CUARTO DE ESTUDIO

¡Estate quieto, perro! ¡No corras de un lado para otro!

¿Qué andas husmeando en el umbral de la puerta?

Echate aquí, detrás de la estufa;

te daré mi mejor cojín.

Ya que antes fuera, por las abruptas sendas,

nos divertiste con tus saltos y carreras

acepta también ahora los cuidados que te brindo

como a huésped bienvenido y pacífico.

¡Ah! Cuando en nuestra angosta celda

arde de nuevo amistosa la lámpara

también nuestro pecho se aclara

y nuestro corazón, que a sí mismo se conoce.

Vuelve a hablar la razón,

de nuevo florece la esperanza,

y se anhelan los arroyos de la vida,

¡ay!, la fuente de la vida misma.

¡No gruñas, perro! Con los sagrados tonos

que envuelven ahora a mi alma entera

no casan esos ruidos animales.

Habituados estamos a que los hombres se burlen

de todo lo que no entienden,

y que ante lo bueno y lo bello,

que a menudo les resulta fastidioso, mascullen;

¿quiere también el perro murmurar como ellos?

Mas, ¡ay! Ya siento, a pesar de mi mejor voluntad

que la satisfacción deja ya de brotar de mi pecho.

Pero ¿por qué tan presto ha de secarse el manantial

y otra vez tenemos que sentirnos sedientos?

¡Tengo ya tanta experiencia de eso!

Mas esta falta con otra cosa se puede colmar;

aprendemos a estimar lo sobrenatural,

sentimos ansias de Revelación,

y en ningún lugar brilla más digna y más bella

que en el Nuevo Testamento.

Me urge volver a abrir el texto primitivo

y con sentimiento sincero, una vez,

el sagrado original

a mi amado alemán trasladar.

[Abre un volumen y se prepara.]

Escrito está: «En el principio era el Verbo».[70]

Ya me tengo que parar. ¿Quién me ayuda a seguir?

Me resulta imposible darle tanto valor al Verbo,

tengo que traducirlo de otra manera,

si es que el espíritu bien me ilumina.

Escrito está: ¡En el principio era el sentido!

Medita bien esta primera línea

y que no se precipite tu pluma.

¿Es acaso el sentido el que todo lo obra y lo crea?

Debería poner: ¡En el principio era la fuerza!

Pero mientras escribo esto también

hay algo que me avisa de que no pare aquí.

¡Me ayuda el espíritu! De pronto ya veo el consejo

y escribo confiado: «¡En el principio era la acción

Si tengo que compartir el cuarto contigo,

perro, deja ya de aullar,

¡deja de ladrar!

A un compañero tan molesto

cerca de mí no lo pienso aguantar.

Uno de los dos

la celda tendrá que abandonar.

A disgusto levanto el derecho de asilo,

la puerta está abierta, eres libre de irte.

Pero, ¿qué veo?

¿Esto que ocurre es natural?

¿Será una sombra? ¿Será realidad?

¡Cómo se agranda y se hincha mi perro!

Se alza con violencia.

¡Esto ya no tiene forma de perro!

¡Qué espectro he traído a mi casa!

Ahora ya tiene la cara de un hipopótamo

con ojos de fuego y morro horroroso.

Pero serás mío, ¡seguro!

Para estos pobres engendros del infierno

la clave de Salomón[71] es un buen remedio.

El señor de los ratones y las ratas,

de las moscas, chinches, piojos y ranas

te ordena que te atrevas a salir aquí fuera

para roer este umbral

como si estuviera de aceite untado.

¡Ya te veo asomar de un salto!

¡Manos a la obra! La punta que me detenía

está delante del todo, en la esquina.

Un mordisco más y habremos acabado.

¡Ea, Fausto, sigue soñando, y hasta la vista!

Fausto
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