos con unos clics.

—En cualquier caso, reconozco que te envidio. Cuando regreso del extranjero y me pongo esto —dijo Serpujovskoi tocándose las charreteras—, echo en falta mi libertad.

Serpujovskoi había abandonado hacía tiempo toda esperanza de que Vronski hiciera una carrera brillante, pero seguía inspirándole la misma simpatía, y ahora se mostraba especialmente cordial con él.

—¡Es una lástima que no llegaras a tiempo para ver el primer acto!

Vronski, que le escuchaba a medias, alzó los prismáticos desde la platea hacia los palcos. Junto a una señora con un turbante y un anciano calvo, que a través de los prismáticos parecía gesticular furioso, vio de pronto la cabeza de Ana, orgullosa y muy bella, envuelta en el resplandor perlado de Androide Karenina, el cual dibujaba unas intrincadas sombras a través del encaje de su cuello. Ocupaba el quinto palco, a veinte pasos de él. Estaba sentada en primera fila y, volviéndose un poco, dijo algo a Yashvin. La postura de su cabeza sobre sus hermosos y amplios hombros, el contenido entusiasmo y el brillo de sus ojos y todo su rostro le recordó el aspecto que ofrecía cuando la había visto en el baile en Moscú. Pero su belleza le producía ahora un efecto distinto. En sus sentimientos hacia ella no había ningún elemento de misterio, de forma que su belleza, aunque le atraía con más intensidad que antes, le producía una sensación de perjuicio. Ana no le miraba, pero Vronski tuvo la impresión de que le había visto.

Cuando dirigió de nuevo los prismáticos hacia allí, vio que la princesa Várvara, amiga de Ana, tenía el rostro arrebolado y reía de forma poco natural al tiempo que miraba hacia el palco contiguo. Ana, cerrando su Abanico/6/I y golpeando el terciopelo rojo con él, miraba hacia otro lado sin ver, porque era evidente que no deseaba ver lo que ocurría en el palco vecino al suyo. El rostro de Yashvin mostraba la expresión que era habitual en él cuando perdía a las cartas. Con el ceño fruncido, se mordía con energía el extremo izquierdo del bigote mientras miraba de refilón el palco contiguo.

En ese palco estaban los Kartasov. Vronski los conocía, y sabía que Ana era amiga de ellos. Madame Kartasov, una mujer menuda y delgada, se hallaba de pie en el palco, y, de espaldas a Ana, se estaba poniendo la capa que le sostenía su marido. Tenía el semblante pálido y furioso, y hablaba con tono exaltado. Kartasov, un hombre gordo y calvo, no cesaba de volverse para mirar a Ana mientras trataba de calmar a su esposa. Cuando ésta abandonó el palco, el marido se quedó unos momentos, tratando de captar la atención de Ana, con el evidente deseo de saludarla. Pero ella, con inequívoca intención, evitó mirarlo y siguió hablando con Yashvin, cuya cabeza de cabello corto estaba inclinada hacia ella.

Vronski no comprendía con exactitud lo que había ocurrido entre los Kartasov y Ana, pero dedujo que había sucedido algo que la había humillado. Lo dedujo por lo que había visto, y sobre todo por el rostro de Ana, quien, según pudo observar, hacía acopio de toda su entereza para desempeñar el papel que había asumido. Lo cierto es que había logrado mantener esta actitud de aparente compostura. Cualquiera que no la conociera a ella y su círculo, que no hubiera oído todos los comentarios de las mujeres expresando conmiseración, indignación y asombro por su valor al mostrarse en público, y de forma tan llamativa con sus encajes y su belleza, y la osadía de exhibir a su Categoría III en semejantes circunstancias, habría admirado la serenidad y belleza de esta mujer, sin sospechar que padecía las sensaciones de una persona en el cepo.

Sabiendo que había ocurrido algo, aunque sin saber qué, Vronski sintió una angustiosa inquietud, y confiando en averiguar lo sucedido se dirigió al palco que ocupaba Ana. Abriéndose paso a través del pasillo lateral hacia ella, se sobresaltó al toparse con el coronel de su regimiento, que conversaba con dos extraños.

El coronel le saludó con afable cordialidad y se apresuró a presentarle a los otros. Se trataba de hombres jóvenes que lucían un elegante corte de pelo bajo sus gorras militares y que tenían los pómulos marcados y unos ojos fríos de color verde gris.

—Disculpen, caballeros, pero tengo prisa. Buenas noches, señor —dijo Vronski secamente, ignorando a los dos extraños y dirigiéndose sólo a su viejo amigo, el coronel. Pero en lugar de apartarse para dejarlo pasar, formaron un apretado círculo a su alrededor, charlando jovialmente.

—¡Ah, Vronski! ¿Cuándo vendrá al regimiento? No dejaremos que se escape sin una cena. Forma parte del viejo grupo —dijo uno de los hombres.

Pero mientras sonreía con educación, alzando la vista para mirar el palco de Ana y tratando de pasar, el conde observó que los tres, inclusive su viejo amigo el coronel, no lucían el uniforme de color bronce de su regimiento, sino uno del color azul vivo de los Soldados de Juguete. Se volvió de espaldas a ellos, rogando al coronel en silencio que le dejara pasar… y al fijar la vista en los hermosos y redondos ojos del militar, se percató alarmado de que no era su viejo amigo.

El rostro era casi idéntico —la misma mandíbula pronunciada, la misma sotabarba, el mismo hirsuto bigote negro—, pero era un ingenioso simulacro de la fisonomía de su amigo, no el auténtico.

Vronski retrocedió.

—No puedo detenerme, lo lamento, nos veremos en otra ocasión —dijo, tratando de nuevo de liberarse, de subir la alfombrada escalera que conducía al palco de Ana.

—Nada de eso —respondió con tono afable el coronel que no era tal—. Insistimos. —Uno de los otros soldados sonrió, como si se dispusiera a invitar a Vronski a una copa o a una partida de Flickerfly—. A propósito, el protocolo de ajuste está a punto de completarse. Es extraño que aún no hayan recogido a su Categoría III.

—¡En efecto! —dijo el tercer soldado—. ¡Debemos subsanar de inmediato esta situación!

Lupo emitió un sonido sibilante y enseñó los dientes. Vronski farfulló unas palabras de protesta mientras movía discretamente la mano izquierda, oculta por la capa, hacia su cinturón. Pero el gesto no fue tan discreto como suponía.

—Eso no está bien, excelencia —dijo el «coronel» sonriendo—. Nada bien.

El rostro del militar asumió un aspecto borroso y en un angustioso instante fue sustituido por una máscara negra y plateada repleta de engranajes y mecanismos. Vronski gritó sobresaltado al tiempo que los otros experimentaban la misma grotesca transformación: la piel de sus semblantes se desprendió y quedó a la vista no la carne que había debajo, sino unos mecanismos —engranajes girando dentro de otros engranajes, pequeños pistones funcionando con precisión, unas ruedecillas que no cesaban de girar—; todo ello con el aspecto aproximado de un rostro humano, pero del material con que estaban construidos los robots.

—Santo Dios —alcanzó a decir el conde antes de que una lengua de fuego surgiera del espacio donde el coronel tenía la boca, mejor dicho, del lugar donde hacía unos instantes estaba su rostro. Vronski se agachó en el último momento y la llamarada le alcanzó en la coronilla. Soltó un grito de dolor, percibiendo el olor a chamuscado de su carne y su pelo, y sacó la pistola para abrir fuego. Lupo se abalanzó hacia delante sobre sus recias patas traseras y aterrizó en el pecho de uno de los falsos soldados, clavando sus colmillos de groznio en la nuez de groznio de éste. El robot lanzó un alarido y cayó gimiendo debido al dolor que al parecer sentía, mientras Lupo forcejeaba con él y le mordía en el cuello.

Distraídamente, Vronski oyó los gritos aterrorizados de los otros asistentes; esquivó un segundo disparo y, rodando por el suelo, se ocultó detrás de una butaca de terciopelo rojo y abrió también fuego. El falso coronel esbozó una mueca de dolor al absorber una descarga cerrada capaz de matar a un ser humano de carne y hueso.

Vronski soltó una palabrota y de pronto oyó al tercer soldado, situado al otro lado del palco, pronunciar una frase común y corriente que le chocó.

—Ven, chico —dijo agachándose y dándose unas palmadas en las rodillas—. Ven, Lupo.

Esquivando un tercer disparo de su antagonista, Vronski estuvo a punto de echarse a reír ante la absurda estratagema, hasta que vio que Lupo había soltado el cuello de uno de los robots y echaba a trotar, fascinado, hacia el otro.

—Pero ¿qué demonios…?

Sobre el asiento cayó una nueva descarga, que el conde logró esquivar de milagro, y disparó su pistola contra el orificio en el rostro del falso coronel, pero se distrajo de nuevo, esta vez al oír unos disparos sobre él.

El palco de Ana.

—¡No! —gritó.

Alzó la vista y vio a otros dos Soldados de Juguete con sus elegantes uniformes azules, pistola en mano y apuntando a Ana en el corazón. Y al obeso y estúpido Kartasov, que aunque hacía unos minutos no presentaba mayor amenaza que la desaprobación de la sociedad, ahora también mostraba su rostro negro y plateado de robot, cuyos mecanismos no cesaban de girar, al tiempo que del hueco de la boca surgía como un remolino una malévola columna de humo negro azulado.

La siniestra nube avanzaba serpenteando, no hacia Ana, según comprobó Vronski con cierto alivio, sino hacia Androide Karenina; su sensación de alivio duró sólo hasta que Ana saltó temerariamente hacia delante, interponiéndose entre la extraña nube y su querida compañera.

No debí dejarla asistir a la ópera. ¿Por qué la dejaría venir?

Maldiciendo, el conde saltó de detrás de la barricada formada por la hilera de asientos y dirigió su disparo más mortífero contra el coronel robot, haciendo que las trayectorias de sus dos pistolas se cruzaran en una feroz descarga con la que sabía que agotaría su munición, creando un patrón de fuego tan potente que técnicamente se arriesgaba a enfrentarse a un consejo de guerra por utilizarlo en el interior de un edificio; eso es lo que menos me preocupa, pensó secamente, observando con satisfacción cómo el torso del robot se derretía formando una viscosa masa.

Echó a correr hacia la puerta del palco cuando oyó tras de sí un lastimero aullido. ¡Maldita sea!, pensó. Lupo. Al parecer, el hombre-máquina vestido con el uniforme azul había conseguido atraer a su fiel amigo casi hasta él, simplemente mirándolo a los ojos y llamándolo. Vronski vio horrorizado que el Soldado de Juguete empuñaba una larga y siniestra cimitarra de groznio como la que había visto utilizar para destruir a los robots Categoría III con forma animal de manera expeditiva e irrevocable. Oprimió los gatillos de sus pistolas, sabiendo que era inútil; su maniobra anterior había agotado los cartuchos y las pistolas eran unas armas muertas en sus manos.

—¡Detente! —gritó a Lupo—. ¡Detente, chico!

Pero el lobo, atrapado por el misterioso poder del resplandor que emitían los falsos ojos del soldado, siguió avanzando hacia su perdición.

Con un movimiento rápido y desesperado, Vronski activó su látigo caliente y golpeó con él los sensores auditivos de su Categoría III. Al instante, el lobo quedó cegado, el cruel maleficio se rompió y Vronski lo tomó bajo el brazo… Pero ahora se enfrentaba, desarmado, al Soldado de Juguete. Su adversario sin rostro alzó la reluciente cimitarra de groznio, dispuesto a atacar…

De pronto Ana Karenina y su acompañante robot, uniendo las manos en unos poderosos puños, golpearon al soldado desde el palco situado más arriba. El robot cayó, y Vronski, sosteniendo aún al pobre y ciego Lupo bajo el brazo, echó a correr hacia la mujer y la mujer-máquina.

—¿Estás herida?

—No tan malherida como ellos —se apresuró a responder Ana, frotándose la pierna mientras se alisaba las faldas y trataba de incorporarse. Vronski miró hacia el palco y vio a los dos soldados desplomados sobre la balaustrada como juguetes rotos, y al robot Kartov con la cabeza arrancada de cuajo.

—¿Cómo…? —preguntó, pero Ana le interrumpió.

—Debemos irnos, Alexéi. —Señaló al Soldado de Juguete que yacía en el suelo, cuyo rostro-máquina, que en el momento del disparo había quedado desactivado, emitía un zumbido y unos destellos que indicaban que había vuelto a ponerse en marcha.

El soldado mecánico se levantó de un salto, lanzó un furioso sonido sibilante y alzó su reluciente espada… Pero fue atacado de nuevo, esta vez por un gigantesco animal, semejante a la alucinación de un loco de un lagarto selvático, erguido sobre él, provisto de numerosos ojos amarillo grisáceos y el largo y afilado pico de un ave de presa. El infrahumano pico del monstruo traspasó el vientre de groznio del Soldado de Juguete, mientras sus feroces garras se cerraban alrededor de los brazos y las piernas del hombre-máquina.

—Cielo santo, es… es… —balbució Vronski.

—Es nuestra oportunidad, Alexéi —exclamó Ana—. ¡Por lo que más quieras, corre!

Este alienígena fue el primero de muchos.

Docenas y docenas de alienígenas irrumpieron en una gigantesca y temible horda en el Teatro de la Ópera de San Petersburgo, retorciéndose, gruñendo, babeando; con sus gigantescas cabezas de reptil cubiertas de globos oculares; sus morros ásperos e irregulares, rematados por unos picos afilados como cuchillas; sus mortíferas garras, que no cesaban de agitar; sus largas y escamosas colas; arrastrándose por las mullidas alfombras, lanzando agudos y penetrantes aullidos mientras se deslizaban a gran velocidad por los pasillos de la platea.

Pero el Vox Catorce estaba bien defendido, más de lo que nadie imaginaba: al parecer los Soldados de Juguete, unos robots con forma humana, se hallaban en todo el teatro. Cuando Vronski y Ana echaron a correr hacia las salidas, buena parte de los espectadores que abarrotaban la Ópera resultaron ser robots: maridos, esposas, soldados, cantantes… Centenares de falsos seres humanos, que el Ministerio de Seguridad había ocultado entre los miles de asistentes. Más tarde comprendieron que debían de hallarse por doquier. Bajo la atónita mirada de sus compañeros, sus rostros temblaban, se hacían borrosos y desaparecían, sustituidos por los mortíferos rostros-armas de los Soldados de Juguete, que se unieron al combate contra los Ilustres Visitantes.

Pero como suele ocurrir en un combate desde los tiempos de los griegos y los romanos, quienes no tenían arte ni parte en el conflicto fueron quienes sufrieron daños más graves; mientras los Soldados de Juguete robóticos defendían el Vox Catorce petersburgués del ataque de los invasores alienígenas, fueron los seres humanos quienes murieron. Los robots disparaban contra los alienígenas y los humanos quedaban atrapados en el fuego cruzado; los alienígenas atacaban a los robots con sus garras y sus picos y destrozaban a seres humanos. Ni uno entre diez consiguió salvarse; ni uno entre diez logró huir del destello abrasador de la pistola o las afiladas garras de la bestia-lagarto, ni de los tacones de las botas de otros espectadores en su desesperado intento por escapar.

Por la mañana el escenario del Vox Catorce apareció cubierto de sangre y cadáveres, los pasillos sembrados de trozos de carne de los alienígenas, el foso de la orquesta lleno de metralla de groznio y alambres retorcidos. Pero Ana Karenina y el conde Alexéi Kiríllovich Vronski hacía mucho que habían logrado escapar.

Cuando las primeras luces del amanecer se deslizaron sobre las repisas de las ventanas y penetraron en sus habitaciones alquiladas, Ana se apresuró a hacer el equipaje. Se habían convertido en fugitivos, y ambos lo sabían. Tenían que forjarse una nueva vida, buscar un nuevo lugar de residencia; al margen de la amenaza de los alienígenas, ella y Vronski se habían ganado el estatus de prófugos, de fugitivos de la nueva y extraña sociedad que se estaba creando bajo el liderazgo, pensó Ana con horror, de su marido.

Cuando Vronski fue a verla, Ana llevaba puesto el mismo vestido que había lucido en el teatro mientras arrojaba frenéticamente sus cosas en una maleta; conforme caía en ella una nueva prenda, Androide Karenina la recogía, la doblaba cuidadosamente con sus ágiles dedos y volvía a colocarla de forma ordenada.

—Ana —dijo Vronski apasionadamente—. He estado a punto de perderte.

—¡Sí, tú tienes la culpa de todo! —contestó ella con lágrimas de desesperación y odio en la voz.

—Te rogué, te imploré que no fueras, sabía que sería desagradable…

—¡Desagradable! —exclamó ella—. ¡Fue espantoso! Esos hombres…

—¡Robots, Ana, son robots!

—¿Crees que no lo sé? No lo olvidaré mientras viva. Pero te aseguro, Alexéi, que esos malvados soldados robots y esas bestias sanguinarias apenas eran mejores que la expresión de desprecio de Madame Kartasov y su marido.

—A decir verdad, Kartasov también era un robot.

Ana frunció el ceño y prosiguió con sus febriles preparativos de marcha.

—Olvídalo, olvida todo —dijo Vronski paseándose arriba y abajo, seguido por Lupo—. Tenemos cosas más importantes en que pensar.

—Detesto tu serenidad. No debiste colocarme en esta situación. Si me amaras…

—¡Ana! ¿Qué tiene que ver mi amor con esto?

—¡Si me amaras, como yo te amo, si te sintieras tan atormentado como yo…! —dijo ella mirándole con una expresión de terror.

Pese a estar enojado, se compadecía de ella. Le aseguró que la amaba porque vio que era el único medio de calmarla, y aunque no se lo reprochó de palabra, en su corazón le reprochaba lo ocurrido. Le habló con tono conciliador de un lugar que conocía, donde podían estar juntos y a salvo, al menos de momento, junto a sus autómatas Categoría III.

Ana aceptó con avidez las afirmaciones de su amor, que a él le parecían tan vulgares que le avergonzaba pronunciarlas, y poco a poco se fue calmando. Una hora más tarde, ya reconciliados, ellos y sus maltrechos pero queridos compañeros partieron para el campo.

Retorciéndose, gruñendo, sus gigantescas cabezas de reptil cubiertas de globos oculares, los alienígenas irrumpieron en el Teatro de la Ópera.

Androide Karenina
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