SALUDANDO A LA PRIMAVERA

A la buena nueva de la publicación de Memoria de la melancolía cabe unir la visita ese mismo año de Teresa Sánchez Alberti, sobrina del poeta gaditano, a quien ni Rafael ni María Teresa conocían todavía. Aquélla guardó siempre detalles de esa Navidad compartida con sus tíos, a los que pudo abrazar «un 23 de diciembre de 1970». «Lo primero que me llamaba la atención de aquella casa-museo situada en el bohemio barrio romano del Trastevere -recordaba Teresa Sánchez- era el cartel que sin ningún pudor, aunque con cierta ternura, colgaba a la puerta: “No se enfade: No se escriben prólogos”. Aquella casa guardaba preciados tesoros que pese a las dificultades de su condición de nómadas, habían conseguido conservar celosamente […] El rostro de María Teresa no había perdido la belleza y la elegancia con la que siempre me la habían descrito y que ni siquiera cuarenta años de exilio le habían conseguido arrebatar. […] El 31 de diciembre prepararon una gran cena de fin de año, donde tuve la oportunidad de conocer a Mariana Dorta, Ignacio Delogus, Marcello Mastroianni y Pepe Ortega, entre otros, todos ellos grandes amigos suyos durante el exilio, Fue una noche mágica. Se podía palpar la ilusión y lo cerca de España que les hacía sentir nuestra presencia. La despedida el 1 de enero de 1971 fue triste, habíamos pasado unos días inolvidables. Al despedirnos, María Teresa me dijo al abrazarme: “Volveré a España y entraré por la Puerta de Alcalá en un gran caballo blanco”»[605].

Ese año de 1970, Aitana Alberti ya vivía en España, concretamente en una casa situada en Torremolinos que, por despertar en ella nostalgia de las playas uruguayas de su infancia en Punta del Este, fue bautizada con el nombre de La Gallarda. «Desde los ventanales de La Gallarda recién nacida, construida en el flanco de una colina, saludaba al mar cada mañana procurando ignorar los edificios que afeaban su azul lejanía»[606].

Transcurría el tiempo en el viejo Trastevere, apenas interrumpido por algún viaje de los Alberti a Francia o a Rumanía en 1971. Una escapada primero a la Costa Azul para celebrar los 90 años de Picasso; un paseo por Bucarest para revisar de nuevo el corazón de la escritora… Y los paseos por la ciudad eterna las tardes de sol: «Ahora atravieso todos los días en Roma una puerta almenada -evoca María Teresa-, luego saludo a Pietro, a Ferrucio, los dueños del bar y, antes de tomar la cuesta de Vía Garibaldi, vuelvo los ojos hacia una casita pequeña, intocable, donde está hoy el restorán Rómulo. Retrocedo muy lejos hasta Madrid, un Madrid grande para mis ojos pequeñitos y voy hacia la calle de la Princesa por donde pasaba un tranvía que nos llevaba a los chicos a patinar a Parisiana»[607].

En el otoño de 1972, algunos testimonios sitúan los primeros síntomas de la enfermedad mental que acabaría apagando los recuerdos y la vida de María Teresa León. «El exilio romano de María Teresa tiene dos etapas -aclara Arniz Sanz-: una, de gran lucidez y de una importante actividad cultural, y, otra, en que comienza a perder la memoria y otras facultades, y que se agravarán tras su regreso a España»[608] . Y ese principio de desmemoria se atisba ya, siquiera levemente, en la carta que ese año remite a Gonzalo de Sebastián. En ella, como en tantas otras, relata al hijo detalles de su vida cotidiana en Roma y aprovecha la misiva para contarle el grave accidente sufrido al caer por las escaleras de un cine, golpeándose severamente la cabeza. En el texto podemos ya apreciar la repetición injustificada de algunas preguntas, como si no fuera consciente de que ya las había formulado en otro punto del relato:

«Gonzalo, hijo:

»¿Cuánto tiempo hace que no vienes? ¿Cuánto tiempo que no veo a ninguno de vosotros? Ya habrá comenzado el otoño ¿Y aquel campo de tantas hectáreas que ibas a comprar? Nosotros saludamos a la primavera. Estamos yendo y viniendo todo el tiempo: conferencias, discursos, homenajes, etc. Mañana nos vamos a Cerdeña que creo que es una isla preciosa […] Luego a Antícoli. Allí, por lo menos, no te pisan los automóviles y puedes ver volar a los pájaros y nuestro zoológico está feliz. ¿Os comprasteis aquel campo de no sé cuántas hectáreas que teníais visto? ¡Ay!, cuanto más conozco a los hombres más me gustan los perros y los gatos y cuanto más vivo en Roma más quiero a los árboles. Está insoportable este ir y venir de ruedas. Creo que los niños nacerán con ruedecitas en los pies. Menos mal que el sol nos alegra, y el trabajo. Yo trabajo siempre aunque hace unos días me caí en la escalera de un cine -de hierro- y me rompí la cabeza. Me llevaron al Hospital en la ambulancia, perdí mucha sangre, pero como soy castellana, mi cabeza dura resistió y estoy casi bien. Me dieron muchos puntos. Si llega a entrar adentro algo de sangre dicen que no te lo estaría contando. Ya estoy bien, pero como me cortaron tanto el pelo creo que tendré que comprarme una peluca. Pero no te preocupes, todo marcha y un ‘resbalón’ cualquiera lo da en la vida (¡Música!).

Bueno hijos queridos, besos y abrazos de la Babucha, del Chico, de los gatos, del loro -que grita: ¡Mamá! ¡Mamá!- de los canarios que cantan, cantan, ¡Buenos días! ¡Buenos días! De Rafael que pinta y de vuestra madre… que casi está llorando»[609].

 

Parecía claro que algo no marchaba bien. Nuestra escritora comenzaba a padecer pequeñas lagunas mentales, caía en continuos olvidos y se sentía de pronto extraviada. Los seres más cercanos a ella eran testigos de sus pequeños despropósitos. En ese año de 1972, Teresa Alberti, que visitaba de nuevo a sus tíos por Navidad y celebraba con ellos el 70 cumpleaños de Rafael, se dio perfecta cuenta de que María Teresa no se acordaba de muchas cosas, confundía nombres y equivocaba fechas, incluso abría regalos que a los pocos minutos ya no sabía de quiénes eran.

El relato de María Fernanda Thomás de Carranza, esposa del pintor José Caballero, se asemejaba mucho al de la sobrina del poeta gaditano: «Era muy raro -decía María Fernanda- ver cómo, de pronto, aquella mujer cuya memoria e inteligencia habían sido prodigiosas, te repetía algo una y otra vez. Resultaba imposible no fijarse en eso. “¿Has ido a comprar zapatos”, te decía. “Ya sabes que en Roma los zapatos son estupendos.” A los diez minutos, cuando se estaba hablando de cualquier otro tema, te interrumpía de nuevo: “¿Has ido a comprar zapatos? Ya sabes que en Roma los zapatos son estupendos”. Y así siete u ocho veces en un par de horas. Aquel viaje ya nos dejó preocupados»[610].

Ya entrados en 1973, el gobierno rumano, en reconocimiento a la labor realizada en favor de su patrimonio literario, concede a María Teresa y a Rafael la Medalla de la Cultura de Rumanía. Por una carta remitida a Gonzalo Losada en mayo de ese año sabemos que nuestra escritora ya no se hallaba en pleno uso de sus facultades mentales y físicas, aunque aún seguía escribiendo y soñando con publicar nuevas obras. La intensa luminosidad de los años argentinos se oscurecía en los días italianos. La actividad de María Teresa empezaba a acompasarse, a ralentizarse entre sus afanes diarios: «Acabo de recibir mi saldo de Memoria de la melancolía -declaraba a su editor-. Gracias. Me servirá para inaugurar el verano comprándome un traje. Iremos a Antícoli, ese pueblecito precioso donde hasta tenemos jardín […] ¿Quisieras hacer un librito con mi obra de teatro (La libertad en el tejado)? ¿Te la mando? ¿Te gustaría publicar en edición pequeña Sonríe China? Yo acabo de traducir las fábulas de Leonardo da Vinci, pero lo importante es la novela que terminé este verano. Tú la leerás primero que nadie. Como verás, aunque mi pelo esté blanco, las ideas están brillantes y rubias dentro de mi cabeza. Soy de la casta de los de Burgos y no es tan fácil cansarme»[611].

La enfermedad de María Teresa, lenta pero firme, alcanzó cierto grado de preocupación cuando, una tarde, nuestra escritora regresó a casa envuelta en lágrimas: la habían relevado de su cargo en la Junta del Centro Histórico y Artístico de Anticoli Corrado. Irritado por la noticia, Alberti, que venía atribuyendo los despistes y los olvidos de su esposa a una vulgar depresión, llamó por teléfono a los responsables de la junta de Anticoli Corrado: «“Pero, ¿cómo es posible que expulséis a María Teresa? ¿Cómo sois capaces de tratar de ese modo a una amiga, a una persona como ella?” Al otro lado de la línea, le contestaron: “Pero Rafael, ¿es que tú no sabes cómo se encuentra María Teresa? Está muy mal. Lo confunde y lo enreda todo. Aquí no hay nadie que no la quiera, que no la respete, tú ya lo sabes. Pero no podemos seguir de este modo. María Teresa arruina cada una de nuestras reuniones. ¡Tienes que llevarla a un médico!”»[612] . El especialista que la vio no dudó en diagnosticar un grave principio de arteriosclerosis, el mismo mal que asoló la vida de su madre, doña Oliva Goyri, y de su abuela, Rosario de la Llera.

A pesar de esas sombras que, intermitentemente, iban menguando los recuerdos de la escritora riojana, la lucidez de otros momentos la mantenían despierta e informada de cuanto pasaba en el mundo, atenta aún a los acontecimientos que sacudían la vida de amigos y de seres del corazón. Lo vemos en una carta que María Teresa redactó en el otoño de 1973 para su hijo Gonzalo y para Leonor, la esposa de éste. En la misiva da cuenta del dolor sentido por la muerte de Pablo Neruda, por el golpe de Estado contra el Gobierno de Salvador Allende y por el adiós definitivo, también, de Pablo Picasso:

 

«Hijos queridos; ¡Qué lejanos estamos! Sueño con que llegáis a despertarme, a abrazarme, a quererme, pero eso no sucede.

»Gonzalo, ¿No tenías que venir a Europa? ¿No recibiste mi carta de fin de año? Dicen que el correo italiano está sobrepasado y la distribución se hace entre veinte y treinta días después. ¡Qué gran edad la nuestra! Mejor llevarlas a mano, ¿no?

»Mis nietos, ¿cómo están? ¿La luz de la casa sigue sabiéndolo todo sin estudiar nunca? Los anticolanos la están esperando. Los anticolanos deben de tener ahora mucho frío, nosotros no tanto, ha habido sol y no sabemos si es invierno o verano.

»Hemos hablado mucho de vosotros -Rafael y yo- ¡Cuánto os queremos!, ¿venís o no venís este año? Estamos preocupados. Lo de Chile nos dejó muy triste. ¡Neruda muerto! Picasso…

»No quiero hablar más de tristezas. Llegamos el domingo y estaremos 6 días, claro que para hablar y para pedir para la pobre gente de España.

»Escribidme. Sin vosotros me parece dormir -sin soñar- y os beso a todos juntos como si fuerais un ramo de flores. Mamá»[613].

 

Ese año, la escritora Antonina Rodrigo visitaba por primera vez a los Alberti. De aquel encuentro dio cumplida noticia años después en su libro Mujeres para la historia. La España silenciada del siglo XX. Ella fue testigo también del deterioro mental de María Teresa y no dudó en confesarlo en las páginas de su obra con tristeza y turbación: «Conocí a María Teresa León, en mayo de 1973, en su hermosa casa del barrio romano del Trastevere, muy cerca del discurrir del Tíber, su memoria empezaba a nublar su claro entendimiento. Emprendía ya la huida por el camino de las sombras, pero todavía eran fugas repentinas, lagunas poco dilatadas, en las que pronto reaparecía su fulgurante lucidez, como un sol radiante escapado entre negros nubarrones y, entonces, como el sol, su palabra brillaba más»[614].