EL LYCEUM CLUB
EL éxito de la publicación de La bella del mal amor dio pie al homenaje que en agosto de 1930 le dedicaron a María Teresa en Madrid. La autora riojana estuvo acompañada por el presidente del Consejo de Ministros general Berenguer, por el exembajador de España en Argentina Ramiro de Maeztu, por su tío Ramón Menéndez Pidal, director entonces de la Biblioteca Nacional, por el presidente del Círculo de la Prensa Francos Rodríguez y por numerosas conocidas del Lyceum Club. Un año antes, nuestra escritora ya se había presentado en la capital pronunciando una conferencia en el Círculo de Bellas Artes madrileño sobre «La estética del amor». La revista Blanco y Negro[118] elogiaba en una nota el acontecimiento y los profundos conocimientos de la joven, «su bello estilo literario y su admirable dicción».
María Teresa había entrado en contacto con muchas de las mujeres de su generación que venía admirando desde la distancia. Se reencuentra con María de Maeztu y va a visitarla al Lyceum Club, creado apenas tres años antes; un espacio clave para entender la irrupción de la mujer en los centros de cultura. «Ya había nacido la Residencia de Señoritas -escribe la autora en Memoria de la melancolía-, dirigida por María Maeztu e inaugurado el Instituto Escuela sus clases mixtas, hasta poner los pelos de punta a los reaccionarios mojigatos. Pero las mujeres no encontraron un centro de unión hasta que apareció el Lyceum Club. Por aquellos años comenzaba el eclipse de la dictadura de Primo de Rivera. En los salones de la calle de las Infantas se conspiraba entre conferencias y tazas de té. Aquella insólita independencia mujeril fue atacada rabiosamente. El caso se llevó a los púlpitos, se agitaron las campanillas políticas para destruir la sublevación de las faldas. […] Pero otros apoyaron la experiencia, y el Lyceum Club se fue convirtiendo en el hueso difícil de roer de la independencia femenina. […] Eran los tiempos en que por las calles madrileñas corría la subversión y la burla. La caprichosa monarquía de entonces sostenía a su dictador jacarandoso para cerrar el paso a algo que se avecinaba. El Lyceum Club no era una reunión de mujeres de abanico y baile. Se había propuesto adelantar el reloj de España. Creo que fue María de Maeztu la primera presidenta y Halma Angélico la última. Al volver de mi primer viaje a la Argentina, yo conocí a todas»[119].
El Lyceum Club[120] estaba ubicado en la calle Infantas, 31. Fundado en 1926 como centro cultural a modo de plataforma pública de la emancipación femenina, era un club de señoras inspirado en los Lyceum fundados años antes en Londres, París y otras capitales. Lo presidía, en efecto, María de Maeztu y contaba como vicepresidentas con Isabel Oyarzábal, escritora y diplomática, y Victoria Kent, sin olvidar a Zenobia Camprubí, la esposa de Juan Ramón, que se ocupaba de la secretaría. Entre lo más positivo de este centro cultural cabe destacar el incentivo y el apoyo que proporcionó a todas aquellas mujeres que aspiraban a cultivarse. Como comenta Carmen Martín Gaite, el Lyceum Club fue el lugar «donde muchas madrileñas de la burguesía ilustrada (generalmente casadas y ya no tan jóvenes) encontraron un respiro a sus agobios familiares y una ventana abierta para rebasar el ámbito de lo doméstico»[121] . Entre los personajes femeninos que frecuentaban el centro cabe citar a Hieldegart Rodríguez, María Lejárraga, Elena Fortún, Concha Méndez, Ernestina de Champourcin y, por supuesto a María Goyri. La poeta Concha Méndez, que acudía algunas veces acompañada de su inseparable Maruja Mallo, definía el Lyceum Club Femenino como una «asociación de señoras que se preocupaban por ayudar a las mujeres de pocos recursos, creando guarderías y otras cosas. Pero sobre todo era un centro cultural: tenía bibliotecas y un salón para espectáculos y conferencias. Yo fui una de las fundadoras. […] Al Liceo acudían muchas señoras casadas, en su mayoría mujeres de hombres importantes: la mujer de Juan Ramón, Zenobia de Camprubí, Pilar Zubiaurre y otras. Yo las llamaba las maridas de sus maridos, porque, como ellos eran hombres cultos, ellas venían a la tertulia a contar lo que habían oído en sus casas»[122] . Sin embargo, como era de esperar, este club femenino despertó la ira y la crítica de sectores de la sociedad que lo calificaban de frívolo, cuando no de nido de subversivas, de sufragistas ridículas o anglómanas, de ateas y enemigas de la familia. Para los poderes patriarcales y eclesiásticos, el Lyceum era una especie de casino de depravadas donde la mujer perdía el sentido de la dignidad y se convertía en enemigo natural de la familia. Sus socias, según un medio católico de la época, eran «liceómanas, excéntricas y desequilibradas», dignas de ser internadas por «locas o criminales»[123].
Opiniones tan calumniosas calaron en ciertos intelectuales del momento que, inspirados por la adversidad del ambiente, se negaron a participar en las actividades de la institución. Tal es el caso de Jacinto Benavente, quien, como señala Concha Méndez, «se negó a venir, inaugurando como disculpa una frase célebre del lenguaje cotidiano: “¿Cómo quieren que vaya a dar una conferencia a tontas y a locas?”. No podía entender que las mujeres nos interesáramos por la cultura. Yo invité a García Lorca y a Rafael Alberti a dar una lectura de poemas»[124] . En efecto, tanto Federico como muchos otros escritores, artistas y científicos de primer orden pasaron por el salón del Lyceum Club, aunque, sin duda, la intervención más sonada -«no la de menos bulla», como recuerda la propia María Teresa León[125] - fue la de Alberti, que convirtió su conferencia «Palomita y galápago (No más artríticos)» en un espectáculo ofensivo y desdeñoso para muchas de las allí reunidas. El poeta, ataviado de levita, pantalón de fuelle, pajarita y un minúsculo sombrero hongo, con una paloma enjaulada sobre la mesa, una tortuga y un galápago, aprovechó su estado de embriaguez vanguardista para arremeter contra intocables de la literatura y el pensamiento como Valle-Inclán, Juan Ramón Jiménez, Pérez de Ayala, Eugenio d’Ors, Martínez Sierra y Ortega. Según el propio Alberti, su intención era «comprobar la últimamente cacareada inteligencia del bello sexo, su buena educación, su juventud, su valentía […] llevar un poco de animación a la Casa de Venus […] estudiar el espanto que produce en el alma misteriosa de la mujer la pedagógica amenaza de soltar una rata recién cogida por mí en una cloaca o letrina»[126].
Con cartas de presentación de esta naturaleza iba a conocer nuestra escritora, en aquel Madrid de 1930, al poeta Rafael Alberti.