LOS BÚHOS DE UNAMUNO

TRES años permanecería María Teresa y su familia en aquella vivienda romana en la que no faltaron algunos momentos cómicos, como el día en que el propietario del Palazzo Corsetti, que pertenecía a la nobleza pontificia, se presentó en su casa impecablemente vestido con su traje blanco de conde. Antes de que nuestra escritora pudiera reaccionar, la Babucha, una perra grande como un ternero -regalo de Navidad en 1963 de Linucha Saba, una mujer inteligente que todo lo convertía en positivo-, se adelantó a recibir al intruso colocando sus enormes patas manchadas de barro en su inmaculada chaqueta.

Por lo demás, como decía la autora de Cuentos para soñar con buena dosis de humor, vivir en Roma «es salvarse diariamente de morir bajo las ruedas de un coche y eso da alegría, la alegría de sobrevivir»[576] . Y en esa supervivencia, María Teresa no abandonó en ningún momento su trabajo literario ni sus vínculos con América. Llegará a realizar algunos guiones para la televisión italiana así como para algunas emisoras de radio, sin dejar de lado la colaboración que mantendrá con editores y editoriales de Argentina, México y del país que ahora la acogía. Una muestra de esa labor es el artículo que en 1964 publica en el número 2 de la revista Los Sesenta, publicación fundada ese mismo año en México por Max Aub y en cuyo consejo editor se encontraban Bernardo Giner de los Ríos, Vicente Aleixandre, Jorge Guillén, Rafael Alberti y Dámaso Alonso. El propósito de Aub era crear una revista literaria en la que no tuvieran cabida notas críticas ni notas a pie de página, «sólo textos literarios de diversa índole y condición sin necesidad de limitarse a un solo género -apunta la profesora Xelo Candel Vila-, parecida a lo que fueron en su tiempo revistas como Mesure o Commerce». La condición sine qua non para participar en Los Sesenta era precisamente la de haber cumplido esa edad. Detrás de ese detalle, la primera intención de Max Aub «fue hacer partícipes de dicho proyecto a algunos amigos de la generación poética del 27 con los que compartía inquietudes literarias, pero indudablemente la revista permitía, además, mostrar a las nuevas generaciones que todavía ellos seguían no sólo en pie, pese a la dispersión a la que les obligó el exilio, sino que también seguían en contacto directo entre ellos»[577].

El texto de María Teresa León, de 5 páginas, llevaba el título de «El búho de papel de Miguel de Unamuno». Se trata de una semblanza del autor de Niebla que, más tarde, nuestra escritora evocará de modo intenso en Memoria de la melancolía. El contenido del artículo coincide con el del episodio de sus memorias en aspectos básicos: el recuerdo de aquel Unamuno con quien María Teresa había convivido un día entero en Madrid, en su casa del paseo de Rosales; la afición del novelista del 98 a la papiroflexia; la imposición de la barbarie a la inteligencia… Una figura de papel que el escritor vasco había fabricado en sus años de exilio en París y que María Teresa conservaba es el punto de partida de la evocación. Desde el presente de su exilio italiano, la escritora vuela con la imaginación hasta las manos de don Miguel y los días de la sinrazón:

 

«Sobre la biblioteca, entre los libros vive un búho de papel viejo ya, doblado por el tiempo, aplastado, pero con el ojo vigilante. Llegó a nosotros por sorpresa. Cayó sin avisar en casa de los Alberti. Gritó. Aquí estoy. Soy un hijo de las manos de Unamuno, uno de esos animalitos de papel que él colocaba sobre las mesas y dejaban de ser pajarita de papel para convertirse en ranas, en búhos…

»Las manos de Unamuno necesitaban esta creación de padre eterno pequeñito. Mientras hablaba sabio y torrencial, sus dedos se movían. Un día de 1925 y en París y en febrero le nació un búho sobre la mesa de un café. Estaba desterrado. […] Lo desterraron y él se fue a hacer paseos por la place des Vosges y animalitos de papel y pajaritas sobre las mesas de París. Este que yo miro está dedicado. Sobre las alas lleva un traje de letras. Ha pensado Unamuno que a Francis de Miomandre, tan amigo de lo español, le gustaría recibir ese pájaro de tradicional sabiduría que llevaba a cuestas un mensaje. Qué serio está. Trae para nosotros imágenes que no volverán a repetirse. Hoy me ha mirado el búho con su ojo centelleante, su círculo de tinta trazado por la mano amiga de Unamuno. He sentido casi mi voz: Hasta pronto, don Miguel. Vuelva, vuelva. Y casi lo he visto alejarse por el paseo de Rosales en la noche de Madrid, tan tersa. […] Unamuno ha muerto repentinamente como el que muere en guerra. ¿Contra quién? […] La Salamanca de aquellos días de guerra era de hierro ardiendo. No se podía tocar nada. Cuando al irme a dar el pasaporte me preguntaron los franquistas si sabía leer, contesté, tartamudeando. Poco. No dije que era maestra. Puse “mis labores” como profesión, fingí entender mal. Todos sentíamos terror a que nos colgasen la palabra intelectual en la solapa. Habíamos escuchado el “Abajo la inteligencia”, gritado contra Unamuno por el general Millán Astray. Don Miguel palideció antes de contestar: ¡Venceréis, pero no convenceréis! Todos nos dimos cuenta que la persecución había comenzado.

»El testamento de Unamuno no lo conoceremos nunca, sabemos únicamente que los que asistieron a su entierro fueron fichados, sabemos que agonizó España, sabemos que durante años, cuando alguno pronunciaba su nombre muchos temblaban y que algunos obispos se santiguaban horrorizados. Por mucho que los franquistas hayan querido hacer olvidar su aversión a la inteligencia, el estigma les ha quedado»[578].