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En cierta ocasión, años atrás, Levin había ido a echar un vistazo a los trabajos que se llevaban a cabo en la mina de groznio, y enfureciéndose al comprobar el deteriorado estado del principal Excavador/8/II, y por no haber sido informado por el holgazán mécanicien que había contratado, recurrió a lo que se había convertido en su método favorito para recuperar su buen humor: tomó un pico (como los que los labradores utilizaban antaño) del sótano de su casa, se colocó un casco con una luz, bajó al fondo de la mina en el enorme montacargas neumático, eligió un túnel de extensión, penetró en la densa oscuridad y se puso a excavar.

Ese trabajo le gustaba tanto que desde entonces había participado varias veces en las tareas de extracción. Ese año, desde comienzos de la primavera, acariciaba el plan de pasar una jornada entera excavando con los hábiles Pitbots, los Refulgentes Scrubblers y los infatigables Extractores/4/II que trabajaban en su mina de groznio.

—Debo hacer ejercicio físico si no quiero que se me agrie el carácter —anunció un día primaveral a su fiel Sócrates, que estaba ocupado con la ingente tarea de tabular los recibos y rellenar los formularios del Ministerio referentes a la excavación y extracción de esa temporada—. Imagino que la extracción primaveral está en pleno apogeo. Mañana empezaré a trabajar en la mina.

Sócrates alzó la cabeza y miró con curiosidad a su amo.

—¿Excavar como un Pitbot? ¿Durante todo el día?

—Sí, es muy agradable —respondió Levin.

Un ejercicio magnífico, salvo que apenas podrá aguantarlo —contestó Sócrates sin ironía.

—No lo creo. Es muy placentero, y al ser un trabajo tan duro, no tienes tiempo de pensar en ello.

A la mañana siguiente, Konstantín Levin se levantó más temprano que de costumbre, pero se entretuvo repasando los comunicados del Departamento de Administración de Groznio del Ministerio, y cuando llegó a la mina y se colocó las gafas, la bombona de aire, el traje revestido de plomo y las botas de gruesas suelas, los mineros ya se hallaban en el punto de descenso.

Levin se detuvo en el borde exterior del cráter, observando su preciado agujero en la tierra. El cráter y la tierra debajo de él constituían un vasto yacimiento de grandes cantidades de groznio, el metal prodigioso, la sangre de la vida rusa. Pero antes de ser transformado en artefactos de todo tipo y tamaño, tenía que ser extraído por los picos mecánicos de los Pitbots y las palas de los imperturbables Extractores, que lo arrancaban de allí donde yacía sepultado a lo largo de los muros de los túneles, o de donde se acumulaba en gruesos pedruscos en las escarpadas paredes de roca; cada pepita de groznio era más valiosa que un diamante.

Sujetándose en el borde del montacargas mientras descendía, Levin contempló las numerosas entradas de los túneles en la pared opuesta de la mina, de las cuales entraban y salían como hormigas sus queridos y toscos robots Categoría II, acarreando sus cubos y picos con sus recios accionadores finales. Esperó impaciente, ardiendo en deseos de ponerse a trabajar, mientras el montacargas descendía lentamente, centímetro a centímetro, antes de depositarlo en el fondo de la mina.

Desde el punto de descenso, bajó apresuradamente por la pared del cráter hacia el corazón de la mina y se vio rodeado de un enjambre de diligentes máquinas de minería a cielo abierto, dispuestas a perforar la tierra. Los Pitbots de color gris plomo, salvo en los lugares donde estaban cubiertos del mineral; los Refulgentes Scrubblers emitiendo su célebre resplandor subterráneo de un rojo turbio; y los Extractores, pesados como tanques, moviéndose como vagones «inteligentes», con unos artilugios semejantes a palas acoplados a sus placas faciales. Levin contabilizó un total de cuarenta y dos robots.

Cuando se incorporó a la hilera de robots, éstos se dividieron en una docena o más de pequeños grupos, diseminándose por el suelo de la mina y penetrando en pequeños túneles laterales donde se hallaba la mayor cantidad de mineral extraíble. Levin se unió a un pequeño y diligente grupo que avanzaba lentamente hacia un precario túnel, recién excavado, que descendía desde el laberinto de entradas de túneles y penetraba en el sulfúreo corazón de la mina. Reconoció a algunos de sus robots, a muchos de los cuales había puesto nombre su viejo padre, cuando era el amo y señor de la mina: ahí estaba el viejo Yermil, un Pitbot abollado con una placa frontal muy larga y blanca, agachado y dispuesto a clavar su pico en la tierra; ahí un modelo más reciente, Vaska, arrancando el mineral de la pared de la mina con amplios movimientos. También vio a Tit, un androide menudo y delgado, cuyas finas puntas de los dedos estaban construidas para limpiar las grietas y rendijas. Tit encabezaba el grupo, excavando la pared del túnel sin doblar el espinazo, como si jugara con el pico.

Portando su viejo pico e iluminando la penumbra de la cueva con su linterna, Levin se acercó a él, que al ver a su amo emitió unos respetuosos gorgoritos. Acto seguido extrajo un pico de su torso, más apropiado para la tarea que iban a acometer, y se lo entregó.

Como una navaja, señor —dijo Tit—. Corta como una navaja de barbero.

Levin tomó el pico y golpeó tres veces la pared del túnel con él antes de declarar que estaba preparado para comenzar. Todos los robots se quedaron mirándolo fijamente hasta que un Scrubbler de elevada estatura, situado junto a Levin, inclinó su cuerpo que emitía un resplandor rojizo en una respetuosa reverencia.

Mire aquí, amo —farfulló el Scrubbler con expresión de disculpa en el curioso argot de los robots Categoría II subterráneos—. Mire aquí, mire aquí, mire aquí. Una vez que se una a nosotros, no hay vuelta atrás.

—No me volveré atrás —respondió él situándose detrás de Tit y esperando el momento de comenzar. Tit se apartó para hacerle sitio y Levin empezó a golpear la pared con su pico. En esta zona la pared de la mina estaba cubierta de trozos de groznio incrustados, tan grandes y relucientes que parecían mirarte como guiñándote el ojo, rogándote que los liberaras. Pero Levin sabía que era más complicado de lo que parecía, que el mineral no se desprendía con facilidad de la pared, que había que manejar el pico con fuerza e inclinarlo en un ángulo preciso para clavarlo en la pared. El Extractor/4/II del grupo, apodado Viejo Gregory, avanzó con rapidez, sus ruedas deslizándose laboriosa y diligentemente sobre el accidentado y pedregoso sendero, sus accionadores provistos de cepillos e imanes para recoger el precioso polvo que quedaba después de extraer los grandes pedruscos. Los Pitbots trajinaban con eficiencia detrás del Extractor, arrancando o recogiendo los fragmentos de groznio que el Viejo Gregory, con sus amplios movimientos, pasaba por alto.

Durante los primeros momentos, Levin, que hacía tiempo que no había realizado trabajos en la mina y le desconcertaba que las curiosas lentes de los robots estuvieran fijas en él, trabajó con torpeza, por más que utilizaba el pico con energía. De pronto oyó unos comentarios mecánicos a su espalda:

«No se coloca bien…».

«Sostiene el mango demasiado alto…».

«Tiene que inclinarse demasiado…».

«Clavará el pico en un punto caliente…».

—Dejadlo estar, lo hará muy bien —replicó Tit con aspereza, y Levin sintió una profunda afinidad con el pequeño Pitbot, una sensación que le dejó perplejo, habida cuenta que la máquina era un Categoría II.

Con cada paso que avanzaban, el túnel se hacía más estrecho y oscuro; Levin siguió a Tit, esmerándose al máximo. Avanzaron cien pasos. Tit siguió adelante, sin detenerse, sin dar muestras de cansancio, pero Levin empezó a temer que no podría seguir el ritmo impuesto por el otro, pues estaba agotado.

Cada vez que alzaba su pico tenía la sensación de que iban a fallarle las fuerzas, y decidió pedir a Tit que se detuvieran. Pero en ese preciso momento el Categoría II se paró por iniciativa propia, e inclinándose hacia delante, frotó su pico y empezó a afilarlo en la piedra de amolar que llevaba incrustada en el antebrazo. Levin se enderezó y, tras respirar hondo, miró a su alrededor. A su espalda vio a otro Pitbot dirigirse hacia ellos, que se paró en seco antes de llegar junto a él y se puso a afilar también su pico. Cuando Tit terminó de afilar su herramienta y la de su amo, siguieron avanzando. La siguiente vez ocurrió lo mismo. Tit continuó adelante manejando su pico con energía, sin detenerse, sin desfallecer. Levin le seguía, procurando no quedarse rezagado, pero cada vez le costaba mayor esfuerzo; cuando sentía que le fallaban las fuerzas, en ese preciso momento Tit se detenía y afilaba los picos.

Quedó maravillado por la sensibilidad de sus robots Categoría II, y por su avanzado diseño; los circuitos de Tit estaban diseñados para adaptarse a las necesidades de los otros obreros autómatas de su grupo, para apoyarse unos a otros mientras trabajaban juntos en la penumbra iluminada por los Scrubblers. Y puesto que hoy su amo trabajaba con ellos, Tit le trataba automáticamente como a otro miembro de su grupo, soportando con paciencia su lentitud y (comparada con los robots) su escasa fuerza.

Por fin completaron el primer túnel. Esta primera sección le pareció a Levin extremadamente dura: cuando el túnel terminó de forma abrupta, los operarios mecánicos retrocedieron sobre sus pasos hacia el punto de descenso y bajaron por un segundo túnel para continuar su labor. Lo que más alegró a Levin fue saber que ahora podría resistir.

No pensaba en nada, no deseaba nada, salvo que los robots no le dejaran atrás, y realizar su tarea lo mejor posible. No oía más que el impacto de metal sobre la roca y el constante y monótono zumbido emitido por el Viejo Gregory. Vio ante sí la figura erguida de Tit golpeando la pared con su pico, arrancando los gruesos pedazos del mineral.

Qué raro, se dijo Levin, pensar que hace siglos esta tierra estaba intacta, sin túneles ni minas que estropearan el paisaje, cubierta sólo por campos sembrados de trigo cuyas espigas se mecían con la brisa. Antes de que descubrieran el groznio, en los lejanos tiempos del zar, antes de que concibieran siquiera la idea de los robots, todo esto eran tierras de cultivo, y donde ahora se oía el ruido metálico de los picos y el zumbido del Extractor, antes se oía el murmullo de la hoz, las pisadas de las botas de los campesinos sobre la hierba y el incesante sonido de la siega. Ese trabajo, un trabajo duro y agotador, no era llevado a cabo por infatigables máquinas, sino por seres humanos. El trabajo que hoy había realizado Levin para divertirse, para aliviar su alma del exceso de energía, en aquellos tiempos constituía el trabajo cotidiano de miles y millones de rusos.

A Levin le costaba imaginárselo…; sin embargo, no podía por menos de pensar en el precio que su pueblo había pagado por la gloriosa transformación de la Edad del Groznio. Los robots han asumido la carga de nuestro trabajo, pero al mismo tiempo nos han arrebatado los beneficios de este trabajo: la fuerza moral y clarificadora de la disciplina, el dolor redentor del esfuerzo prolongado.

Tales eran los pensamientos que bullían en la mente de Konstantín Dmitrich mientras avanzaba a través de los túneles de su mina extrayendo el mineral incrustado en sus paredes. Túneles largos y cortos, con paredes fáciles y difíciles. Conforme las horas discurrían en la intensa oscuridad, Levin perdió toda noción del tiempo y no habría sabido decir si era tarde o temprano. Su trabajo empezó a experimentar un cambio, lo cual le procuró una inmensa satisfacción. Mientras trabajaba, en algunos momentos se olvidaba de lo que hacía y todo le resultaba fácil, y en esos momentos la pared que golpeaba con su pico le parecía casi tan lisa y bien trabajada como las de los robots.

Mientras seguían descendiendo bajo tierra, y el calor se intensificaba hasta que Levin tuvo la sensación de hallarse en un horno, el trabajo de extraer el mineral ya no le pareció tan duro. El sudor que empapaba su cuerpo le refrescaba, al tiempo que el destello rojizo del Refulgente Scrubbler parecía prestar vigor y tenaz energía a sus esfuerzos; esos momentos de inconsciencia, durante los cuales no pensaba en lo que hacía, se repetían cada vez con mayor frecuencia. El pico se clavaba solo. Eran unos momentos felices. Pero aún más deliciosos fueron los que pasó junto a un refrescante arroyo subterráneo. El viejo Tit lavó su pico en las aguas turbias, cogió un poco de agua con un cazo de hojalata y ofreció a Levin un trago.

Los humanos experimentan sed, ¿verdad? —preguntó—. ¿De agua?

Lo cierto es que Levin nunca había bebido un licor tan delicioso como esa agua fría y negra en cuya superficie flotaban unas relucientes motas violáceas de groznio, y el sabor de orín del cazo de hojalata. A continuación se produjo un momento no menos placentero, cuando echó a andar lenta y pausadamente, con la mano apoyada en el pico, enjugándose el sudor que le caía a chorros, respirando hondo a través de su bombona de oxígeno y observando la larga hilera de mineros autómatas que avanzaban a través de su oscuro universo subterráneo.

Conforme pasaba el tiempo y Levin seguía excavando a mayor profundidad bajo tierra, con más frecuencia experimentaba esos instantes de inconsciencia en los que le parecía que no eran sus manos las que manipulaban el pico, sino que éste se movía solo, un cuerpo pletórico de vida y conciencia; y el trabajo parecía realizarse solo, de forma sistemática y correcta, como por arte de magia, sin que él pensara en lo que hacía. Éstos eran los momentos más gratos. Levin sospechó que en parte esa grata sensación se debía a la falta de oxígeno, y respiró más profundamente a través de su bombona de aire.

Cuando por fin salió del túnel, la deslumbrante luz del día le hizo pestañear. Miró el suelo del cráter y todo estaba tan cambiado, que apenas reconoció el lugar. Mientras se hallaba en las entrañas de la mina, las máquinas de minería a cielo abierto habían transformado el suelo del cráter en una cadena de montaje en la que se llevaba a cabo una febril actividad, donde los cubos que contenían el mineral extraído eran en primer lugar pesados por una eficiente báscula Categoría I, luego embalados por los hábiles accionadores finales de los Empaquetadores/97/II, y por último trasladados por las cintas transportadoras, a lo largo de un centenar de metros, desde la entrada del túnel hasta los montacargas. El suelo del cráter parecía la bulliciosa y alegre planta de una fábrica, donde las máquinas y los Pitbots se comunicaban mediante alegres zumbidos y pitidos, maniobrando alrededor de los Extractores en estado de suspensión y de los diligentes Empaquetadores, mientras la cinta transportadora llevaba el groznio recién extraído a los hornos de fundición.

La envergadura del trabajo realizado por cuarenta y dos máquinas era excepcional. Pero Levin deseaba extraer la máxima cantidad de groznio ese día, y se enojó cuando el sol comenzó a declinar en el cielo. No sentía el menor cansancio; tan sólo deseaba entrar en otro túnel, empuñar su pico de nuevo y extraer tanta cantidad de mineral como fuera posible.

Pero la jornada de trabajo concluyó de forma imprevista, cuando desde el fondo de la mina se oyeron unos estallidos consecutivos. Todo indicaba que un Pitbot averiado había golpeado en un «punto caliente», una pequeña bolsa de groznio muy concentrado mezclado con nitratos, y el impacto había causado una explosión. Los robots salieron apresuradamente, las luces rojas parpadeando sobre sus cabezas, los cláxones sonando; todos trataron de escapar del peligro cuanto antes de acuerdo con las Leyes de Hierro de autoconservación.

Levin se unió a la multitud que corría a toda velocidad hacia la ladera del cráter; trepó por el terraplén sujetándose con manos y pies, atrapado entre una multitud de robots que ascendían a sus costados sobre sus recios pies metálicos. Cuando alcanzó la mitad de la ladera del cráter, se volvió y vio una gigantesca nube de polvo que surgía del interior de los túneles; vio que la pared opuesta del cráter se quebraba provocando un alud, al tiempo que la tierra temblaba debido a la potencia de la explosión de la mina; vio al Viejo Gregory abandonar automáticamente su estado de suspensión, pero sus gruesos pies le impedían apresurarse para huir del gigantesco alud, y quedó sepultado bajo un montón de piedras y escombros.

Levin se volvió, entristecido, y siguió trepando para ponerse a salvo. Era difícil escalar la empinada ladera del cráter. Pero esto no inquietó al viejo Tit, que se hallaba junto a él. Esgrimiendo su pico como de costumbre, moviendo los pies embutidos en unas enormes fundas metálicas, paso a paso, pero con firmeza, trepaba lentamente por la empinada cuesta, y aunque por poco se desprendió un tornillo de su placa frontal y todo su cuerpo temblaba debido al esfuerzo, siguió avanzando al tiempo que recogía los pequeños fragmentos de groznio que encontraba en su camino, pues estaba programado para ello. Éste era el propósito de su existencia.

Levin, que le seguía, hizo lo propio; en varias ocasiones temió despeñarse, mientras trepaba ayudándose con un pico por la abrupta ladera del cráter, que le habría resultado más difícil escalar sin ayuda de esa herramienta. Pero continuó trepando e hizo lo que debía. Le parecía como si una fuerza externa le propulsara.

Los robots se movían a su alrededor: los Pitbots, los Refulgentes Scrubblers, los Extractores. Levin contabilizó un total de cuarenta y dos.

Androide Karenina
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