ANTE EL PALACIO DE MENELAO EN ESPARTA[576]
[Aparece Helena junto con un coro de troyanas cautivas.
Pantalis como corifea.]
HELENA. Muy admirada y muy censurada, Helena,[577]
de la playa vengo yo, a la que ha poco arribamos,[578]
ebria aún por el mecerse agitado
del oleaje que hacia aquí desde la llanura frigia[579]
sobre su erizada cresta, gracias al favor de Poseidón
y la fuerza de Euro,[580] a las calas patrias nos trajeron.
Allá abajo celebra ahora el rey Menelao
el regreso junto con sus más valientes guerreros.
Mas dame tú la bienvenida, noble casa,
que mi padre Tindáreo[581] cerca de la ladera
de la colina de Palas[582] a su retorno construyó,
que, cuando yo aquí como hermana con Clitemnestra,[583]
y con Cástor también y con Pólux, crecía jugando dichosa,
adornó él con más brillo que ninguna otra casa de Esparta.
¡Yo os saludo, alas de las broncíneas puertas!
A través de vuestra ancha apertura que a entrar invita,
sucedió un día que Menelao, escogido entre muchos,
radiante a mi encuentro vino en calidad de prometido.
Vuélvemelas a abrir, para que un imperioso mandato
del rey fielmente cumpla, como conviene a una esposa.
¡Dejadme entrar! Y que tras de mí quede todo
cuanto hasta este punto me arrojó fatalmente.
Pues desde que libre de cuidados estos umbrales dejé
para visitar el templo de Citerea,[584] en pos de un deber sagrado,
mas allí un ladrón —el frigio— me raptara,
mucho ha acontecido que la gente a lo ancho y largo
de contar gusta, pero que no gusta de escuchar aquel
cuya historia fue amplificada hasta convertirse en fábula.
CORO.[585]
No desdeñes, ¡oh, noble mujer!
la honrosa posesión del mayor bien.
Pues sólo a ti se concedió la dicha más grande:
la fama de belleza, que sobre todo destaca.
Al héroe, su nombre le precede
y por eso marcha orgulloso;
pero incluso el hombre de más dura cerviz
se deja subyugar por lo bello y doblega su testa.
HELENA. ¡Basta! Hasta aquí he venido navegando con mi esposo
y ahora me ha ordenado que me adelante a su ciudad,
mas no soy capaz de adivinar qué idea puede esconder.
¿Vengo como esposa? ¿Vengo como reina?
¿Vengo como sacrificio[586] para expiar el amargo dolor del príncipe
y la contraria fortuna largo tiempo soportada por los griegos?
Conquistada he sido; si también soy prisionera, no lo sé.
Pues, en verdad, gloria y destino señalaron para mí los inmortales
de modo ambiguo, como sospechosos compañeros de la belleza
que incluso en este mismo umbral
a mi lado se alzan a modo de sombría y amenazadora presencia.
Pues ya en la cóncava nave raras veces me miraba
el esposo y tampoco profirió ni una palabra de aliento.
Sentado frente a mí, parecía meditar un mal designio.
Pero en cuanto alcanzó la profunda bahía del Eurotas[587]
y apenas el espolón de los naves primeras
la tierra había saludado, habló como por un dios inspirado:
«Que aquí desembarquen mis guerreros en buen orden
para que yo pase revista a sus hileras a la orilla del mar;
pero tú sigue avanzando, sigue remontando las sagradas
orillas del Eurotas, las fértiles vegas,
guiando a los corceles sobre el húmedo adorno de los prados
hasta que al fin llegues a la hermosa llanura
donde Lacedemonia,[588] antaño un vasto y fértil campo
rodeado de severas montañas, edificada fuera.
Entra luego en la regia casa de altas torres
y pasa por mí revista a las sirvientas que allí dejara
al marchar, y a la anciana y discreta ama.
Que ella te enseñe la rica colección de tesoros
tal y como tu padre la dejó y yo mismo amontoné
en la guerra y la paz y nunca dejé de acrecentar.
Encontrarás todo en buen orden, pues
éste es el privilegio del príncipe: hallar todo
cumplidamente cuando a casa regresa, todo
aún en su sitio tal como al marchar quedara.
Pues no dispone el sirviente de poder para alterar nada».
CORO.
Deleita ahora en ese hermoso tesoro
siempre acrecentado tu vista y tu pecho.
Pues la gala de las cadenas, el adorno de las coronas
allí reposan muy altivas creyendo ser gran cosa;
mas bastará que tú entres y las desafíes
para que en el acto se armen.
Mucho gusto yo de ver a la belleza en combate
contra el oro, las perlas y las piedras preciosas.
HELENA. Después, así prosiguió el mandato del señor:
«Una vez que hayas revisado todo por su orden,
toma tantos trípodes cuantos consideres necesarios
y también recipientes de los que el sacrificador
debe tener a su alcance para realizar el sagrado rito festivo:
los calderos, así como las vasijas y las redondas cráteras;
que el agua más pura del manantial sagrado
en las altas ánforas esté guardada; y también la seca madera
que rápido inflaman las llamas ten allí dispuesta;
y, finalmente, que tampoco falte un cuchillo bien afilado,
que todo lo demás lo dejo a tu cuidado».
Así habló, apremiándome a partir; mas nada
que aún aliente, con vida, me designa el que esto ordena,
nada que para honrar a los olímpicos él sacrificar quiera.
Esto da que pensar, pero ya más no quiero inquietarme
y todo abandono en manos de los altos dioses,
que ellos cumplen lo que mejor les parece,
y ya sea por los hombres como bueno o malo
juzgado, los mortales debemos soportarlo.
Ya alguna vez alzó el sacrificador la pesada cuchilla
sobre el cuello encorvado de la res consagrada
y no pudo consumarlo por ser impedido
por un próximo enemigo o la intervención del dios.
CORO.
Lo que suceder pueda, tu no lo imaginas;
¡oh reina, ve hasta allí
con buen ánimo!
Lo bueno y lo malo llegan
al hombre inesperados
y, aun anunciados, no nos fiamos.
Pues ¿no ardió Troya, no se alzó ante nuestros ojos
la muerte, una muerte ignominiosa?
¿Y no estamos aquí
acompañándote, sirviéndote con agrado,
contemplando un sol deslumbrante en el cielo
y lo más bello que hay sobre la tierra:
a ti, tan clemente con estas dichosas?
HELENA.
¡Sea lo que tenga que ser! Me aguarde lo que me aguarde, es mi deber
subir sin más dilación a la regia morada
de la que tanto tiempo estuve privada, a la que tanto añoré y casi perdí
pero que ahora vuelve a alzarse ante mis ojos sin que yo sepa cómo.
No me quieren hoy subir los pies con tanto ánimo
las empinadas gradas que de niña pasaba de un salto. [Sale.]
CORO.
¡Arrojad, oh hermanas,
tristes cautivas,
todo dolor a lo lejos!
Compartid la dicha de vuestra señora,
compartid la dicha de Helena,
que al hogar de la casa paterna,
aunque con pie que se rezaga
en su regreso, mas por eso aún más firme,
dichosa se acerca.
¡Alabad a los sagrados
dioses que la dicha restauran
y al hogar devuelven!
El que ha sido liberado
vuela como con alas
sobre lo más escarpado, mientras
el cautivo, rebosante de anhelo,
sobre las almenas de su cárcel
se consume extendiendo sus brazos.
Pero a ella la apresó un dios,
a la que lejos marchó,
y desde las ruinas de Ilión[589]
la volvió luego a traer aquí,
a la antigua casa paterna
nuevamente adornada,
para, tras innumerables
dichas y tormentos,
los viejos tiempos de juventud
volver a recordar ya renovada.
PANTALIS [como corifea]. Dejad ahora la senda alegre del canto
y dirigid la mirada a los batientes de las puertas.
¿Qué veo, hermanas? ¿No es la reina que regresa
con paso agitado y violento hacia nosotras?
¿Qué pasa, gran reina? ¿Qué has podido encontrarte
en las salas de tu casa, en lugar del saludo de los tuyos,
que tanto te ha perturbado? No lo ocultas,
pues veo la contrariedad escrita en tu frente,
una noble cólera que pugna con la sorpresa.
HELENA [conmocionada, que ha dejado las puertas abiertas].
No es propio de la hija de Zeus un temor vulgar[590]
y la mano ligera y huidiza del miedo no llega a tocarla;
mas el espanto, que surgido del seno de la antigua Noche
en el inicio de los tiempos, bajo multitud de formas,
como nubes ardientes salidas del abismo del fuego de la montaña,
todavía se alza y agita, también conmueve el pecho del héroe.
Así es como, de espantosa manera, las estigias divinidades[591]
han señalado hoy mi entrada en la casa, al punto que querría
alejarme del dintel tantas veces hollado y tanto tiempo anhelado
y marcharme de aquí como un huésped al que ya han despedido.
¡Mas no! Aunque he reculado hasta salir a la luz ya no
me empujaréis más allá, vosotras, potencias, quienesquiera que seáis.
Quiero meditar en la consagración, y luego, una vez purificada,
que la llama del hogar salude a la esposa lo mismo que al señor.
CORIFEA. Revela a tus sirvientas, oh noble señora,
a estas que respetuosas te asisten, con qué te has encontrado.
HELENA. Lo que he visto, con vuestros propios ojos lo veréis
si la antigua Noche de inmediato no ha vuelto a engullir
a su creación dentro de las profundidades de su seno prodigioso.
Mas, para que podáis saberlo, os lo diré con palabras:
cuando en el severo interior de la casa real
pensando en mi inmediato deber entré solemnemente,
me asombró el silencio que reinaba en los vacíos corredores.
Ningún eco de pasos afanosos llegaba
a mis oídos ni a mi vista señal alguna de presurosa diligencia,
y ni una sirvienta aparecía ni tampoco algún ama,
aunque normalmente a todos los extraños saludan amistosas.
Mas cuanto me acerqué al seno del hogar
pude ver junto al tibio rescoldo de las extintas cenizas,
sentada en el suelo, a una esbelta mujer envuelta en un velo,
que más parecía estar meditando que dormida.
Con acento de mando la conminé a volver al trabajo
creyendo que tal vez sería aquel ama que al marchar
la previsión de mi esposo de encargada había dejado;
pero siguió sentada y envuelta, completamente inmóvil.
Finalmente, ante mis amenazas, extiende su brazo derecho
haciendo gesto de que abandone el hogar y la sala.
Me vuelvo enojada y me encamino presurosa
a las gradas sobre las que el tálamo
adornado se alza y muy cerca la cámara del tesoro.
Mas aquel prodigio se alza presto del suelo
y me cierra el paso imperioso, mostrándose
en toda su descarnada altura, con mirada cavernosa y turbia de sangre,
extraña figura que la vista y el espíritu perturba.
Pero mis palabras se las lleva el viento, pues el lenguaje en vano
se esfuerza en crear y construir formas.
¡Ahí está! ¡Vedla en persona! ¡Se atreve a salir a la luz!
¡Pues aquí somos los amos, hasta que llegue el rey y señor!
A los espantosos engendros nocturnos el amante de la belleza,
Febo, a las cavernas los echa o los domina.
[Aparece Fórcida[592] en el umbral, en el vano de las puertas.]
CORO.
Muchas cosas he vivido, aunque los rizos
juveniles ondean en torno a mis sienes.
Muchas cosas horribles he visto,
el dolor de la guerra y la noche en que
cayó Ilión.
En medio de las nubes de polvo que acompañaba
al fragor de los guerreros, oí a los dioses
clamando terribles,[593] oí de la diosa Discordia[594]
la voz broncínea resonando por el campo
en dirección a las murallas.
¡Ay! ¡Aún se alzaban los muros
de Ilión! Pero el ardor de las llamas
ya iba pasando de vecino en vecino,
extendiéndose de un lado al otro
con el soplo de la propia tormenta
sobre la ciudad sumida en la noche.
Mientras huía, vi entre el humo y el fuego
y las llamas que se alzaban como lenguas
acercarse a los dioses con cólera temible,
prodigiosas figuras que avanzaban
gigantescas entre la oscura
humareda iluminada por el fuego.
¿Lo vi o tal vez inventó
mi espíritu oprimido por el miedo
semejante caos? Ya nunca podré
decirlo, pero que esta espantosa
figura la están viendo mis ojos
eso sí lo sé de cierto;
hasta podría tocarla con las manos
si el temor no me retuviera y
apartara de lo que es peligroso.
¿Cuál de las hijas
de Forcis eres tú?[595]
Pues te comparo
con una de esa raza.
¿Eres tal vez de esas nacidas canosas,
de las que un solo ojo y un solo diente
comparten alternantemente,
una de las Greas[596] que aquí ha venido?
¿Te atreves, oh espantajo,
junto a la belleza
y ante la mirada experta
de Febo[597] a exhibirte?
¡Mas sigue avanzando, adelante!
Pues él ni ve la fealdad
ni tampoco su ojo sagrado
contempló aún jamás la sombra.
Pero a nosotras, mortales, nos condena
por desgracia un triste hado infausto
al indecible sufrimiento de los ojos
que lo repulsivo, lo eternamente funesto,
provoca en los que aman la belleza.
¡Sí, escucha! Pues si insolente tú
nos replicas, escucha esta maldición,
escucha todas las invectivas y amenazas
de la boca imprecatoria de estas afortunadas
que fueron creadas por los dioses.
FÓRCIDA.
El dicho es antiguo, pero su sentido sigue siendo verdadero:
jamás vergüenza[598] y belleza recorren juntas de la mano
su camino sobre el verde sendero de la tierra.[599]
Profundamente arraigada habita en ambas odio antiguo,
y si se encuentran en algún punto del camino
cada una de ellas le da la espalda a su enemiga.
Después sigue su carrera cada una aún más deprisa,
la vergüenza turbada, mas la belleza con descaro,
hasta que al fin la envuelve la cavernosa noche del Orco[600]
si no es que antes la vejez ya la ha domado.
Aquí os encuentro ahora, insolentes, venidas de tierras extrañas,
imbuidas de arrogancia, iguales a la bandada
de chillonas grullas que al pasar sobre nuestra cabeza,
como larga nube, envían hacia abajo el sonido ronco
de sus graznidos induciendo al tranquilo viandante
a alzar su vista a lo alto; mas siguen ellas su ruta
y él la suya; y lo mismo nos pasará a nosotras.
Pues ¿quiénes sois, que osáis junto al alto palacio real
armar este jaleo, salvajes como ménades[601] o borrachas de vino?
¿Quiénes sois que así ladráis al ama encargada de la casa
como una jauría de perros que le aúlla a la luna?
¿Creéis tal vez que se me oculta de qué raza sois,
joven ralea engendrada en la guerra y educada en el combate?
¡Busconas de hombres, tan seducidas como seductoras,
que priváis de nervio al guerrero tanto como al ciudadano!
Al veros aquí apiñadas me recordáis un enjambre de langostas
tirándose sobre las verdes mieses del campo hasta taparlas.
¡Devoradoras del esfuerzo ajeno! ¡Glotonas!
¡Destructoras de la riqueza que está en germen!
¡Botín de conquista, mercancía en venta, objeto de trueque!
HELENA. El que en presencia de la patrona recrimina a las sirvientas
lesiona indebidamente el derecho doméstico de la señora,
pues sólo a ella corresponde ensalzar lo digno de alabanza
tanto como castigar lo que le parece censurable.
Además, estoy muy satisfecha del servicio que ellas
me prestaron cuando la alta fortaleza de Ilion
tras ser sitiada cayó y se vino abajo; y no menos cuando
hubimos de soportar durante nuestro errante viaje angustiosa
carencia, momentos en que suele cada cual mirar por sí mismo.
También aquí espero lo mismo de este valiente séquito;
el señor no pregunta qué es el sirviente, sino cómo le sirve.
¡Así que cállate y deja de mirarlas con esa sonrisa burlona!
Hasta ahora has guardado bien la casa del rey
en lugar de la señora y eso habla bien de ti y te honra;
pero ahora llega ella en persona, así que retírate,
no vaya a convertirse la merecida recompensa en castigo.
FÓRCIDA.
Amenazar a la servidumbre es un importante derecho
del que la noble esposa del señor, favorecido por los dioses,
mediante largos años de sabia dirección se ha hecho merecedora.
Y puesto que tú, ahora ya reconocida, vuelves a ocupar de nuevo
tu antiguo puesto de reina y señora de la casa,
empuña las riendas hace tiempo aflojadas y gobierna,
toma posesión del tesoro y de nosotras por añadidura.
Mas ante todo, protégeme a mí, la más anciana,
contra esta horda que junto a tu belleza de cisne
no es más que un hatajo de gansos graznadores mal alados.
CORIFEA.
¡Qué fea se muestra la fealdad al lado de la belleza!
FÓRCIDA.
¡Y qué estúpida la estupidez junto a la razón!
[A partir de este punto responden las corétidas, saliendo de una en una del coro.[602]]
FÓRCIDA.
Pues háblame tú de Escila,[605] tu prima carnal.
CORÉTIDA SEGUNDA.
En tu árbol genealógico figuran unos cuantos monstruos.
FÓRCIDA.
¡Anda, vete al Orco y busca allí a tu parentela!
CORÉTIDA TERCERA.
Los que allí viven son todos demasiado jóvenes para ti.
FÓRCIDA. Vete a cortejar a Tiresias,[606] el viejo.
CORÉTIDA CUARTA.
La nodriza de Orión[607] fue tu tataranieta.
FÓRCIDA.
Las arpías,[608] según parece, te cebaron en la inmundicia.
CORÉTIDA QUINTA.
¿Con qué mantienes esa flacura tan cuidada que tienes?
FÓRCIDA.
No es con sangre, de la que tan glotona tú eres.
CORÉTIDA SEXTA.
Y tú de cadáveres, ¡cadáver repugnante tú misma!
FÓRCIDA.
Veo brillar dientes de vampiro en tu insolente boca.[609]
CORIFEA.
Y yo te cerraré la tuya si digo aquí quién eres.
FÓRCIDA.
Pues nómbrate tú primero y así se termina el misterio.
HELENA.
No enojada, pero sí afligida me meto entre vosotras
para prohibiros la violencia de semejante disputa.
Pues nada hay más dañino para el señor que secreta discordia
entre sus fieles siervos, cual llaga que por debajo supura.
El eco de sus mandatos ya no regresa entonces a él
armonioso, convertido en acto llevado con presteza a cabo,
sino que, siguiendo su propia voluntad, brama en torno suyo
y lo confunde y sus reconvenciones caen en el vacío.
Y esto no es todo. En vuestra inconveniente cólera
habéis evocado aquí imágenes de siniestras figuras
que por todas partes me acosan al punto de sentirme
yo misma arrastrada al Orco muy a pesar del suelo patrio.[610]
¿Será un recuerdo? ¿O es ilusión lo que de mí se apodera?
¿O habré sido ya todo eso? ¿Lo soy tal vez? ¿O seré en el futuro
el sueño y la espantosa imagen de esa aniquiladora de ciudades?
Las muchachas tiemblan de miedo, pero tú, anciana,
tú estás tranquila; dime algo sensato.
FÓRCIDA. Al que recuerda largos años de variadas dichas
al final hasta el más alto favor de los dioses le parece un sueño.
Pero tú, que has sido favorecida por encima de todo límite y medida,
sólo viste a lo largo de tu vida a hombres embargados de amor
y presto enardecidos para las más audaces proezas de todo tipo.
Ya Teseo te raptó tempranamente,[611] excitado por el deseo,
un hombre tan fuerte como Hércules y de esplendidas formas.
HELENA. Me raptó siendo yo una delgada gacela de diez años
y me encerró en la fortaleza de Afidno,[612] en el Ática.
FÓRCIDA.
Pero pronto te liberaron Cástor y Pólux,[613]
y te viste cortejada por los héroes más famosos.
HELENA. Pero mi secreta preferencia, lo confieso gustosa,
la obtuvo sobre todos Patroclo, el que era viva imagen del Pélida.[614]
FÓRCIDA. Mas la voluntad paterna te prometió a Menelao,
el valiente surcador de los mares y también guardián de la casa.
HELENA. Le confió su hija y también la administración del reino.
De la unión marital nació después Hermione.[615]
FÓRCIDA.
Pero mientras él disputaba en lejanas tierras la herencia de Creta
a ti que estabas sola se te presentó un huésped bello en demasía.
HELENA. ¿Por qué me recuerdas aquella semi-viudez
y todo el terrible mal que de resultas de ello vino?
FÓRCIDA. También a mí, cretense nacida libre, aquel viaje[616]
me deparó una larga esclavitud y el cautiverio.
HELENA. Te trajo aquí en seguida en calidad de ama y encargada
confiándote mucho: el castillo y el tesoro audazmente ganado.
FÓRCIDA. Que tú abandonaste volviéndote hacia Ilión,
la ciudad de las torres, y hacia los inagotables goces del amor.
HELENA. ¡No me recuerdes las dichas! Una infinidad de dolores
acerbos en exceso se abatieron luego sobre mi cabeza y mi pecho.
FÓRCIDA.
Pues también se cuenta que apareciste como imagen doble
y fuiste vista en Ilión y en Egipto al mismo tiempo.[617]
HELENA. No confundas aún más el desvarío de un espíritu devastado.
Ni siquiera en este mismo instante sabría decir quién soy yo.
FÓRCIDA.
También cuentan que subiendo del reino de las sombras
aún se unió a ti Aquiles,[618] inflamado de pasión,
quien ya antes te amaba en contra de todo decreto del destino.
HELENA. Siendo yo una sombra me uní a él, también sombra.
Fue un sueño y así lo dicen las propias leyendas.
Si me desvanezco, hasta para mí misma me convierto en sombra.
[Cae en brazos del semi-coro.]
CORO.
¡Calla, calla!
¡Tú de mala mirada y malas palabras!
Por tan horrendos labios provistos
de un único diente, ¿qué puede exhalar
un gaznate tan hórrido y espantoso?
Pues el malvado, simulando bondad,
y feroz como el lobo bajo piel de oveja,
es para mí mucho más espantoso que
las fauces del perro de tres cabezas.[619]
Aquí estamos, espiando temerosas,
el cuándo, cómo y de dónde ha salido
semejante perfidia
de monstruo hondamente al acecho.
Pues en lugar de palabras amistosas, ricas en consuelo,
de suave lisonja y que derraman el olvido del Leteo,[620]
tú remueves de entre todo el pasado
antes lo peor en lugar de lo bueno
y oscureces al mismo tiempo,
junto con el brillo del presente,
también del futuro
el resplandor de la tenue luz de la esperanza.
¡Calla, calla!
¡Que el alma de la reina,
ya dispuesta a escapar,
todavía aquí resista y mantenga
esa forma muy superior a cuanta forma
alumbró la luz del sol jamás!
[Helena, que ha vuelto en sí, esta otra vez de pie en el medio.]
FÓRCIDA.
Sal afuera de entre las fugaces nubes, noble sol de este día[621]
que, si ya nos fascinaba velado, ahora reina con deslumbrante brillo.
Cómo el mundo ante ti se despliega, ya lo ves tú con tu dulce mirada.
Por mucho que me tachen de fea, no dejo de conocer bien la belleza.
HELENA.
Salgo titubeante del vacío, ese que en medio del vértigo me rodeaba;
mucho querría volver al reposo, pues están fatigados todos mis miembros:
mas a las reinas les toca, y también a todos los hombres mucho conviene,
dominarse y recobrar el valor, no importando lo que les amenace y sorprenda.
FÓRCIDA.
Ahora te alzas en toda tu grandeza y también tu belleza ante nosotras;
tu mirada nos dice que tú ordenas; mas ¿qué ordenas? Dínoslo ya.
HELENA.
Disponeos a recuperar el tiempo perdido en vuestra insolente rencilla;
apresuraos a disponer un sacrificio tal como el rey me ha ordenado.
FÓRCIDA.
Todo está preparado en la casa: vasija, trípode, hacha afilada,
los útiles para asperjar e incensar; desígnanos qué se debe sacrificar.
HELENA.
El rey no lo ha indicado.
FÓRCIDA. ¿No lo ha dicho? ¡Oh, funesta palabra!
HELENA. ¿Qué es ese lamento que de golpe te aqueja?
FÓRCIDA. ¡Reina, eres tú la designada![622]
HELENA. ¿Yo?
FÓRCIDA.Y también éstas.
CORO. ¡Ay, dolor y desgracia!
FÓRCIDA.Tú caerás bajo el hacha.
HELENA. ¡Espantoso! Mas presentido. ¡Pobre de mí!
FÓRCIDA. Me parece inevitable.
CORO. ¡Ay! ¿Y nosotras? ¿Qué nos ocurrirá?
FÓRCIDA. Ella morirá de muerte noble;
mas en la alta viga de ahí adentro, la que sostiene el frontal del techo,
como pájaros cazados en un lazo patearéis todas colgadas en fila.
[Helena y el coro escuchan de pie, asombradas y asustadas, formando un grupo significativo y bien dispuesto.]
¡Espectros! Estáis ahí como estatuas de piedra llenas de horror
ante la idea de despediros del día, que no os pertenece.
Los hombres, todos ellos espectros igual que vosotras,
tampoco renuncian con gusto al sublime resplandor del sol;
pero nadie suplica por ellos ni les salva de ese final.
Todos lo saben, pero hay muy pocos a los que eso guste.
¡Basta, estáis perdidas! ¡Presto, manos a la obra!
[Da unas palmadas; entonces aparecen en la puerta unos enanos enmascarados que ejecutan con presteza las órdenes dadas.]
¡Ven acá, tú, monstruo oscuro y redondo como una bola!
Rodad hacia aquí; aquí podéis hacer daño a vuestro gusto.
Hacedle sitio al altar portátil, el de cuernos de oro;
que brille el hacha dispuesta sobre el reborde de plata;
llenad las jarras de agua, pues habrá que lavar
la espantosa mancha de sangre negruzca.
Extended aquí en el polvo la alfombra preciosa
para que la víctima pueda arrodillarse regiamente
y luego bien envuelta, aunque sin cabeza, en el acto
de manera digna y decente, eso sí, sea sepultada.
CORIFEA. La reina está aquí a un lado pensativa;
las jóvenes se marchitan como la hierba segada;
pero siendo la más anciana, creo que es mi deber sagrado
cambiar contigo unas palabras, tú, la más archianciana.
Eres experimentada, sabia y pareces bien dispuesta hacia nosotras,
por mucho que, sin conocerte, esa chusma sin cerebro te atacara.
Así pues, dime lo que aún estimas posible para salvarnos.
FÓRCIDA. ES muy fácil: sólo depende de la reina
salvar su vida y de paso, en el mismo lote, la vuestra.
Hace falta una resolución y la más rápida posible.
CORO. ¡Oh, la más venerable de las Parcas,[623] la más sabia sibila,
mantén cerradas las doradas tijeras y anúncianos luego la luz y la salvación;
pues ya sentimos cómo flotan, cómo se agitan y se bambolean tristemente
nuestros pobres miembros, que más querrían deleitarse en la danza
para reposar luego sobre el pecho del amado.
HELENA.
¡Olvida a esas miedosas! Yo siento dolor, mas temor ninguno.
Pero si conoces una vía de salvación, con gratitud la aceptaremos.
Al sabio, cuya vista alcanza lejos, a menudo se presenta hasta
lo imposible como siendo aún posible. Habla y explícanoslo.
CORO.
Habla y dinos, dinos deprisa, cómo escaparemos a los horrendos
y repulsivos lazos que amenazadores, como las peores de todas las gargantillas,
se cierran en nuestros cuellos. Pobres de nosotras que lo presentimos
hasta perder el aliento y ahogarnos, a no ser que tú, Rea,[624] de todos
los dioses madre excelsa, te apiades de nosotras.
FÓRCIDA.
¿Tendréis paciencia para escuchar el largo hilo de mi relato
en silencio? Son unas cuantas historias.
CORO. ¡Paciencia sobrada! Mientras escuchamos seguimos viviendo.
FÓRCIDA.
A aquel que se queda en su casa guardando el noble tesoro
y que sabe reparar los muros de su alta mansión
así como asegurar el tejado frente al azote de la lluvia,
a ése muy bien le irá durante los largos días de su vida.
Pero el que traspasa el sagrado límite del umbral
con pie ligero y fugitivo, como un sacrílego,
seguro que cuando regrese a su antiguo lugar
encontrará todo mudado, si no destruido.
HELENA. ¿A qué vienen ahora esas sentencias tan vistas?
Si quieres hablar, hazlo, y no remuevas asuntos enojosos.
FÓRCIDA.
Es algo histórico, de ningún modo un reproche.
Como un pirata fue navegando Menelao de bahía en bahía
atacando hostilmente ciudades e islas,
regresando con botín como el que ahí dentro se guarda.
Ante Ilión se pasó diez largos años;
pero no sé cuántos tardó en el viaje de vuelta.
Y, mientras, ¿cómo andan por aquí las cosas, en la noble
morada de Tindáreo? ¿Y cómo andan las cosas en su reino?
HELENA. ¿Tan metido llevas en la sangre el insulto
que no puedes abrir los labios sin alguna censura?
FÓRCIDA.
Todos esos años quedó abandonado el valle montañoso
que se eleva hacia el Norte por detrás de Esparta,
adosado al Taigeto,[625] en donde como vivaz arroyo
el Eurotas[626] hacia abajo corre y después en nuestro valle
fluye a sus anchas entre las cañas y a vuestros cisnes nutre.
Allá, en el valle montuoso, un audaz linaje en secreto
se ha establecido, que nos apremia desde la noche cimeria,[627]
y ha elevado un sólido castillo inexpugnable
desde el que asola a su gusto al país y a su gente.
HELENA.
¿Y han podido hacer tal cosa? Parece imposible.
FÓRCIDA.
Tuvieron tiempo, serán ya casi veinte años.
HELENA.
¿Tienen un jefe? ¿Es un grupo de varios bandidos aliados?
FÓRCIDA. No son bandidos, pero sí tienen un jefe.
No le censuro, aunque ya me haya hecho alguna visita.
En realidad podría llevarse todo, pero se contenta
con unos pocos regalos que llama voluntarios, no tributo.
HELENA. ¿Qué aspecto tiene?
FÓRCIDA. ¡Nada malo! A mí me gusta bastante.
Es un hombre vivo, valiente, tan culto e instruido
como pocos en Grecia, un hombre inteligente.
Tachan de bárbaro a este pueblo, pero no creo
que haya entre ellos ninguno tan cruel como ante Ilion
alguno de esos héroes que quiso comer carne humana.
Yo admiro su grandeza y a él me confío.
¡Y su castillo! ¡Debierais verlo con vuestros ojos!
Es cosa bien distinta de esos plúmbeos muros de piedra
que vuestros padres, cada uno a su manera, amontonaron
tan ciclópeos como los cíclopes, levantando piedra no pulida
sobre piedra no pulida; allí, por el contrario,
todo está bien vertical u horizontal, todo según las reglas.
¡Cómo impresiona por fuera! ¡Se alza hacia los cielos
tan derecho, bien ajustado y liso como el acero!
Y escalar aquello… hasta el pensamiento resbala al hacerlo.
Y por dentro vastos patios muy espaciosos, rodeados
de dependencias de todo tipo y para todos los fines.
Allí se ven columnas, columnatas, arcos y arcadas,
corredores y galerías que miran adentro o afuera,
y también blasones.
CORO. ¿Qué son blasones?
FÓRCIDA. Ayax[628] llevaba
en su escudo una serpiente enroscada, como pudisteis ver.
Los Siete ante Tebas[629] llevaban distintas imágenes
cada uno en su escudo, ricas en significado.
Se veía luna y estrellas en la bóveda nocturna del cielo,
también diosa, héroes y escalera, espadas y antorchas,
y todo cuanto de odioso amenaza a una buena ciudad.
Imágenes de este tipo ostentan también nuestros héroes
desde tiempos de sus antepasados en colores brillantes.
Pueden verse leones, águilas, garras y picos,
cuernos de búfalo, alas, rosas y plumas de pavo real,
o también bandas doradas y negras y de plata, azul y rojo.
Pues así es lo que cuelga allí en las salas en hileras sin fin,
en salas tan infinitas como el vasto mundo;
¡ahí sí que podríais bailar!
CORO. Dinos, ¿también allí hay bailarines?
FÓRCIDA.
¡Los mejores! De dorados rizos, un montón de frescos muchachitos.
Exhalan aroma de juventud. Paris era el único que así olía
cuando se acercaba demasiado a la reina.
HELENA. ¡Te estás saliendo
completamente fuera del papel! ¡Dime tu última palabra!
FÓRCIDA.
Tú serás quien la diga, si dices en serio y bien alto: ¡si!
En el acto te rodearé con la mentada fortaleza.
CORO. ¡Oh, pronuncia
esa breve palabra y sálvate, y a nosotras al tiempo!
HELENA. ¿Cómo? ¿Debería temer que el rey Menelao
se abandonara a tamaña crueldad como para dañarme?
FÓRCIDA. ¿Has olvidado cómo a tu Deífobo,[630]
el hermano de Paris, caído en el combate, de modo inaudito
mutiló, a aquel que obstinadamente te cortejó cuando eras viuda
y dichoso te hizo su concubina? Nariz y orejas le cortó
y alguna cosa más: causaba horror mirarle.
HELENA. Eso se lo hizo a aquél por mi causa.
FÓRCIDA. Y por causa de aquél a ti te hará lo mismo.
La belleza no puede compartirse; quien entera la ha poseído
prefiere destruirla y elude el menor reparto.
[Se oyen lejanas trompetas; el coro se estremece.]
¡Así como el acerado sonido de las trompetas los oídos y entrañas
desgarran, así mismo hieren las garras de los celos
el pecho del hombre, que jamás olvida
lo que una vez poseyera y luego perdió y ya no más posee!
CORO.
¿No oyes sonar los cuernos? ¿No ves de las armas los destellos?
FÓRCIDA.
¡Sé bienvenido, señor y rey, con gusto te rendiré cuentas!
CORO.
Pero ¿y nosotras?
FÓRCIDA.
Lo sabéis con toda claridad, tenéis su muerte ante vuestros ojos
y va incluida en el lote la vuestra; no, no hay modo de ayudaros.
[Pausa.]
HELENA. He meditado qué debo intentar con más urgencia.
Tú eres un demonio contrario, bien lo noto,
y me temo que conviertes lo bueno en malo.
Pero antes que nada quiero seguirte al castillo;
el resto yo lo sé; lo que la reina allá dentro,
en lo hondo de su pecho, secretamente se guarda
quede a todos velado. ¡Ve por delante, anciana!
CORO.
¡Cuánto nos agrada ir allá
con apresurado paso!
Tras nosotras muerte,
ante nosotras, una vez más,
sólida muralla
que se alza inaccesible.
¡Pueda guardarnos tan bien
como la fortaleza de Ilion
que al fin sólo cayó
por una miserable treta.
[Se extiende la niebla cubriendo el fondo y también el primer plano, si se desea.]
¿Cómo? ¿Pero cómo?
¡Hermanas, mirad en derredor!
¿Acaso no lucía un día claro?
Se alzan jirones de niebla
del flujo sagrado del Eurotas;
ya se ocultó a la mirada
la dulce orilla coronada de juncos.
Y a los libres y graciosos cisnes
altivos que con suavidad se deslizan
nadando gozosos en compañía,
a ésos, ay, ya tampoco los veo.
¡Pero, sí, sin embargo, sí
oigo sus sonidos,
oigo su lejana voz ronca!
Se dice que anuncia muerte.
¡Ay, que por lo menos en vez
de la salvación prometida
no sea un presagio de ruina
para nosotras, iguales a los cisnes
de largo cuello blanco, y ¡ay!
para nuestra reina, hija de cisne!
¡Ay de nosotras! ¡Ay, ay, ay!
Ya todo se cubrió
de niebla en torno nuestro.
¡Si no nos vemos siquiera!
¿Qué sucede? ¿Nos marchamos?
¿Será que flotamos rozando
apenas el suelo con ligero paso?
¿No ves nada? ¿No será acaso Hermes[631] quien
por el aire nos precede? ¿No brilla su dorada vara
imperiosa, conminándonos a volver de nuevo
a ese inhóspito y tenebroso lugar,
lleno de imágenes intangibles,
atestado mas eternamente vacío: el Hades?
Sí, de pronto todo se oscurece, sin brillo se disipa la niebla
gris oscura, parda como una muralla. Álzanse muros inmóviles
ante nuestra libre mirada. ¿Será un patio? ¿Un foso profundo?
¡En cualquier caso, espantoso! ¡Ay, hermanas! ¡Ay! Somos cautivas,
más cautivas que nunca.