DOÑA OLIVA EN AMÉRICA
NO acabaría ese año de 1947 sin una aplaudida intervención de María Teresa en su periplo argentino durante una conferencia organizada por Amigos del Arte de Rosario que la autora riojana tituló «Quién era la Dulcinea del Toboso»[475].
Continuarían los viajes, el trabajo callado y también los encuentros con amigos dispersos por el continente o con viejos compañeros que abandonaban Europa. La llegada de Corpus Barga a Perú en 1948 desató gran entusiasmo en la escritora que trató por todos los medios de organizarle una gira por Argentina y celebrar su venida.
«Querido Corpus!
»¡Tú en América! No te perdonará Dios ni nosotros si no vienes a la Argentina. Ya he hablado con una especie de Asociación de Intelectuales Españoles para que patrocinen tus conferencias. Claro que nuestra pobreza no puede cubrirte el viaje hasta aquí pero te garantizamos el teatro lleno y muchos miles de pesos. Nos dicen que vas a ir a Chile, luego, lógicamente tu camino será éste. Dinos para cuándo llegarás, temas de las conferencias, etc. Así hizo León Felipe y no le fue nada mal. Yo te aconsejo que llegues aquí. Hoy escribo a Montevideo a Bergamín para contratarte allí algunas conferencias. Pero necesitamos los temas. Y nada más, porque ésta es una urgentísima carta conminatoria. Lo demás lo hablaremos cara a cara»[476].
Por esta carta manuscrita, fechada en Buenos Aires el 16 de junio de 1948, sabemos que ha habido movimientos de antiguos amigos y camaradas, desde la visita peregrina de León Felipe, exiliado en México desde 1938, a la presencia cercana de José Bergamín, que tras su destierro mexicano y un breve periodo en Venezuela, llevaba tres años instalado en Montevideo, donde permanecería hasta 1954. Pese a la situación de «pobreza» a la que alude nuestra escritora, los Alberti seguían disfrutando de La Gallarda en las costas de Uruguay. Es precisamente ese rincón familiar el que María Teresa ofrece de nuevo, meses más tarde, a Corpus Barga para que pase la Navidad con ellos si, por fin, se anima a viajar a Argentina: «te recordamos mucho y queremos que insistas en venir a Buenos Aires […]. Figúrate la de cosas que tenemos que contarnos. Si vinieses para el mes de diciembre podríamos pasar las Navidades juntos en Punta del Este donde tenemos una casita funcional para la poesía. Entre los pinos del jardín, al final del terreno, hay una habitación aislada que te ofrecemos encantados. Yo estoy esperando a mi madre que llegará de España de un momento a otro. ¡Estoy tan emocionada!»[477].
Corpus tampoco acudió a la llamada de María Teresa esos últimos meses de 1948, pero quien sí llegó a Buenos Aires, después de casi diez años sin ver ni sentir de cerca a su hija, fue doña Oliva Goyri. A finales de 1948, procedente de Madrid en un vuelo de agotadoras escalas, la madre de la escritora abrazaba de nuevo a los Alberti y, por vez primera, a su nieta Aitana, a la que aún no conocía. Parecía casi un milagro que a sus setenta y largos años, la anciana se atreviese a tomar un avión, a cruzar el océano y a plantarse en casa de su hija, la escritora desterrada. Aitana Alberti, que contaba entonces con apenas nueve años, recuerda que la llegada de la abuela, recibida con fervor por la familia, fue todo un desembarco de aromas, de olores y de recuerdos, aunque más lo sería cuando, días después, llegaba al puerto el enorme baúl-armario con sus reliquias y pertenencias:
«Capitaneados por la impaciencia, fuimos todos al puerto a ver atracar el navío que ha cruzado el océano trayéndonos tan “primoroso” retablo de la abuela: cada reliquia, una historia divinamente contada.
»Al ser abierto el baúl en nuestra casa de la calle de Las Heras, un intenso aroma a violetas se esparce por el salón. Doña Oliva Goyri de la Llera, esbelta, menuda, pelo blanquísimo en elegante moño, cinta de terciopelo negro al cuello, huele del mismo modo. […] El baúl es un armario portátil, con cajones, tapas misteriosas, perchas para los vestidos… Los claros ojos azules de la abuela hablan por sí solos: “¡Anda, regístralo todo!”, me dicen. Por ensalmo, desaparezco bajo las cortinas de seda amarillas (“Las cortinas de la abuela Rosario, madre; ¿cómo has podido recuperarlas?”), descubro cubiertos de plata con monograma; pañuelos y sábanas de hilo bordadas por las hadas (“La cubertería y las sábanas del ajuar…”); finos guantes; mantones de manila en los que una flora delirante prodiga sus colores… Nunca he visto a mi madre más contenta. Ante cada mínimo tesoro, ríe y palmotea con infantil alborozo, entreveo sus trenzas rubias y el recatado brillo de sus medias oscuras de la foto del colegio Sagrado Corazón»[478].
Como relata Aitana, María Teresa vibraba de alegría con aquel encuentro tan deseado. Fue una experiencia necesaria que reparaba de golpe emociones guardadas, desencuentros y hasta pequeños rencores jamás confesados. Mucha agua había caído sobre el mundo desde entonces, desde aquella infancia a la que nunca quiso volver nuestra escritora, de aquellos días de adolescencia en los que algo la distanció de su madre, siempre dispuesta a corregir, a reprochar y hasta censurar sus decisiones, sus actos, sus pensamientos… Pero ahora, tan lejos ya de aquellas desavenencias, con el amor a flor de piel, doña Oliva se revelaba como la madre de todos los deberes que permaneció firme y leal al lado de su hija en los momentos más delicados: cuando ésta regresó al hogar paterno tras el fracaso de su primer matrimonio; cuando, en medio del escándalo, unió su vida a la del poeta Rafael Alberti; cuando ambos escritores decidieron, asumiendo todas las consecuencias, afiliarse al Partido Comunista y significarse políticamente. También se mantuvo firme junto a su hija durante la guerra, tratando de digerir la difícil coyuntura de que en el bando franquista, con elevado rango militar, luchaba Ángel León, hermano de María Teresa e hijo asimismo de doña Oliva.
La autora de Contra viento y marea recordaba aquellos días como un tiempo especialmente feliz; feliz para ella, que descubría en su abuela a un ser fascinante. «Fue para mí una época cuajada de situaciones insólitas y divertidas. Siempre vestida de gris, malva o negro, finísima, garbosa, le encantaba intercalar en sus diálogos, si la ocasión lo merecía, alguna palabra fuerte… en francés. Dominaba a la perfección dos artes difíciles: ser el centro de la conversación y envejecer con naturalidad»[479] . Acostumbró a la pequeña a dormirse cada noche con historias y canciones de sus antepasados, relatos que muchas veces desvelaban la imaginación de Aitana. Y entre ellas, siempre algún episodio del abuelo, el padre de María Teresa, cuya foto con uniforme de gala descansaba como castigo por sus infidelidades en el fondo del baúl. «Estuvo en la guerra de Cuba, hija -le contaba a la niña-. Los españoles hemos perdido unas cuantas guerras durante los últimos años. […] El abuelo siempre añoró Cuba, pese a los horrores y penurias de la guerra. Cada vez que discutíamos (lo cual no era infrecuente) maldecía haber regresado»[480] . También aprendió de la abuela los poemas de Santa Teresa y de San Juan de la Cruz. La devoción por ellos la mantenía sobre una mesilla, con la imagen de los dos santos poetas escoltándole el sueño cada noche, juntos a sus libros, un misal cargado de estampitas, una pequeña Biblia y las «Florecillas» de San Francisco de Asís. «La abuela leía una y otra vez aquellos versos solares que al principio fueron solo “música callada” para ir adquiriendo dentro de mí una dimensión que trascendía la conmovedora pureza del idioma […] Ella amaba el mundo y sus criaturas con la misma intensa alegría con que ambos santos cantaban sus alabanzas. De igual modo, empleando un lenguaje transido de inocencia, me relataba escenas de la vida de Jesús y los apóstoles mostrando a mi fantasía extasiada toda una galería de retablillos pletóricos de ingenuo encanto. Me quedé huérfana de Dios al volver doña Oliva a España»[481].
También debió de quedarse algo huérfana en aquel destierro bonaerense María Teresa León cuando su madre regresó a España. El relato que dejó escrito sobre la ausencia materna estremece por su intensidad y da buena cuenta de la deliciosa prosa con la que están tejidas las páginas de Memoria de la melancolía:
«¡Si tú supieras, madre! Esta mañana al abrir un cajón, entre guantes descabalados y recuerdos marchitos, encontré un retrato tuyo. Hasta hoy no he sabido mirarlo. No, no había mirado nunca el paso de la vida sobre ti, tus vacilaciones, tus trabajos, tus angustias, tus inquietudes… Hay un leve polvo sobre tu cara, el que levanta la existencia al vivirla, suavemente gris. ¡Cuánto te quise de pronto! Eras mía, únicamente mi madre. No te parecías a ninguna, pertenecías a ese claro milagro de la existencia del hombre: Yo era tu carne.
»Y sentí como si me llamases para transmitirme tus poderes. La voz tuya, tan admirable, me anunciaba que yo iba a ser como tú, nada más que como tú. Besé tu imagen y me senté a quererte»[482].