UN PASEO POR EL CAMPO DE MAYO
EN BURGOS, ciudad de treinta y cinco mil habitantes, con catedral y cartuja, iba a transcurrir la nueva vida de María Teresa, entre cuarteles, uniformes y toques de corneta; vida provinciana en la que encontraría vestigios de un pasado familiar ilustre, aristocrático: la historia de sus antepasados inmediatos, burgueses iluminados venidos a menos. En una de aquellas plazas, su bisabuela llegó a tener un palacio. Lo llamaban de la Flora.
Tocaba acostumbrarse al ambiente artificial y frívolo de aquella sociedad y ver pasar el tiempo desde el acuartelamiento de Lanceros de Borbón sintiendo que las miradas de los soldados y oficiales, de los hombres en general, se recreaban en ella de un modo ya distinto, clavándose en su cuerpo, en su rostro, en su belleza adolescente. Tocaba conocer a fondo la vida de la aristocracia local, con la que se codeaba su padre, en su condición de alto representante del ejército. Tocaba también alternar su tiempo en sociedades como El Salón de Recreo, los oficios religiosos en la Catedral, los largos paseos por el Campo de Mayo, La Isla o La Quinta.
La presentación en sociedad de María Teresa, al lado del coronel y de doña Oliva, parecía, pues, inevitable en una ciudad como aquélla. La escritora cuenta, con un leve y pretérito rubor que, poco después de instalarse en el nuevo hogar, la pasearon por el centro de Burgos, y que ella bajaba los ojos cuando la miraban demasiado:
«Ya se acostumbrarán, dice el padre. No, porque irá mejorando y cada año nos dará un susto, replica la madre. Así se puede pasear una niña, comentan otros. La niña va hasta el puente Malatos con sus tíos. Pareciera que la sacaban en procesión. El tío exalta su barba blanca como diciendo: ¡Qué familia! Y luego aparece la rabia de la tía: Veremos en qué acaba. Pero más allá encuentran la ternura de los soldados que saludan al coronel, deteniéndose, firmes, como si pasara la custodia. […] La niña sigue su paseo flanqueada por los bigotes y las barbas, por los sombreros a la moda que su madre trajo de la capital, tan cubierta de miradas que si fueran hormigas hubiesen devorado a la niña. […] También los canónigos miran a los recién llegados. La madre conserva viejas amigas que se extasían al mirarla y luego deletrean los vestidos, los modales, la forma esbelta de llevar junto a su hombro una niña casi casi tan alta como ella. ¿No tiene tus ojos azules? No. La niña se siente humillada. Eso echan de menos las amigas de su madre, el azul. Pero, ¿no han visto que los tiene verdes? La abuela se lo dijo siempre: Azules los tiene cualquiera, pero ¡verdes! El paseo de provincia no se acaba nunca. Cuántas inclinaciones de cabeza, cuántos sombrerazos, y esa forma de tocarse con el codo los hombres…»[51]
Los primeros años en Burgos coincidieron con el despertar al amor y a la sexualidad. Hasta entonces, sus hallazgos se habían limitado a experiencias de azúcar con algún niño de esa infancia primera: de aquel que le besó la mano en uno de los patios de la Biblioteca Nacional, o al que ella besó despacio, Salvador, que vivía en una casita de adobe, junto al río, en Barbastro. El muchacho apareció más que oportunamente cuando ella huía del ósculo de sapo de su tío-abuelo. «Le traía un jilguero. La niña no miró el pájaro sino la boca entreabierta de dientes impecables y se abrazó a su cuello y le besó en los labios. ¡Ay, el niño tonto no sabía que lo que le regalaban tan largamente era el beso de un viejo!»[52]
En Burgos, las relaciones comenzaban a ser distintas. Hasta los inocentes paseos por la ciudad, bajo la mirada vigilante de su madre o de don Ángel León, tenían una inquietud diferente: «…pasearon los dos niños juntos en medio de la multitud que caminaba, hombro con hombro, entre dos muros de curiosos, unos sentados y otros de pie. Sí, cuando comienza el paseo no se puede dar un paso. No se da un paso, se dan muchos, cortitos, chiquitos y hasta se podía, entretejiéndose entre los que caminaban, quedarse sola con el muchacho. De buena familia, claro es. Los de mala familia paseaban por el centro del paseo y parecían una manifestación. […] Encontró la niña que era una nueva manera de andar por el mundo esta de sentirse acompañada y sola mientras la banda del regimiento de infantería atacaba un pasodoble. La niña giró la cabeza para ver si la sorprendía su madre. Luego miró al muchacho y pensó que le acababan de dar la alternativa»[53].