PARÍS, PRELUDIO DEL DESTIERRO

AFIRMA ANTONINA Rodrigo en su libro Mujeres para la Historia que el vuelo en el Dragón rojo -«tenía la gasolina suficiente para no estrellarse en el suelo»- fue una aventura y que sus pasajeros aterrizaron por casualidad en el aeródromo militar de Orán. María Teresa hablaba, al parecer, sin tregua, presa de la ansiedad y la desesperación por verse en el destierro, víctima del cainismo español, de los que desenvainan la espada contra la inteligencia. Las palabras que recoge sobre este asunto en sus memorias son la prueba de que los intelectuales republicanos vivieron el alzamiento militar del 36 como un verdadero asalto a la razón. Así lo recuerda también Luis García Montero, quien afirma que «la barbarie escogía el camino de las armas para arruinar las pequeñas conquistas asentadas tras dos alteradísimos siglos de esfuerzo ilustrado»[347] . Con parecidas palabras, nuestra escritora escribía: «¿Cuándo terminará esa horrible manera de tener razón? Ellos son los que durante siglos han negado a1 pueblo el derecho a enterarse de por qué y por quién se muere, sacando así provecho de su ignorancia, dejándolo envuelto en sus andrajos, para mejor despreciar lo que ignoran. España ha sido siempre como una plaza partida en sol y sombra»[348].

Allí, en el aeropuerto de Orán, nada más bajar del avión, las autoridades comprobaron que María Teresa iba armada: «me señalaron la cintura: Señora, su pistola. La entregué, con una pequeña melancolía, mordiéndome los labios. Serví de intérprete: Ese señor es el general Antonio Cordón, ministro de Guerra, y este otro, es el señor Núñez Mazas, ministro del Aire. Aquél es un poeta y yo… una miliciana»[349].

La escritora riojana recuerda que les hicieron esperar y que les avisaron de la llegada de otro avión procedente también de tierras alicantinas. Las autoridades del aeródromo se habían movilizado. Llegaban, entre otras personalidades, Dolores Ibárruri, Pasionaria, y su secretaria Irene Falcón. La expectación era grande incluso entre los soldados franceses. María Teresa describe el momento subrayando la admiración que despertaba en ella la dirigente comunista: «Al mirarla, sí que los ojos se me llenaron de lágrimas. Todo lo que había fabricado por dentro para sostenerme, toda la geografía española que me había inventado durante el vuelo del avioncito, se me fue de la cabeza ante Dolores y me senté en un rincón para que no me viera flaquear. Sentí pena y me avergoncé de sentirla. Dolores miraba todo con la misma serenidad de siempre, dándonos una lección de cómo se lleva la cabeza alta. Yo deseé en aquel instante la respuesta de cómo se resiste altivamente las miradas ajenas. Dolores estaba segura de representar algo que jamás podría ser vencido ni aniquilado: nuestro pueblo, y Dolores era ya un momento de su historia. El diputado francés que llegó con ella y otros camaradas parecían borrados detrás de aquel símbolo. El oficial que estaba cerca de mí me dijo confidencialmente: Un poco de paciencia. La orden no puede tardar. Ha llegado votre Pasionaria. Los soldados parecían preguntarse: ¿Y esta mujer, tan bien plantada, es la famosa Pasionaria? Se habían topado con una leyenda y abrían la boca ante la verdad. La leyenda de Dolores Ibárruri estaba, como el día, dividida en luz y sombra. Unos la negaban, convirtiéndola en el monstruo que aparecía por la noche con su chal negro terciado y un cuchillo afiladísimo entre los dientes, con el que sacaba los ojos a los curas. Otros la veían luminosa, gritando verdades a los cuatro vientos, reuniendo, como algunas madonas italianas, las multitudes bajo su manto. Nunca se le concedió a ninguna mujer de nuestro tiempo actual nada parecido. España, país de pobreza, país de milagros, fabricó su milagro revolucionario matriarcalmente para dar confianza a todos»[350].

Tras ser retenidos por las autoridades aeroportuarias en Orán, gracias a la intervención del diputado francés Jean Joseph Catelas pudieron tomar un barco y viajar hacia el puerto francés de Marsella. Allí les esperaban unos amigos del poeta y camarada Louis Aragon, a quien María Teresa había telegrafiado desde la ciudad argelina para solicitar su ayuda. Advertidos, pues, de su llegada, varios miembros del Partido Comunista Francés les recogieron en un coche y, tras dar varias vueltas para disimular el destino y despistar a quien pudiera seguirles, los llevaron a una casa tranquila donde pasaron la noche. Iban con la advertencia de no permanecer en Marsella más de veinticuatro horas ya que corrían el riesgo de ser internados en un campo de refugiados y, previsiblemente, entregados a las autoridades franquistas.

A la mañana siguiente cogieron un tren hacia París en compañía de Núñez Mazas. Tomaron la línea y el servicio más caros y de más lujo (Flèche d’Argent), ya que era el medio recomendado para viajeros sin pasaporte, sin documentación y sin equipaje. La escritora riojana recuerda que en «aquel pullman viajaban los hombres de negocios, las señoras que habían pasado los días invernales en la Costa Azul, algunos extranjeros y nosotros. Nos divirtió durante un poco de tiempo el engañarlos. ¡Ay, si hubiesen sabido que éramos de esa banda de españoles piojosos, antifascistas que nos habíamos puesto de pie ante Hitler, ese dueño del centro de Europa que tenía sobre la mesa de su Estado Mayor la invasión de Checoslovaquia, de Hungría, de Polonia, de Francia…! Pero nadie ve los males ajenos y Francia no había puesto sus barbas a remojar al ver nuestro destino»[351]

María Teresa confiesa en las páginas de sus recuerdos que habían apurado hasta el último franco y apenas tenían recursos para comer y tomar un taxi a la llegada a la capital francesa. Fue entonces cuando el hombre que viajaba sentado junto a ella le preguntó sigilosamente si el señor que la acompañaba era el poeta español Rafael Alberti. «Debí dejarlo un momento suspendido de mi asombro -relata la escritora-. ¿Poeta? Y pensé: Ya está: ¡la policía! Puede que tartamudeara un poco al responderle: Sí, señor. Y el señor se puso contentísimo, me tendió la mano y se levantó a recibir a Rafael que regresaba. Me llamo fulano de tal, arquitecto y gran amigo de Louis Aragon y… de la España Republicana, claro es. Jamás me alivió más un suspiro. Fue él quien solucionó todo, el que nos invitó a comer, el que repartió cigarrillos, el que hubiera querido que el vagón no se moviese cuando, rendida, me adormecí. Al llegar a la estación de Austerlitz el arquitecto francés acentuó aún más su gentileza: El coche me está esperando. ¿Dónde los puedo dejar? ¡Fantástico! Íbamos a entrar en París en automóvil particular. Pero otros amigos nos esperaban. Gracias, gracias, gracias»[352].

No faltarían amigos que los acogieran al llegar a la capital, pero conmueve leer en Memoria de la melancolía el recuerdo que en 1969, en plena redacción del libro, dedicaba María Teresa a quienes hicieron posible aquella huida hacia París en tan penosas y delicadas circunstancias: «¡Ay, cuántos años he tardado en dar verdaderamente las gracias al arquitecto francés y a los amigos de Marsella y a los marineros y fogoneros del barco que hace la carrera Orán-Marsella y a los soldados de la base militar de Orán! ¡Treinta años! ¡Vaya por Dios!»[353]

Una vez en París, fueron acogidos por el crítico de cine Georges Sadoul y su nueva esposa Jacqueline, que habían trabajado para la embajada Española como enlaces entre el PCF y su aparato mediático. Se habían conocido a través de Louis Aragón o de Luis Buñuel en una de las numerosas visitas que el matrimonio francés había realizado a España. El último encuentro con Sadoul tuvo lugar en el otoño de 1934, compartiendo juegos y diabluras literarias con los viejos amigos de la Residencia de Estudiantes. Hicieron una excursión a Toledo, evocando los gloriosos tiempos de la «Orden de Toledo», cofradía surreal, cervantina y etílica, creada por Buñuel y de la que formaron parte, además de sus fundadores (Francisco y Federico García Lorca, Rafael Sánchez Ventura, Pedro Garfias, Augusto Centeno, José Uzelay y Ernestina González), Pepín Bello, que ejercía de secretario, y los denominados «caballeros» Alberti, Urgoiti, Dalí, José María Hinojosa, María Teresa León, Hernando Viñes y la esposa de Buñuel, Jeanne. El mencionado Georges Sadoul, junto a Élie Lotar, Ana M.ª Custodio y Roger Désormière, formaron parte de los llamados «escuderos».

La estancia en casa de los Sadoul fue breve, aunque lo suficientemente productiva como para reflexionar con calma sobre la nueva situación, los problemas y los peligros que acechaban a la pareja española. «Cuando llegué a París -comenta Alberti- mi estado espiritual era negro, desesperado. El final de nuestra guerra, con la insurrección, en Madrid, del coronel Segismundo Casado, me había hundido en el mayor desánimo, apoderándose de nosotros, los recién exiliados españoles, el túnel de la más tremenda incertidumbre»[354] . Con estas palabras, el autor de Sobre los ángeles estaba describiendo la situación angustiosa que se abría para el matrimonio en un presente hostil, en un país probablemente de paso que mostraba el rostro de la indiferencia y de la hipocresía; una situación dramática de vida fugitiva, acosada por la policía, ahora francesa, en un clima de sospecha y de control; vida en permanente alerta, como dejan entender los primeros versos de Vida bilingüe de un refugiado español en Francia, libro publicado en 1942 pero escrito por Alberti durante los turbulentos días de 1939 en París:

Me despierto. París.

¿Es que vivo,

es que he muerto?

Mais non…

C’est la police.

Por su parte, María Teresa animaba a todos los exiliados a llevar con dignidad su nueva condición: «Contad vuestras angustias del destierro. No tengáis vergüenza. Todos las llevamos dentro. […] Contad vuestras noches sin sueño cuando ibais empujados, cercados, muertos de angustia. Habéis pertenecido al mayor éxodo del siglo xx. Ha llegado el momento de no tener vergüenza de los piojos que sacábamos entre el pelo ni de la sarna que nos comía la piel ni de la avitaminosis que nos obligaba a rascarnos vergonzosos en el cine. Nos habían sacrificado. Éramos la España del vestido roto y la cabeza alta. Nos rascábamos tres años de hambre y buscábamos una tabla para sobrevivir al naufragio. Contad cada uno el hallazgo de vuestra tabla y el naufragio. […] Sí, desterrados de España, contad, contad lo que nunca dijeron los periódicos, decid vuestras angustias y lo horrorosa que fue la suerte que os echaron encima. Que recuerden los que olvidaron»[355].

Pero no era tiempo aún para olvidar o recordar, sino para sobrevivir en un país extraño donde el peligro de una detención podía acabar con cualquier soplo de esperanza. Y lo primero que trataron de hallar fue un trabajo para cubrir el sustento y hacerse con la documentación necesaria para no acabar deportados o en un campo de concentración. Eran muchas y terribles las noticias que les llegaban de los españoles represaliados, de los que no lograron huir a tiempo y de los que, ya en Francia, se consumían en campos de trabajo. María Teresa dedica páginas y páginas a los que corrieron peor suerte, acaso para aliviar de pesadillas aquellas primeras noches en París en las que el rostro de Miguel Hernández, encarcelado esa primavera, o la imagen del Stanbrook[356] zarpando desde el puerto de Alicante con 3.000 refugiados pero dejando en tierra a cerca de 15.000 infelices, se cruzaban en su cabeza con obsesiva aflicción.

«El fin de nuestra guerra fue tan espantoso como esas tragedias colectivas que luego ocupan su lugar en la escena. Pensad en los miles y miles de seres que se acercaron en Alicante hasta la orilla del mar convencidos de que no iban a ser abandonados por los países democráticos, convencidos de que llegarían los barcos que no llegaron nunca. Pensad en los suicidios de la desesperación. En la agonía de los que se tiraban al agua para alcanzar la lancha del barco inglés que llegó con la orden de no recoger estrictamente nada más que a los miembros de la Junta de Defensa de Madrid. ¿Y los otros? […] Comenzó por toda España la caza del hereje, del masón, del comunista, del soldado republicano, del que no estaba casado por la iglesia, del que leía libros prohibidos, del que expresaba su descontento hasta por escrito… ¿Cómo fiarse de esta gente que ha combatido a Dios?, decían las viejas. No servía ningún argumento. Dios únicamente está con Franco, le contestaron a una amiga mía que tenía sus hijos en ambos campos. Y es que el frenesí español no se parece a ningún otro»[357].

María Teresa León no hacía más que constatar lo que ensayistas e historiadores confirmarían más tarde con datos precisos: que el final de la Guerra Civil española, como afirma la profesora Eva Soler Sasera, no sólo supuso «la represión directa o indirecta de aquella parte del país que había respaldado el régimen democrático de la Segunda República o que, al menos, había luchado contra el avance del franquismo, sino también el comienzo del exilio de más de 160.000 españoles entre los que se encontraban lo más y lo mejor de científicos, profesores, escritores, artistas…, que en su gran mayoría habían permanecido al lado de la República»[358].