DULCE OBJETO DE DESEO

SORPRENDE y cautiva el lenguaje de María Teresa León a la hora de transmitir los recuerdos. Sabemos, de hecho, que su obra literaria se apoya básicamente en la memoria, en la lucha contra el olvido, en el discurso de una mujer que actúa con desafiante compromiso contra la represión, contra el reproche, contra las fuerzas que condenan y castigan la libertad individual, en especial la de la mujer. De esto último, del deseo femenino y de la sexualidad reprimida, hallamos confesiones muy claras en Memoria de la melancolía: «Los chicos eran siempre iguales, torpes, engreídos de serlo, audaces, candidatos inexpertos al premio mayor. Bah, nada. Manos largas. Ya no los recuerda. Los rostros han huido. Eran los chicos, el beso, la punta del pezón apretada, la mano por la pierna… ya no recuerda nada: apenas algún temblor, el viento que miraba desde lo alto de los árboles, los ojos de las cosas reprochándole al regresar a casa…»[54] María Teresa rememora con voluntad de no olvidar, negándose en todo momento a admitir una ideología sexual burguesa que reprobaba el deseo femenino, una ideología omnipresente y opresiva que hasta parecía simbólicamente espiar, con mirada patriarcal, desde el «viento que miraba» y desde «los ojos de las cosas»[55].

En otros momentos, la niña que María Teresa recuerda también es víctima de encuentros y situaciones que parece no entender, y en los que sexualmente está a merced de alguien cercano que la reduce a objeto de deseo. Sucede en las fiestas castrenses, pese a la vigilancia de sus progenitores: «La muchacha no sabe si rechazar o no esa mano que se puso audazmente en la cintura. Debe ser un regalo de las fiestas o el precio que hay que pagar al santo o al Cristo o a los sacerdotes o a la banda del regimiento de infantería»[56], «¿Cuándo fue que la mano del bailarín se escondió en su escote? Era un oficial de la escolta del rey, ¿no?»[57] Pero también lo descubrimos en episodios casi inconfesables como el ya citado de Barbastro, junto a los libros prohibidos y el aliento de un viejo loco y solitario. Aquí nos encontramos, además, con descripciones escabrosas entremezcladas con otras generadoras de placer y libertad como son la lectura y la escritura. Fue en ese caserón, con la presencia también cercana de sus padres, donde María Teresa tuvo acceso a libros proscritos y al deleite pleno de la lectura, pero ello a cambio de su inocencia. Se presenta aquí la gran paradoja de una sociedad sexualmente represiva que, obsesionada por controlar precisamente eso, la sexualidad femenina, permite el abuso incestuoso.

Frente a estas afirmaciones, la rebeldía de nuestra autora se manifestó en una escritura dirigida a romper y subvertir el orden sexual establecido, a no sucumbir ante él con el silencio. De este modo, en sus memorias también hallamos páginas donde la niña, incumpliendo felizmente las elementales leyes del decoro, experimentando un deseo sentido sin vergüenza, pasa de objeto deseado y pasivo a sujeto deseante. Y la primera acción fue contemplarse ante el espejo, libre, para admirar y admitir su desnudez: «Creía entonces que jamás podría mirarme en un espejo. Tardé mucho, mucho en hacerlo como se debe, pensando el pro y el contra. Lo hice mucho más tarde, inesperadamente y estaba desnuda. De pronto pensé que no era yo. ¿Yo? Y me fui acercando despacio, despacio a la imagen sorprendentemente blanca y rubia hasta tropezar con el cristal frío y aplastarme contra él para borrarme, para quitarme aquel ansia de llorar de gozo»[58] . También invirtió el orden de esa naturaleza confabulada hasta entonces con las fuerzas vigilantes, con esa mirada inquisidora, para ofrecer una imagen limpia donde el agua y el arroyo se alían con los jóvenes en su primer beso y en su primer acercamiento sexual:

«Y entonces comenzó el juego ininterrumpido, el juego bien jugado junto a la fuente, los pinos, las mentas húmedas, las retamas. El lenguaje ceceante levemente iba bien junto a la fuente, los pinos, las mentas… aquellos cabellos largos buenos para peinarlos, mirándose en el arroyo, viendo pasar su vida pobre, maltratada, verla cómo, al besarse, desaparecía.

»Sí, cree que la besaron en los hombros o puede que fuera en los labios o en los ojos… Hundieron juntos las manos en el agua helada de la sierra y él se las secó en el pelo de la muchacha, tendido sobre el césped»[59].

Alegra descubrir en esas líneas cómo el deseo masculino también es deseo propio, deseo compartido. En cualquier caso, como veremos más adelante, cuando María Teresa encuentre de verdad el amor junto a Rafael Alberti, esa visión del patriarcado, de la sexualidad masculina y, en general, del hombre en su rol inquisitivo y represor, se transformará sustancialmente.