MEMORIA DE LA MELANCOLÍA

EN los últimos meses de 1968, María Teresa acaba la redacción de su libro autobiográfico: Memoria de la melancolía. Son cinco años ya en Italia, en un país donde se siente bien acogida y su familia parece ya estabilizada económicamente. Ella contribuye en lo que puede sin descanso, sigue trabajando en la radio y colaborando con algunas editoriales. Rafael es quien aporta mayores ingresos gracias a sus recitales y, sobre todo, a sus pinturas y a sus grabados. Es él quien acapara el interés de críticos, público y editores. Con él viaja ese año a la URSS de nuevo, a la celebración del centenario de Gorki, a la Costa Azul, en Antibes, para visitar a Picasso, o al festival de poesía de Spoleto, donde Alberti participó como invitado junto a Octavio Paz, Stephen Spender, Ezra Pound, Evgueni Evtushenko y Allen Ginsberg. Sin embargo, el verdadero estado anímico de María Teresa, imposible de adivinar por los testimonios de quienes la frecuentaban, se ve de nuevo reflejado en una de las cartas que por aquellas fechas −4 de agosto de 1968- remitía a Corpus Barga desde el refugio de Anticoli Corrado:

«Mi queridísimo Corpus:

»No puedo empezar esta carta sin decirte que estoy llorando. ¡Han vuelto a mí tantas cosas! […] Demasiada vida, demasiadas cosas. […] No sé cuándo han sucedido todos los desastres. Estamos lejos de América, sin querer se rompen los lazos y nos quedamos desunidos de los que tanto queremos.

»Rafael y yo continuamos la vida trabajosa del escritor ahora mezclada a los éxitos pictóricos de Rafael. Sin esa veta nueva nos hubiera sido muy difícil la vida. Ha hecho exposiciones, le han dado el 1er premio de grabado de Roma, etc. Pero su especialidad son unos enormes libros de letras inventadas de dibujos y grabados. Ha hecho dos estupendos dedicados a “Los ojos de Picasso” y a Juan Miró. Claro que son poemas de Rafael y los han comprado varios museos. No hace más de 10 o 20 ejemplares porque son un trabajo loco. Está estupendo de salud ahora, después de año y medio de luchar con su pierna casi rota.

»Yo escribo. Estoy escribiendo mis memorias Memoria de la melancolía. Un poco triste, ves, qué se le va a hacer.

»Aitana está casada con un argentino. Es la señora de Otero y trabaja en la FAO. […] Ahora en este pueblecito del Lazio pasamos el verano frente a un valle espléndido.

»No nos dejes nunca sin noticias. Cualquier cosa, una firma, un abrazo… […] Te quiere siempre. Os quiere vuestra María Teresa»[589].

 

A ese estado de tristeza se unió la noticia, ese mes de septiembre de 1968, del fallecimiento en México de León Felipe, con quien nuestra escritora siempre mantuvo una querencia especial. «Hoy ha muerto León Felipe -escribía María Teresa en las últimas páginas de sus memorias-. Nos sentimos apretados y pequeños hasta dejar de palpitar y de ser. Suspendida de los recuerdos he pasado la noche y la mañana. ¡Conque te nos has ido por el escotillón, como buen actor que fuiste, para suspendernos mejor el aliento!»[590].

Los amigos eran una parte esencial de la vida para la autora de Contra viento y marea, quizá por eso, como ya adelantamos, la casa de Via Garibaldi se había convertido en una templo civil por el que fueron pasando seres muy queridos, así como cientos de personas y personajes de muchos rincones del planeta; aunque, de modo especial, dada su proximidad a España, la vivienda romana fue en aquellos años lugar de visitas continuas y de peregrinaje de muchos paisanos que iban a la ciudad eterna para conocer a los legendarios María Teresa León y Rafael Alberti. Entre los visitantes más jóvenes no faltó por aquellos días un escritor como Terenci Moix, que se iba a convertir, desde su primera experiencia, en invitado asiduo: «De las cosas que en Roma me gustaba hacer -decía el autor catalán-, ocupaba un primerísimo lugar la visita a los Alberti, con la garantía asegurada de que las horas pasarán demasiado raudas y que será necesario buscar rápidamente, para los próximos días, un pretexto por repetir la tertulia […]. María Teresa me ofrece asimismo una primicia extraordinaria: me va pasando las hojas, ya en limpio, perfectamente mecanografiadas, de su autobiografía. Título rotundo, donde todo está comprendido a ultranza: Memoria de la melancolía. La acción se desarrolla en el recuerdo, y los personajes principales son la tierra natal y la Historia»[591].

También Terenci Moix nos ofrece un primicia al narrarnos la experiencia vivida junto a María Teresa en el preciso momento en que ésta, acabado ya su manuscrito de Memoria de la melancolía, iba revisando las hojas mecanografiadas que le traía Eros Durastanti, dactilógrafa y profesora de piano, conocida también como la Jorobadita de Via Baccina. A ella se refiere el autor de El sueño de Alejandría cuando habla de las cuartillas que aquellos días de 1969 pudo leer y revisar junto a María Teresa León:

«Cuartillas impecablemente pasadas a máquina por una joven religiosa a quien María Teresa gustaba de apodar “mi monjita”. Cuartillas donde una representación teatral de Fuenteovejuna en el Madrid revolucionario, donde un perro amado, que el exilio obliga a abandonar a su suerte, alternaban con descripciones de personajes célebres, conocidos a lo largo de un itinerario vital admirable. Cuartillas que la monjita iba entregando puntualmente, pues tenía una verdadera vocación de orfebre. Con María Teresa nos habíamos divertido, buscando faltas de ortografía que la italiana pudiese haber cometido -nada más natural- al transcribir una lengua desconocida. En este caso éramos nosotros quienes nos convertíamos en orfebres, pues las faltas eran casi inexistentes»[592].

 

Otra visita especial de ese tiempo fue la del cantaor José Menese, que traía en su canto profundo, ojos cerrados y puños prietos la voz siempre esperada del sur, la que ni Alberti ni ella llegaron nunca a olvidar, la de esas playas de la bahía gaditana que había alimentado su novela Menesteos, marinero de abril y el poemario Ora marítima de Alberti: «Todo está presente aquí mientras tú, José Menese, cantas -confesaba la escritora-. Nos has dicho al llegar que nos traías la voz que siempre estamos esperando, la que nos dejamos, la que no queremos olvidar jamás. Y te hemos escuchado con el centro del pecho o con las entrañas o con los ojos, no sé. Pero en un instante reparamos todos los olvidos y corrimos hacia ella, madre común, hacia esa playa tan distante donde se hundían tan blandamente nuestros pies en la arena, justo en el borde en que se vuelve azul»[593].

La presencia de Menese, como la de tantos otros, había activado el flash-back de María Teresa y aquel canto escuchado en el barrio romano del Trastevere la hacía retroceder treinta años en el tiempo, la obligaba a regresar a aquellos días de sol y de República nueva, cuando en Rota, en Cádiz y en toda la bahía gaditana se podían oír los cantos hondos que invitaban a bailar, a gozar de la vida y del momento. «En esa playa aprendí a desnudarme detrás de las retamas -evocaba deliciosamente la autora de Morirás lejos-. Era una soledad solemne. Dejaba caer mi pelo por la espalda y… ¡Qué bien se hundían mis pies en la arena al correr junto a la línea de la espuma! […] Cádiz al frente y toda la playa, todo el mar para nosotros»[594].

También el recuerdo que trae José Menese provoca el resplandor de otros que permanecían agazapados en la memoria: el gesto y el martirio de Fermín Galán, las Misiones Pedagógicas, la rebeldía de una joven escritora en el Madrid republicano, los escandalosos estrenos de Rafael y el apoyo de Alcalá-Zamora y Miguel de Unamuno al auto nada sacramental de El hombre deshabitado.

La vida en Roma nunca era ajena a lo que sucedía en España, al menos en el hogar de los Alberti. María Teresa León se mostraba muy sensible a las noticias que le llegaban de su patria perdida, en especial de los represaliados del franquismo que, casi entrada la década de los setenta, aún sufrían los estragos de las prisiones. Por medio del poeta Marcos Ana, viejo conocido de las Guerrillas del Teatro[595], sabía que las cárceles españolas seguían pobladas de presos políticos, sindicales e intelectuales. Nuestra escritora no dudó en escribir al propio Ana durante el cautiverio y cuando éste recibió la libertad en el penal de Burgos para infundirle ánimos, para seguir resistiendo, para prolongar la lucha de los años heroicos y no caer en el terrible error de olvidar: «Has de saber, Marcos Ana -decía en una de aquellas misivas-, que tus compatriotas vigilaron siempre. Hubo mujeres tan llenas de coraje que hubieras debido verlas contando, hablando, protestando con el valor que da el amor al prójimo, protegiendo de lejos, desde América, vuestras noches de encarcelados. Pedían para vosotros la justicia, la luz, todo eso a lo que tienen derecho los hombres que están en libertad. Así pasó tu nombre de boca en boca desde la universidad a la calle de vecinos sentados al fresco. Eras para ellas, el hijo que les salió poeta, el amante encadenado. España para todos nosotros, voz del alejamiento, hablaba otra vez […]. Pensamos que era nuestra simiente la que se levantaba de las penas y nos sentíamos orgullosos. ¡Qué difícil resulta andar por las anchas tierras de la patria cuando parece ajena! Sí, nos hemos quedado sin patria. Ahora lo sentirás más porque estás libre, porque habrás de vivir tierras ajenas, porque tendrás que fiarte de tus recuerdos y no ya de tus ojos»[596].

Mientras la escritora corregía las hojas mecanografiadas de Memoria de la melancolía, daba también los últimos toques a su pieza teatral Sueño y verdad de Francisco de Goya[597], probablemente su último trabajo antes de experimentar los primeros síntomas de un lento y pertinaz declive mental. Pero la enfermedad no se manifestaría en ella hasta tres años después de aquel 1969, tiempo en el que seguía regalando su exquisita sonrisa a cuantos se dejaran caer por Via Garibaldi, 88. «La acogida que tanto Rafael como la “madraza” María Teresa dispensaban a sus visitantes -comenta Francisco M. Arniz Sanz- era en extremo generosa, no sólo al regalarnos su precioso tiempo y relatarnos sus ricas vivencias, sino además agasajándonos al compartir con ellos mesa y mantel en algún restaurante trasteverino. Rafael, al que los pintores solicitaban, casi a diario, poemas como presentación a sus catálogos de exposiciones en las galerías romanas, acostumbraba a caligrafiar al modo “arábigo-chino-andaluz” dichos poemas. […] Los honorarios, nunca demandados por Rafael, que podrían representar unas 300.000 liras, los invertía la pareja en invitar a sus amigos. Noches romanas con Aurora de Albornoz, José María Moreno Galván, el pintor mallorquín Manolo Hernández Mompó, Terenci Moix…»[598]

En aquella Roma de finales de los 60 o comienzos ya de los años 70, era fácil encontrar a la escritora paseando a su perro Chico por las calles del Tratevere. La escena que la propia María Teresa pinta en sus memorias de ese paseo sin rumbo penetra en el lector con una insólita fuerza evocadora. Es el tiempo en el que la vejez comienza a ocupar el pensamiento de una mujer que se aproxima ya a la senectud y que contempla la naturaleza urbana como un recordatorio y un símbolo de la decrepitud humana: «Esos árboles que florecen desde hace más de cien años, apresados por las aceras que siguen el Tiber, ¿adónde llegan con sus raíces? ¿Qué ruina romana están tocando sus manos vivas, hundidas en la noche? ¿Qué tropiezan con sus pies esos viejecitos y viejecitas, únicos en el mundo, con quienes nos cruzamos? Nunca he visto otros tan apretaditos de vejez. Llevan las bolsas de todo cuanto tienen en los brazos y no piden limosna. Se pasean entre mármoles gloriosos y no los miran. Pueden llevar un perro. El perrillo espera a que la vieja coma sus miguitas de miseria porque las reparte con toda equidad: para ti, para mí. Otras alimentan los gatos. Son aún más chiquitas, más engurrumidas. Cuando ellas no estén, ¿quién las sustituirá? Los gatos del Foro Republicano están gordos, relucientes. Son como hijos, me dijo la más pequeña de estas brujas romanas cariñosas y gatunas, mientras la seguía el más hermoso representante de los descendientes de los comedores de ratas que libraron de la peste a Roma. Es como un hijo… seguía balbuceando la vieja. Y luego, melancólicamente, se detuvo a mirarme. Es mejor que un hijo… Y se secó los párpados»[599].

La reflexión de María Teresa acerca de esas ancianas casi mendicantes que pululan por el Trastevere alimentando a los gatos como si fueran hijos nos recuerda de nuevo a la Madame Pimentón de aquellos relatos de la escritora en los que evocaba a otra vieja de su infancia madrileña. Pero la prosa que acabamos de citar recrea al mismo tiempo un poema de Alberti incluido en su libro Roma, peligro para caminantes, en concreto el titulado «El hijo». La composición pertenece a los llamados poemas escénicos o piezas representables, ya que se trata de monólogos donde se ofrece una muestra de los personajes que habitaban la ciudad.

 

 

 

EL HIJO

 

Ven aquí, ven. Toma. No me hagas

 

andar detrás de ti. Son muchos años

 

los que me pesan en la espalda. Acércate.

 

Hoy te he comprado lo que más te gusta.

 

[…]

 

Hoy

 

me quedé sin cenar por ti. Todos los días

 

casi me quedo sin comer… ¿Te gusta?

 

¿Desconfiabas de que fuera carne?

 

¿Iba a engañarte yo?

 

[…]

 

Y ustedes ¿qué me miran?

 

Sigan riendo, sigan… Poco cuesta

 

divertirse de mí… Nada me ofende…

 

Ese gato es mi hijo…

 

Vamos, quiero decir… Es mejor que mi hijo

 

 

 

En ambos textos, tanto María Teresa León como Alberti, más allá de poner voz a una experiencia personal, nos estarían remitiendo -como indica Marta Villarino- a los filmes neorrealistas de la época así como a una «estética semejante a la de Roberto Rossellini, el primer Luchino Visconti o Michelangelo Antonioni, en la que se destaca la exposición testimonial, la inquietud social y algunos recursos técnicos como la acción desarrollada en un escenario natural (la calle) por actores no profesionales, o en este caso sin la legitimación de ser personajes literarios conocidos: la vieja que alimenta a un gato, el cochero que dialoga con su caballo, pobres seres solitarios sin futuro»[600].

En 1970, Gonzalo Losada publicaba en Buenos Aires, en la colección Cristal del tiempo de su propio sello editorial, Memoria de la melancolía. Era un libro hermoso y profundo que sería profusamente leído y estudiado por hispanistas de universidades de todo el mundo. La obra, que nacía con una clara voluntad testimonial, mostraba la plenitud literaria de su autora y reforzaba las claves de un estilo y de una voz personal completamente definida en la literatura española del siglo XX. En Memoria de la melancolía, María Teresa interpretaba su propia existencia y se servía de la escritura para poner orden en ese caos de recuerdos, de imágenes, de emociones y de episodios intensamente vividos; una existencia de 66 largos años que las manos y el pensamiento de la escritora reordena, reorganiza y conecta con los acontecimientos pasados, vistos desde un ahora y desde un presente que les da un nuevo significado y les concede un sentido revelador.

Las palabras del poeta José Infante definen Memoria de la melancolía como un libro de estremecedora emoción cuya lectura resulta «imprescindible para quienes quieran conocer de cerca y en primera persona no sólo la vida de esta mujer excepcional, sino la de una generación española que luchó por un mundo mejor y tuvo que pagar un alto precio por ello, el del exilio de su propio país»[601] . Medardo Fraile opina que en este libro «la voz de María Teresa evoca y recuerda con inteligencia y melancolía justa, sin entregarse a gorgoritos líricos, entreverando sin amargura, pero con belleza y gracia, historias personales de juventud, sin caer en la histérica exclamación romántica o en el suspiro que mendiga a destiempo. Parece atenerse al consejo de León Felipe: “Más bajo, poetas, más bajo, / no lloréis tan alto”»[602] . Para el escritor burgalés Óscar Esquivias, «María Teresa León, la derrotada, la exiliada, la que había visto cómo se instauraba con sangre -y precisamente a costa de tantas muertes- una atroz dictadura en España, quiso dejar testimonio de lo que había sido su vida antes de que el olvido la borrara del todo»[603].

Ese testimonio quedó recogido con el tiempo casi cumplido para la memoria de María Teresa. Fue en otoño de 1968 cuando dio por acabada su obra autobiográfica, poco antes del fallecimiento de su tío Ramón Menéndez Pidal, a quien se refiere en la página 90 del libro: «va a cumplir noventa y nueve años, y yo estoy tan lejos, tan lejos…» Don Ramón falleció el 14 de noviembre de 1968, cuatro meses antes de llegar a centenario, ignorando probablemente que su sobrina ponía punto final a la obra cumbre de su carrera literaria, el testamento de una despatriada que, como una Virginia Wolf española, hallaba la salvación de la memoria personal en la escritura, al tiempo que construía un yo colectivo íntimamente ligado a la concepción de la Guerra Civil como tragedia de un pueblo.

Pero hay un trasfondo mayor en este libro que, con sobradas razones, resume toda la obra literaria de María Teresa León, y es su capacidad para aglutinar, precisamente, la voz colectiva de un exilio que adquiere tintes morales. «El exiliado -apunta la profesora Eva Soler Sasera refiriéndose al fenómeno de ciertas obras autobiográficas-, víctima de la realidad histórica, convierte el asunto de la reconstrucción autobiográfica en un acto ético. El testimonio de su vida queda inevitablemente ligado a la vindicación de un proceso histórico concreto que ha definido su ambigua posición identitaria: la Guerra Civil, en nuestro caso, es, por tanto, el acontecimiento crucial que va a definir el conflicto de la identidad del autografiado. […] Alejados, en el tiempo o en el espacio, de la España totalitaria, [los exiliados] se dedicaron a escribir acerca de aquellos acontecimientos que, vividos a partir del 36, producirían su éxodo. En algunos, la Guerra Civil es casi el leit-motiv que conduce al sujeto por los caminos del pasado; en otros, es un episodio más en todo un recorrido vital; sin embargo, en todos ellos el malogrado trance imprime una profunda huella»[604].