PALABRAS QUE SON OLVIDO
POCO antes de que la enfermedad se agravara, María Teresa volvió a recibir la visita de Gonzalo de Sebastián León, que viajaba desde Buenos Aires acompañado esta vez de su esposa. El hijo de la escritora daba testimonio de este segundo encuentro con su madre producido en 1982 empleando de nuevo la segunda persona:
«El viaje siguiente a España lo hice con Leonor. Todavía no estabas internada en el geriátrico. Salimos a comer afuera. Estuviste cariñosa y hablaste de la Argentina y de amigos comunes con toda naturalidad. Te acordabas de la arboleda perdida y de Buenos Aires, pero nos extrañó que hubieras olvidado el italiano, lengua que manejabas bien, en cambio te expresabas perfectamente en francés, el idioma que habías aprendido de niña. ¿Porqué será que los viejos recuerdos son los que más perduran?
»El almuerzo fue agradable y estábamos felices. Hasta que al final, en los postres, tuviste una ausencia y con mirada extraña me preguntaste: ‘Y tú, ¿dónde vives?’. Quedé absorto. ‘Pues, en Buenos Aires’, dije. ‘¡Qué casualidad! ¡Yo tengo un hijo allí’. Ni Leonor ni yo supimos qué contestar…»[641]
En 1983, el mismo año en que Alberti era galardonado con el premio Cervantes, María Teresa sufrió una intervención quirúrgica en la clínica de la Milagrosa. A partir de ese momento y de requerir una atención casi permanente, fue ingresada en la residencia geriátrica Ballesol de Majadahonda, en Madrid. Se repetía así la historia de doña Oliva Goyri, su madre, que acabó sus días en otra clínica madrileña de semejante perfil. «Llegó un momento en que su deterioro físico y mental requería de cuidados profesionales y buscamos una residencia para ella -explica su sobrina Teresa-. El día que dejé a María Teresa en la residencia Ballesol de Majadahonda fue para mí muy triste. Al día siguiente la encontré sentada en el salón con la mirada perdida. […] Le gustaba cortar las flores del jardín y llevarlas en la mano o regalarlas con una sonrisa. Recuerdo que en aquella última etapa tampoco pudo su vencida memoria olvidar el nombre de Rafael. “Ha llamado Rafael y nos vamos a ir a Rosales. Mi madre está allí”, me decía”»[642].
Desde aquel día, las visitas se prodigarían menos. Apenas algunos familiares -Aitana, sus hijos Gonzalo y Enrique- y amigos muy cercanos -Luisa Martí, Benjamín Prado, Osvaldo, Luis…- se desplazaban con cierta frecuencia a Majadahonda. «La compañía de sus amistades de antes del exilio se redujo a un puñado escaso de nombres, Santiago Ontañón, Fina de Calderón, Mariana Dorta, el padre Díez-Alegría…, y seguro que me olvido de algunos, pero no de muchos»[643], recuerda Teresa.
Uno de los nombres que posiblemente olvidó citar la sobrina de la escritora fue el de Pau García, el amigo ibicenco de aquel verano inolvidable, dulce y trágico del 36. Fue una de las visitas más inesperadas de aquel tiempo. Al parecer, Pau, en compañía de su hija María, se acercó hasta la clínica cuando supo que María Teresa estaba recluida y enferma en aquel geriátrico madrileño. Todos daban por hecho que la autora de Rosa-fría, patinadora de la luna nada recordaba ya de su pasado y muchos menos de aquel episodio en la isla balear; sin embargo, al oír el nombre de Pau, delante de los médicos que acompañaban a la visita, María Teresa puntualizó: «¿Pau García? ¿El amigo de Ibiza?».
Lejos de esta y otras anécdotas, los tres últimos años de la vida de María Teresa León se resumen con la imagen de una anciana envuelta en el silencio, que apenas despega los labios para hablar y que alterna miradas de dulzura con arranques de mal genio siempre imprevisibles. Le agradaba, al parecer, que las visitas la besaran y la acariciaran con ternura, que los enfermeros la sacaran de su habitación y la condujeran lentamente del brazo a la cafetería del centro para sentir el calor, el tacto, la cercanía de alguien que venía a compartir la tarde con ella, a escuchar -con suerte- su voz dulce, apenas perceptible, pronunciando su retahíla de frases -algunas en francés- inconexas y apagadas. Algunas veces, como recuerda Benjamín Prado, la cogían de la mano para dar un paseo hasta un pequeño jardín de la residencia, «María Teresa caminaba con lentitud, algo encorvada, pero sus ojos clarísimos estaban llenos de viveza y su mano se aferraba a la tuya con un vigor sorprendente. “¿Te gustan las flores? -dijo, al llegar al patio-. Antes eran todas negras, pero yo las he pintado, con un pincel”. Le hicimos algunas preguntas, igual que siempre, para ver si se acordaba de algo o de alguien, pero sin ningún resultado, porque ella seguía con su discurso sin principio ni fin, o se concentraba en cosas de su propio mundo, como darle vueltas y más vueltas, con dedos incansables, a un botón de mi americana»[644].
Los años que siguieron en la residencia Ballesol vieron avanzar la enfermedad de nuestra escritora y agrandarse el silencio, apenas interrumpido por alguna frase aislada. «Sólo había una cosa que no me gustaba de Rafael Alberti -declara de nuevo Benjamín Prado en su libro A la sombra del ángel-, y era el comportamiento que tenía con María Teresa León»[645] . El testimonio de Prado, como el de Teresa Alberti, ilustra ampliamente cómo fueron los últimos años de la autora de Memoria de la melancolía entre las paredes de aquel geriátrico. El primero confiesa que le pidió numerosas veces al poeta que le acompañase a Majadahonda, pero que éste siempre se negaba aludiendo a que no quería verla en aquel estado de deterioro: «¡Sería tan triste verla así!». A Rafael «le faltó el valor para afrontar su enfermedad y la tremenda situación en la que se vio inmersa al final de su vida -relata Teresa-. Ella se marchó seguro que echando de menos sostener aquella mano que se ocupaba de ella pero que no se dejaba acariciar. Tan solo una tarde de invierno de 1988 y en compañía de algunos amigos muy cercanos reunió Rafael Alberti el valor suficiente para ir a ver a María Teresa León, en el que sin duda fue un momento difícil para aquel hombre de 86 años que tanta vida de María Teresa llevaba dentro»[646] . El día al que se refiere Teresa Alberti, el poeta, tras muchos ruegos, esfuerzos y subterfugios de toda clase, después de muchos años sin ver a su compañera, llegaba a la clínica geriátrica acompañado de su sobrina y de los poetas Luis García Montero, Teresa Rosenvinge y Benjamín Prado. «Entramos en la residencia de Ballesol y nos sentamos, como siempre hacíamos, en una pequeña sala donde pronto aparecerían la directora del centro o uno de sus ayudantes, con María Teresa del brazo. Yo no le quitaba ojo a Rafael y pude ver la emoción en sus ojos cuando su mujer, tan reducida y tan dulce, apareció al fondo del cuarto. La cara de Alberti se iluminó con una especie de luz triste:
»-María Teresa… -le dijo, con una voz suavísima, cogiéndole una mano-, ¿cómo estás? Soy Rafael, ¿no me reconoces? María Teresa, soy yo, Rafael…
»-Sí, sí -contestó ella, mirando para otro lado -, ¿vienes a merendar conmigo? Mi madre me va a llevar a la casa de Rosales.
»-¿No me conoces, María Teresa? Soy yo, Rafael. Oye…
»-Claro, sí, qué duda cabe. Rafael también va a venir. Lo espero en cualquier momento.
»-Pero María Teresa, yo soy Rafael. ¿No me reconoces, linda?
»María Teresa lo miró, con cierto enojo. Rafael, entonces, le soltó la mano y fue a acariciarle la cara a su esposa. Pero ésta, en un movimiento inesperado, le dio una gran bofetada.
»-¡Para que aprendas!
»Rafael se quedó desconcertado unos segundos, sin duda preguntándose cuánto de intención y cuánto de acto puramente mecánico tenía esa bofetada…»[647]