1. ¿QUÉ ES FAUSTO?
Fausto simboliza todo lo que somos: el hombre entero. Todos nuestros defectos, pero también todas nuestras virtudes. Y la salvación final de Fausto es un grito de afirmación positiva para lo que es el hombre: merecemos la pena… a pesar de todo. Por eso, aunque pacta con el diablo y se hace culpable de actos tan injustificables como la muerte de los bondadosos Filemón y Baucis, a pesar de que debería estar condenado irremisiblemente desde la estrecha óptica medieval en la que Goethe aparentemente inscribe su obra, Fausto se salva. Porque, aunque enmarcado en un escenario de la Edad Media tardía, el Fausto que leemos es un hombre moderno, el hombre del progreso técnico de la burguesía más o menos liberal del siglo XIX, el hombre positivista que aún tiene esperanzas en la mejora del mundo, que aún cree en que el hombre es libre y se puede realizar a través de sus obras. Hoy tal vez no sería posible escribir Fausto o, si lo hiciéramos, tendría que terminar trágicamente, porque aunque deseamos el progreso técnico y ya no sabríamos prescindir de él, ya no confiamos en sus bondades como posible redentor del hombre, ya hemos padecido algunas de sus terribles consecuencias desastrosas (la bomba de Hiroshima, la tragedia de Chernobil…) y además sabemos demasiado bien que, como mucho, dicho progreso sólo ha venido a redimir de la miseria —que no de la infelicidad— a la parte privilegiada del mundo a costa de explotar a la otra parte y de sacrificar a la naturaleza devastada hasta límites cuyo alcance todavía hoy es incalculable. Hoy Fausto terminaría como lo que dice ser, pero sin embargo no es: una tragedia. Porque no deja de ser curiosa una supuesta tragedia clásica que termina con la espectacular apoteosis gloriosa de su protagonista nada menos que en el cielo, rodeado de ángeles y arcángeles, y muerto finalmente satisfecho a la increíble edad de 100 años. Una muerte así nos aleja definitivamente de cualquier atisbo de tragedia.
Y ésta no es sino una de las muchas contradicciones y rarezas de Fausto, una de las obras más originales que se hayan escrito jamás en Europa.
Pero ¿qué es lo que ha hecho universal a esta obra de Goethe? ¿Qué es aquello en donde nos reconocemos todos, ya seamos alemanes, franceses o españoles? Pues bien, nos reconocemos en su parte más negativa, en los defectos o ‘pecados’ de su protagonista: en su desmesura, su soberbia, su egoísmo y su angustia existencial, pero sobre todo en ese nunca estar contento que tanto nos hace comprenderlo. En efecto, Fausto es un héroe negativo que simboliza la eterna insatisfacción del hombre, pero sobre todo, del hombre moderno, un hombre mucho más complejo que el medieval o el antiguo y que ya no se basta con logros y comodidades materiales. Fausto es un hombre torturado por ansias nunca satisfechas de un no sé qué, un hombre que se pasa la vida corriendo en pos de nuevas metas que nunca terminan de llenarle. Y eso somos ahora todos los hombres. Al principio de la obra Fausto está desengañado de la ciencia y la erudición académica, pues sus ansias de saber no han encontrado la respuesta apetecida en un tipo de conocimiento hueco; pero tampoco encuentra mucho más en la ciencia esotérica y la magia. Y lo peor es que, mientras tanto, a fuer de estudiar y experimentar, se le ha pasado la vida sin gozar siquiera de los placeres del hombre común de la calle. Por eso, y porque está de vuelta de todo, y ni siente temor alguno por el más allá ni alberga confianza ninguna en la posibilidad de la dicha en el más acá, acepta el pacto con Mefistófeles, quien le hará conocer todo cuanto suele llenar los deseos del hombre corriente: el erotismo y las fuerzas vitales de la juventud (en la relación con Margarita) o el poder y la riqueza (en la corte del emperador). Pero Fausto no es un hombre vulgar y sus deseos se salen de la esfera de lo material y banal, motivo por el que nunca encontrará satisfacción en las metas que le va proponiendo sucesivamente Mefistófeles. Resulta especialmente significativo el pasaje en que Fausto se burla de Mefistófeles, quien cree que será muy fácil ganar la apuesta que, como sabemos, consiste sencillamente en hacer feliz a Fausto aunque sólo sea un fugaz instante. Fausto acepta tranquilamente la apuesta entre otras cosas porque considera imposible que un pobre diablillo medieval sea capaz de responder a su inquietud ontològica. ¿Qué sabes tú de las ansias y afanes del hombre?, le increpa. Y en esa pregunta tan sencilla, pero tan honda, casi reconocemos los estremecedores versos de Hölderlin cuando decía:
No todo lo pueden los inmortales:
antes alcanzan los hombres
el abismo.
En efecto, en eso nos distinguimos de los dioses o demonios: en que nosotros conocemos el abismo. En eso se distingue Fausto, hombre moderno, de Mefistófeles, simple diablo medieval. Por eso, Fausto es la tragedia del hombre moderno. Y por eso es una obra de alcance universal. Esto es también lo que explica que Fausto y Mefistófeles no lleguen nunca a entenderse a lo largo de la obra, porque el autor, de una manera casi deshonesta desde el punto de vista de las reglas del juego del argumento de la obra (el tema del pacto), enfrenta en un duelo imposible a un hombre moderno con un diablo medieval, y así, sus caminos están condenados de antemano a discurrir en eterno paralelo sin llegar a cruzarse nunca. Los coloquios de Fausto y Mefistófeles son auténticos diálogos de sordos.
En estas condiciones ¿qué aporta el personaje anticuado de Mefistófeles a una tragedia moderna? La verdad es que no es ésta la única ni la primera pareja especialmente afortunada de la literatura universal, sino que al igual que Alonso Quijano necesita de Sancho, o Don Giovanni de Leporello, Fausto necesita de un alter ego que contraste fuertemente con él y que le permita expresar sus ansias e ideas a través del diálogo. Pero Mefistófeles es más que eso. Él es, sin duda alguna, el motor del argumento. Sin Mefistófeles Fausto se convertiría en una especie de monólogo metafísico o algo parecido; ahora bien, Goethe quiere hacer una obra de teatro y resulta que Fausto muchas veces no actúa, simplemente se deja llevar y a veces ni siquiera aparece: en efecto, en numerosas escenas de la obra el supuesto protagonista no está, o sólo está dormido o desmayado. Menos mal que gracias al siempre ocurrente, chispeante y burlón Mefisto la trama sigue adelante, tenemos un argumento… y hasta nos podemos divertir un rato. Como buen diablo que es, espíritu de la contradicción y la negatividad, Mefistófeles es siempre burlón, ácido, corrosivo, mientras Fausto parece vivir en un mundo de ideas, de realidades intangibles y alegorías. Si bien es verdad que en la primera parte todavía se le ve perseguir la realidad muy tangible de Margarita, una vez colmado su ardiente deseo erótico de un hombre que acaba de recuperar toda la potencia de la juventud (gracias a la magia de la bruja), esa relación amorosa no sabrá ni podrá colmarle y su viaje en pos de la felicidad tendrá que proseguir por nuevos derroteros cada vez más inesperados. En efecto, en el segundo Fausto o Fausto II aun es mucho más patente el aspecto alegórico del viaje existencial de Fausto: es verdad que se dedican tres actos enteros a la búsqueda de Helena, el nuevo objetivo amoroso de un Fausto completamente obsesionado, pero no debemos dejarnos engañar. Fausto no persigue el amor de otra mujer de carne y hueso, sino una pura alegoría: Helena es el nombre que aquí y ahora le damos a la Belleza, o tal vez a Grecia. Porque en esta parte de la obra ya nada transcurre por los caminos de un argumento de corte realista, sino que todo es metáfora, ficción, viajes imposibles que nos trasladan varias veces a través del tiempo y del espacio (Fausto encuentra a Helena en su tierra, Esparta, mientras ella se reúne con él en su tiempo, la Edad Media), personajes mitológicos o incluso puras alegorías encarnadas, como las cuatro mujeres del final de la obra.
Por eso, Fausto es una obra difícil, una obra tan vasta que lo engloba todo y permite todo tipo de interpretaciones y análisis. Y Fausto es, además, una obra que evoluciona: nada tiene que ver el doctor Fausto de la primera parte, un personaje todavía lleno del inconformismo y la genialidad del ‘Sturm und Drang’, un personaje que se inflama por Margarita con toda la fuerza de ese movimiento prerromántico de la literatura alemana que fue tan puramente juvenil para lo bueno y para lo malo, con el Fausto de la segunda parte, más sereno (más clasicista), menos ardiente y que corre en pos de puras entelequias y para colmo va a acabar hallando la felicidad en lo que menos podía sospecharse: en la satisfacción de ganarle tierras al mar mediante unos cuantos diques proporcionando de ese modo una vida digna en esas nuevas fértiles tierras a unos cuantos miles de hombres. Es el sueño del positivista burgués y liberal que cifra en el progreso técnico y el progreso social, esto es, en la buena gestión y la buena política, la capacidad para hacer más felices e incluso más libres a los hombres. Nada más insospechado como final para el Fausto desmesurado de la primera parte. Nada menos romántico. Nada menos trágico. El Fausto angustiado y dramático a que nos había acostumbrado toda la obra, que conmovía aun a pesar de su innegable opacidad psicológica y su frialdad, acaba resumiendo toda su búsqueda y trasladando todo su entusiasmo al prosaico buen hacer de un ingeniero de caminos, canales y puertos. Seguramente muchos nos reconoceremos más en la insatisfacción trágica del primer Fausto que en la autocomplacencia del Fausto que muere feliz oyendo el ruido de unos picos y unas palas. El Fausto anciano decepciona tanto al romántico como al hombre postmoderno que hoy somos. Y, sin embargo, ese final debería conmovernos, pues es una apuesta por la libertad del hombre, por su capacidad para mejorar su vida, por la esperanza. Goethe defiende que sólo es hombre el que sabe influir activamente sobre la comunidad con su trabajo y eso es lo que logra o sueña su Fausto al final. Y eso es lo que le salva, a pesar de tanto error y tanto egoísmo: el haber sido capaz de soñar tan sólo un breve instante con un mundo mejor. En la visión, al fin y al cabo optimista de Goethe, aunque el hombre sea capaz de mucho error y maldad, también es un ser que de pronto sabe elevarse por encima de su limitada condición de animal sensible y soñar y hasta trabajar para la utopía.
De todos modos, Fausto no es sólo este final. Fausto es una obra inmensa y un personaje que se transforma permanentemente al hilo de los largos años de vida de su propio autor y los largos años de duración de su escritura. Fausto es la obra de toda una vida, con todas sus contradicciones, paradojas, cambios ideológicos, ambigüedades y llena de sorpresas. Fausto es una obra que encierra todos los matices y la inteligencia de Goethe. Absolutamente original, personalísima,[1] atrevida hasta la extravagancia, fuera de todo lo normal, alejada de todos los cánones conocidos —aunque paradójicamente haya sido elevada después a los altares del canon alemán clásico por excelencia— Fausto puede resultarnos muchas veces extraña, difícil, francamente desconcertante[2]…, pero lo que no podremos negarle es que es algo distinto a todo lo que hemos leído nunca. Para una obra acabada antes de la mitad del siglo XIX no deja de ser toda una hazaña. Es esta extravagancia la que le hace exclamar a un Harold Bloom enojado —a la par que admirado— que «se trata del más grotesco e inasimilable de todos los poemas importantes de la literatura occidental…», hasta el punto de que «la Primera parte es bastante alocada, pero la Segunda Parte hace que Browning y Yeats parezcan sosos y Joyce el escritor más claro del mundo». Esta agresiva ‘boutade’ resulta, desde luego, divertida a pesar de su notable exageración y visible antipatía contra Goethe, pero no hubiera preocupado nada al autor, quien no tenía la menor intención de escribir algo «claro» y era muy consciente de que sus obras «no [podían] ser populares». Contra los exégetas de su país y de su tiempo, a los que no podía soportar, él mismo se encargó de decir a propósito de su Fausto en sus famosas «Conversaciones con Eckermann»: «Estos alemanes, son gente bien rara. Con sus pensamientos profundos, con sus ideas que pescan e introducen por doquier, se hacen la vida imposible. ¡Tened alguna vez el valor de dejaros llevar por vuestras impresiones y de divertiros…».
Un análisis ni siquiera muy pormenorizado de la obra nos revela hasta qué punto es cierto que en lugar de empeñarnos en pescar ideas elevadas y complejas interpretaciones debemos prestarle mucha más atención a la impresión estética y el propio Goethe también lo corrobora: «¿Que qué idea he querido encarnar en Fausto? ¡Como si yo mismo lo supiera y lo pudiera expresar! […] Mi temperamento no es intentar como poeta la encarnación de algo abstracto. He percibido impresiones en mi interior y en cuanto poeta no he tenido otra cosa que hacer sino redondear y conformar en mí artísticamente tales visiones e impresiones».[3] Así pues, aunque sin duda es importante el argumento de fondo de la obra, aunque es notable ese mensaje para la humanidad que Fausto nos lega, se revela como dudoso que para decirnos eso hiciera falta todo ese batiburrillo de cosas diversas que contiene el Fausto. Si Fausto I todavía sigue hasta cierto punto el esquema tradicional de un drama —aunque ya con bastantes novedades— el hilo argumental de Fausto II se distorsiona hasta tal punto que sencillamente se pierde con frecuencia en una maraña de personajes y escenas que nos llevan a años luz de los planteamientos iniciales.
Nada menos ordenado y clásico que este drama supuestamente clásico, del mismo modo que nada parece más confuso y menos equilibrado y armónico que el cuadro de la Grecia antigua que aquí se nos pinta (habría que revisar un poco nuestros conceptos heredados sobre el clasicismo de Goethe). El argumento de fondo llega a olvidarse casi por completo. Pero es que a Goethe no le importa sólo el avance de su hilo argumental, sino que se esfuerza por pintar auténticos cuadros que le interesan como escritor y le hacen gozar lo indecible como esteta. Fausto II es, también y ante todo, una sucesión de cuadros, una galería de arte llena de distintas salas y recovecos que a veces nos dificultan volver a encontrar el pasillo que conduce en la dirección correcta de la visita y, sobre todo, en dirección a la salida. Y es que Fausto tiene mucho de museo. Cada escena es un almacén de ideas y datos y una obra maestra en la descripción poética y casi pictórica de un asunto diferente: puede tratarse de una escena de carnaval —y Goethe se permite el lujo de llevarnos tranquilamente durante decenas de versos de la mano de un lujoso y completo carnaval tardomedieval—, pero también puede ser una batalla —y como Goethe también conoció la guerra de cerca, se demora describiendo el movimiento de las tropas y la estrategia militar—; en otros casos puede ser la Grecia antigua —y el gran humanista y clasicista se deleita haciendo revivir los seres más fabulosos en los ambientes más dispares—, o, ¿por qué no, si todo cabe en esta obra?, también puede ser el infierno, al que nos conduce como Dante y hasta parcialmente de su mano, o la Gloria, pero también lugares menos espectaculares, pero no menos interesantes, como el laboratorio de un alquimista, o el despacho de un profesor de universidad, la juerga de una taberna o un aquelarre… Cada escena es un cuadro iluminado con todas las cualidades pictóricas del léxico y la adjetivación y, por si fuera poco, orquestado también al son de la cadenciosa música de sus fonemas, rimas, acentos y cesuras. Goethe echa el resto en la plasmación poética de los ambientes. Pues, ¿acaso no son de una belleza plástica incomparable esos versos del segundo acto de Fausto II cuando asistimos a la luz de la luna al momento mágico en que Galatea acabará dando vida al pobre Homunculus? Así cantan las sirenas en versos tan deliciosamente armónicos y sinfónicos como el propio ambiente que pintan:
«¿Qué es ese anillo de gasas
que a la luna en torno abraza?
Palomas enamoradas,
con alas como luz blancas».[4]
No en vano Goethe era, como él mismo dijo, un «animal visual», un hombre que llegó a expresar una atrevida teoría del color, que hizo innumerables dibujos durante su estancia en Italia, y que consultó decenas de láminas de arte durante todo el espacio de elaboración de su obra. Si no sabemos gozar de la magnífica descripción de esos ambientes tan diversos en una poesía tan perfecta y musical no habremos entendido Fausto. Fausto es ante todo un puro goce esteticista. Fausto pretende ser y es una obra de arte…, aunque no sabríamos decir si se trata de un rico retablo barroco[5] en el que las distintas imágenes de cada cuadrícula van formando un todo que se eleva hacia lo alto, o si será más bien una ópera en la que cada personaje y cada escena sabe transmitir sensaciones estéticas a través de una distinta expresión musical. En cualquier caso, si sólo lo queremos leer como una especie de teatro-novela o como un tratado filosófico, es decir, buscando sólo un argumento y unas ideas, nos hemos equivocado de libro.
Pero, dicho esto, ciertamente Fausto también contiene un sinfín de ideas, tan ricas que hasta resultan contradictorias. Así, a pesar de su final aparentemente positivista, lejos de ser un canto papanatas a la ciencia moderna cuyos primeros grandes descubrimientos tienen lugar en la vida de Goethe[6] —la electricidad, el magnetismo, el galvanismo, la fuerza del vapor— Fausto también encierra una burla y una desconfianza hacia esa ciencia que ya cree estar rozando con las manos el misterio de la creación y se cree muy próxima a sustituir por fin al dios creador, léase, a la Naturaleza. El pequeño hombre-probeta llamado Homunculus, creado artificialmente en el gabinete de Fausto y que no puede vivir fuera de su frasco de cristal a pesar de su gran inteligencia, es una burla soberbia, todavía válida hoy día, a las pretensiones científicas de la época de Goethe, aún a medio camino entre lo que se llamaba entonces «filosofía natural» y la auténtica ciencia moderna o incluso rozando todavía con la magia y la alquimia medievales, como se plasma en ciertos experimentos macabros que sólo la literatura y el cine han sabido reflejar con ironía. Pero el genio de Weimar, inteligente y socarrón, se mofa de los doctores Frankenstein de su tiempo (no por causalidad de apellido germánico) y deja que sea la divina naturaleza de los presocráticos, la de los cuatro elementos, la única capaz de liberar al hombrecillo de su redoma en un auténtico canto a la capacidad creadora del agua como principio elemental de toda vida… que para colmo de ironía coincide con las teorías más modernas sobre la evolución según las cuales todo proviene del agua.
Pero Goethe no sólo se burla en su obra de los «excesos» científicos. Fausto es también un repaso mordaz al estéril saber académico de los universitarios e intelectuales, a los profesores pedantes, a la mala literatura de su época, a la política y a tantas y tantas otras cosas. Y, además, y quién sabe si por encima de todo, Fausto es teatro. No tratemos de buscar una solución clara y convincente para cada uno de sus enigmas, para cada una de sus contradicciones, pues, al cabo esto es sólo un espectáculo. Y es una advertencia que nos hace el autor en el prólogo a la obra y no deberíamos echar en olvido. Por si acaso lo olvidamos en medio de una obra tan profusa, tanto ciertas intervenciones de Mefistófeles, dirigidas directamente al público espectador, como numerosas acotaciones escénicas, remarcan de cuando en cuando el hecho de que lo que estamos viendo (o leyendo) es teatro, aunque para ello haya que romper por unos instantes la magia del relato y hacernos bajar de nuevo a la realidad con técnicas interactivas de interpelación directa al patio de butacas absolutamente modernas. Y, menos mal, porque ¿cómo justificar si esto no fuera mero espectáculo las burlas de Mefistófeles a todo lo habido y por haber?[7] ¿Cómo entender el chirriante contraste entre la parafernalia seudocatólica de un final glorioso en el cielo con música de trompetas, virgen y arcángeles y los instintos lúbricos de Mefistófeles al entrever los lindos traseros de los angelitos? Este tipo de chirriantes contradicciones nos hacen sospechar que Goethe esconde siempre el arma distanciadora de la ironía y la burla en los instantes en que más creemos estar tocando ya el fondo de las cosas. Y es que todo tiene cabida, pues así es la vida del hombre. Así somos nosotros. En este Fausto inquieto, contradictorio, complejo, a ratos descreído y a ratos apasionado, unas veces cínico y otras entusiasmado, de vuelta de todo o bruscamente enamorado, tan pronto al borde del suicidio como capaz de reinventarse una y otra vez a sí mismo, siempre afanado, siempre en pos de algo nuevo, siempre buscando… es en el que nos reconocemos todos. Y ahí está toda la genialidad de Goethe, que retomando un argumento, una trama y unas anécdotas medievales bastante triviales y trilladas sobre un mago de poca monta es capaz de plasmar la esencia más completa del espíritu del hombre moderno. Y, por si fuera poco, es capaz de salvarnos: porque ‘el que siempre aspira y se esfuerza bien puede ser salvado’.