BUENOS AIRES, 1940
MARÍA TERESA León y Rafael Alberti llegaron a Buenos Aires el 2 de marzo de 1940. Los 20 días de navegación fueron un verdadero tormento para el matrimonio, que sufrió la humillación de viajar en la bodega, como la mayor parte de exiliados, y en condiciones escasamente higiénicas. «El barco iba hasta los topes -escribía María Teresa durante la travesía, a la semana de embarcar-. […] Se oía hablar español como en Cádiz. […] No necesito deciros la depresión, el desánimo, la tristeza inmensa. Pedimos agua de Vichy y nos contestaron “¿Creen que están ustedes en primera?”, dicho con el más estirado acento de Marsella. En fin, que me quedé otras doce horas más sin comer, sin beber y jurando. […] el barco es de esos que en tiempo de guerra se echan a los submarinos…»[400]
Parecía, en verdad, que no tenían derecho a recibir atención médica en caso de enfermedad o indisposición, como así ocurrió, ya que la autora de Cuentos para soñar, que había embarcado en un lamentable estado de debilidad debido a la gripe que padecía, sufrió durante días un cuadro de fiebre alta. Ni siquiera le dieron una naranjada para aplacarle la sed, protestaba el esposo-poeta, quien después de muchos ruegos y de agotar el dinero que llevaban encima logró que el contramaestre trasladara a María Teresa a uno de los camarotes de segunda clase que iban prácticamente vacíos en aquel barco francés. Incluso en el último momento, cuando el Mendoza atracaba en el puerto de Río de la Plata y eran recibidos por una muchedumbre de amigos y admiradores, tuvieron que oír del mismo oficial que les había negado el pan y el agua la frase «Mais, Monsieur, ça il fallait le dire»[401].
En efecto, a la pareja española le esperaba un numeroso grupo de artistas, escritores y periodistas argentinos, uruguayos y españoles en el exilio. Llegaban como un símbolo de la causa republicana, de la lucha contra el fascismo y de la literatura de una generación escindida e irrepetible. Si en principio Buenos Aires iba a ser sólo una escala en el camino hacia Chile, las circunstancias que se presentaron al poco de llegar y, principalmente, la sincera acogida que tuvieron entre aquellas gentes cambiarían el rumbo de las cosas y disiparían pronto las dudas sobre la decisión de quedarse en Argentina. «¡Cuánta gente aglomerada, esperando! -anotaba María Teresa en sus memorias-. Vimos subir a una señora joven con gafas que preguntaba y se reía. Tardó muy poco en atropellarnos con sus preguntas: Rafael Alberti, ¿verdad? Y María Teresa. Soy la cónsul de Chile, por eso me han dejado pasar. Bienvenidos. Me llamo Marta Brunet»[402] . Era, tal y como la recordaba la autora de Juego limpio, Marta Brunet, escritora y cónsul chilena, a quien acompañaban en aquel recibimiento fraterno en el muelle la escultora María Carmen Portela y su hermana, también artista, Margot Portela Parker (la Malinverno de las charlas jocosas), el matrimonio Rojas Paz (Pablo y su esposa Sara Tornú, La Rubia), el director de cine Arturo Mom (Neneo para los amigos), Gori Muñoz y su esposa Carmen Antón, el abogado Rodolfo Aráoz Alfaro y el pintor jienense Manuel Ángeles Ortiz, liberado pocos meses antes del campo de concentración de Saint Cyprien gracias a la oportuna intervención de Picasso. Sin embargo, en aquella bienvenida faltaba la escritora Amparo Mom, con quien María Teresa había contactado repetidas veces desde su despedida en Francia. La esposa del poeta Raúl González Tuñón era la amiga hospitalaria que no paraba de animar a los Alberti para que fijaran su residencia en Buenos Aires. Lo había hecho durante sus encuentros parisinos en la casa de Quai de l’Horloge y lo repetiría después con la misma franqueza desde el otro lado del Atlántico en su cartas cruzadas con el matrimonio español. Nuestra escritora preguntó extrañada y recelosa por ella sin imaginar que Amparo había fallecido pocos días antes de su llegada: «¿Y Amparito?, volví a preguntar varias veces a Marta Brunet, mientras enseñaba en la Aduana de Buenos Aires los cuatro libros y los tres trajes viejos. No me contestó directamente. Dijo: su hermano Arturo Mom os está esperando. […] De pronto sentí que me abrazaban. Era Manolo Ángeles Ortiz, el pintor español. ¿Por qué lloraba? Arturo Mom apretó mi cabeza contra su pecho ancho para que yo no le viera las lágrimas. Para qué preguntar más. ¡Adiós amable llegada a la orilla nueva! ¡Adiós alegría de sentirse seguros! ¡Adiós felicidad de ver tantos amigos levantando el puño, saludándonos! Amparito no podría venir… estaba muerta. […] Tres días antes la muerte la había dejado inmóvil, llevándonos con ella, ya que nos nombró instantes antes de cerrar sus hermosos ojos oscuros. […] Nos alojaron en su casa, como ella había querido. Todo tenía que suceder según su previsión. Manuel Ángeles nos dio la fotografía última de Amparo. La bajaban hacia la tierra. Llegamos tarde… Demasiado tarde»[403].
Aquellos primeros días los pasaron, por expreso deseo de la fallecida, en casa de Arturo Mom, hermano de Amparo y director de éxito en el cine argentino de la época. «Amparo nos esperaba y dio órdenes para que nos recibiesen -continúa María Teresa-, para alojarnos, para que fuese más dulce nuestro destierro. Habló hasta el último instante de lo que debía hacerse con aquellos españoles que iban a llegar a Buenos Aires. María Carmen Portela, tan hermosa, tan alta, nos lo contó después y nos aseguró que éramos la última imagen que quedó en los ojos fijos de Amparo, muerta»[404].
Pero aquél sería sólo alojamiento provisional en una ciudad y en un país en el que debían tramitar, cuanto antes, los papeles de residencia si decidían quedarse a vivir en él. Y en esa toma de decisión jugaron un papel determinante dos hechos tan poderosos como la designación ya confirmada de Pablo Neruda como cónsul de Chile en México, adonde el poeta se trasladaría con Delia del Carril el 19 de junio de ese mismo año, y la invitación del editor Gonzalo Losada, gran protector del matrimonio español, como así veremos, a quedarse en Argentina garantizándoles su apoyo y los primeros ingresos en concepto de derechos de autor, principalmente por algunas de las obras de Rafael Alberti. «¿Y para qué ir a Chile si estoy yo en Buenos Aires? -les dijo- ¿No soy yo el que va a editar vuestros libros?»[405] . Y en buena medida así fue.
Enseguida llegarían también las nuevas amistades, esos nombres que Alberti menciona con detalle en diversos trabajos con el propósito de no olvidar a ninguno de ellos: «Norah Lange y Oliverio Girondo, Pepe González Carbalho, Fermín Estrella Gutiérrez, Eduardo González Lanuza, Leónidas Barletta, Enrique Amorim, Ricardo E. Molinari, Pedro Henríquez Ureña, María Rosa Oliver, Norberto Frontini, Max Schwartz, el doctor Emilio Troise, los matrimonios Kornblith y Scheimberg y tantos otros amigos que nos ayudaron, después de tan tremendos y difíciles años, a iniciar nuestra vida americana»[406].
Sin entrar aún en detalles sobre el periplo literario y humano que iba a recorrer María Teresa en su nueva vida americana, es necesario recordar lo que aquellos primeros años significó Argentina para ella y para buena parte de españoles que vivieron la dura aventura del destierro desde la ingenua y esperanzadora idea de volver, de regresar a España en un plazo nunca demasiado largo. Y con esa creencia, siquiera íntima, secreta, a nuestra escritora no le costaría demasiado integrarse en la vida cultural porteña desde el primer momento; de hecho, Buenos Aires era una urbe acogedora para el extranjero que podía presumir de prosperidad económica, de aire cosmopolita y de gran expansión demográfica. La capital argentina era el espacio ideal para que los intelectuales desterrados tuvieran sus círculos de reunión y sus lugares de contacto y esparcimiento. Como señala Emilia de Zuleta en su libro Españoles en Argentina[407], la vida discurría para ellos por los cafés de la Avenida de Mayo -el Iberia, el Español, Casa de la Troya, cerca del Hotel Castelar-, las redacciones de los diarios y las revistas que proliferaban en esos años cuarenta. «¡Qué Buenos Aires aquel de nuestra primera amistad con la vida nueva! -manifestaba María Teresa en sus memorias-. En las mesas de los cafés de la Avenida de Mayo se discutía y se gritaba como si aún Madrid estuviese defendiéndose»[408].
La visión más completa del Buenos Aires de 1940 nos la ofrece Carmen García Antón, esposa del pintor y escenógrafo valenciano Gori Muñoz -exiliados españoles ambos y amigos de nuestra escritora- en su libro Visto al pasar. República, guerra y exilio.[409] En él, Carmen aporta detalles imprescindibles para entender el ambiente cultural porteño:
«Buenos Aires en el año cuarenta era una maravillosa ciudad, refugio de las principales expresiones artísticas como resultado de la guerra que asolaba a Europa: todos los espectáculos más destacados mundialmente se presentaban en las muy numerosas salas teatrales de la capital. Recuerdo los ballets de Montecarlo, Catherine Dunham, Martha Graham, musicales como Porgy and Bess, directores como Toscanini, Stokovsky, Katchaturian, grandes pianistas, artistas de music-hall, Chevalier, Charles Trenet, Marlene, el mejor jazz de Louis Armstrong, Ella Fitzgerald, el Cotton Club, Duke Ellington… el mejor teatro francés con Louis Jouvet, Pierre Brasseur, el gran teatro italiano con Emma Gramatica, Vittorio Gassman; el teatro judío de Nueva York con Ben Ami, todo lo mejor del mundo, recitales, conferencias, tenían lugar en Buenos Aires, ciudad celebrada por su prestigio cultural y una economía floreciente. La Avenida de Mayo resplandecía con sus tertulias, resabios de tiempos perdidos por España. […] Se podía decir como Hemingway sobre París: Buenos Aires era una fiesta…»[410]
A la transformación de ese ambiente en un espacio cordial y fraterno para el desterrado contribuyó, sin duda, la simpatía que la gran mayoría de representantes de la intelectualidad manifestaba por la suerte de la República. Sin embargo, tampoco hay que olvidar que en aquella Argentina en la que amplios sectores sociales disfrutaban de una situación económicamente próspera -pese a los sucesivos regímenes militares-, los exiliados eran vistos como un problema, incluso como una amenaza, por los diferentes gobiernos. Prueba de ello son las dificultades que los Alberti encontraron para legalizar su situación.
Como ha relatado el profesor y diplomático argentino Sergi Alberto Baur, cuando en 1940 María Teresa León y Rafael Alberti llegan a Buenos Aires, Argentina comenzaba a vivir «la agonía del régimen conservador que había dominado la escena política nacional durante los últimos diez años. El comienzo de la II Guerra mundial y el carácter neutral que los gobiernos concibieron para afrontar el conflicto hace que en 1943 la Argentina sea el único país latinoamericano que mantiene relaciones con el eje. Es en este año, tras el derrocamiento del presidente Ramón Castillo, la brevísima presidencia de Arturo Rawson, hasta su reemplazo por el general P. Ramírez, cuando se produce la gran transformación política y social argentina con la aparición del entonces coronel Juan D. Perón»[411].
Pero aún nos encontramos en marzo de 1940, y lo que María Teresa debió de sentir en lo más profundo aquellos primeros días en Buenos Aires fue el calor de quienes pronto serían amigos leales y verdaderos; un ambiente afable que se encargó de caldear oportunamente entre los españoles ya instalados en Argentina, así como entre la intelectualidad nativa, el mismo Corpus Barga desde París, quien, once días antes de la llegada del matrimonio al muelle del Río de la Plata, para ir abriendo boca, se adelantaba a publicar en el diario bonaerense El Sol el artículo titulado «El poeta del Ángel, Alberti, nos visitará». En él anunciaba la llegada del matrimonio de escritores a la ciudad argentina y animaba a los lectores a recibirlos con los brazos abiertos: «Seguramente sabréis recibirle como recibisteis en sus días mejores a su compañero García Lorca. Con él va su mujer, María Teresa León, que es más que su mitad. María Teresa, escritora con personalidad propia, es de Burgos. Alberti, de Cádiz. Burgos y Cádiz, es decir, toda España y ya América. ¡Que América proteja a vuestras figuras y a vuestro genio, pareja simbólica, María Teresa y Rafael!»[412]
Uno de esos hombres leales que les recibió con sincero afecto fue, como ya hemos señalado, Gonzalo Losada. El editor madrileño había llegado a Buenos Aires en 1928 como gerente de la editorial Espasa-Calpe. Su relación con la empresa y con España se vio interrumpida durante los primeros años de la Guerra Civil, de modo que transformó la sucursal de una sociedad anónima y creó la histórica colección Austral. En 1938, Losada abandona definitivamente la firma por serias discrepancias con los dueños de la editorial española, que pretendían aplicar un control estricto sobre las obras y sus autores, además de otras medidas muy próximas a la censura. Es en 1938 cuando, con el apoyo principal de Guillermo de Torre y Attilio Rossi, Gonzalo crea la Editorial Losada. Apoyado siempre en sus profundas convicciones republicanas, su empresa será desde aquel momento un vehículo crucial para los escritores exiliados que llegan paulatinamente a América; y el caso de María Teresa León y Rafael Alberti no podía ser menos. El editor propuso a la pareja una ayuda económica concreta que les permitiera iniciar la vida en aquel país. Los términos exactos de aquel compromiso nunca quedaron claros, aunque de ajustarnos al testimonio del propio Alberti, Losada entregaría a Rafael una suma de dinero en concepto de una publicación anterior, asegurándole al mismo tiempo un dinero fijo mensual a cuenta de obras futuras.[413] En La arboleda perdida, el poeta gaditano confiesa que Gonzalo Losada fue quien solucionó «nuestra tan incierta situación. Él me contrató en seguida mi nuevo libro, Entre el clavel y la espada, que yo había comenzado a escribir en Francia […]. Nos pagó durante varios meses los derechos del libro, como también el resto que me debía por mi Antología poética, publicada unos meses antes. […] Publicó, al fin, todos mis libros y algunos de María Teresa»[414].
El recuerdo de María Teresa León gana en intensidad cuando en Memoria de la melancolía declara que a «Losada lo sentimos en todo momento cerca. […] Es un personaje de esos que España da a la luz de cuando en cuando. […] se cultiva y cultiva una manera de ser diferente a la de los otros editores: sonríe, adivina, sabe respetar el talento, alardea de cierta modestia que suele gustar mucho a los orgullosos intelectuales. […] Durante años y años, Gonzalo Losada no ha hecho más que abrir libros y presidir consejos, durante años y años ha dado el pase y edítese a nuestros libros. ¿Cómo no darle las gracias?»[415] . Lo cierto es que María Teresa no podía manifestar más que agradecimiento hacia alguien que se unió intensamente a la vida profesional y cotidiana de la escritora en aquellos difíciles años del destierro; alguien con quien compartiría los veranos, el mismo edificio de apartamentos y a quien cedería el privilegio de apadrinar, llegado el momento, a su hija Aitana. Era tan estrecho aquel vínculo que, como recuerda Mabel Peremartí, la secretaria del editor durante casi medio siglo -desde 1957-: «Pasaban por la editorial casi a diario […]. Ella era una mujer muy bella y atractiva. Yo los veía a los dos hermosos y elegantes»[416].
La presencia de Gonzalo Losada en el panorama editorial americano se sumaba a un boyante mercado cultural y a la consolidación de un mundo, el de la publicación de libros y revistas, que florecía espectacularmente en Argentina a partir de los años cuarenta. En ese tiempo, el país se convierte en el primer productor del libro español del mundo, hecho que se explica, como hemos podido ver, con la llegada de editores españoles del exilio que potenciarán la difusión de la literatura en su propia lengua. Además de Gonzalo Losada y su editorial de los exiliados, se crea Emecé, propiedad del poeta Arturo Cuadrado y del pintor gallego Luis Seoane. En 1939 se había fundado también la editorial Sudamericana, cuyo primer directorio contó con exiliados españoles y reconocidos escritores argentinos, entre ellos, Victoria Ocampo, Carlos Mayer, Oliverio Girondo, Alfredo González Garaño y Rafael Vehils. Junto a éstas surgirían nuevas editoriales como Ediciones Botella al Mar, Americalee y Compañía General Fabril Editora, casas en las que María Teresa publicará buena parte de su obra en el exilio.
El otro fenómeno divulgativo de enorme repercusión en la vida cultural y literaria porteña lo marca la revista Sur, fundada a mediados de los años treinta por Victoria Ocampo, vieja conocida de los Alberti y legendaria compañera de Delia del Carril en el París de 1935. Sur, según confesión de su directora, se había inspirado en Revista de Occidente, la publicación de Ortega y Gasset en la que había debutado Ocampo en la segunda década del siglo XX con sus primeros escritos. La revista argentina era una verdadera plataforma de creación y pensamiento abierta al mundo, especialmente atenta a lo europeo y nada ajena a lo español, sobre todo tras la llegada de los autores exiliados de la Guerra Civil. Para muchos de ellos fue un medio de supervivencia y a él se sumó Alberti publicando poemas, los primeros capítulos de La arboleda perdida y algunos fragmentos teatrales. Nuestra escritora, sin embargo, como así veremos, nunca escribió para la revista, aunque sí pudo leer en ella un par de reseñas dedicadas a sus libros. Las razones de esta ausencia pueden ser varias, pero cobra bastante fuerza la rivalidad que imaginó tener o encontrar Victoria Ocampo en María Teresa León. «Quizás para la celosa Victoria, María Teresa fuese una rival intelectual y de belleza -sugiere Sergio Baur-. Por el comentario de los testigos de esa época, para los hombres María Teresa era una mujer bellísima y para las mujeres, una mujer de un fuerte carácter»[417].