¿QUÉ SE LE PUEDE CONTAR A UN CARDENAL?
FINALMENTE, MARÍA Teresa abandona a su marido y éste se va a Burgos con su primogénito. Los testimonios sobre la relación que venía soportando nuestra escritora han sido recogidos por Benjamín Prado en su libro Los nombres de Antígona. Allí cuenta que, al parecer, «Gonzalo de Sebastián no era capaz de comprender a María Teresa, que le exigía mantener un comportamiento rígido y organizado, le pedía que fuera prudente y normal, la empujaba hacia todo lo que era contrario a su naturaleza. Sus continuos reproches y las peleas de la pareja crecieron […], y hay quien dice que llegaron al límite de los malos tratos, que al celoso de Gonzalo se le escapó alguna que otra bofetada. “No creo que Gonzalo fuese un hombre malo, sino más bien un inconsciente -asegura un familiar que prefiere conservar el anonimato-; era muy joven y le gustaba la farra, bebía demasiado y cuando estaba ebrio su carácter se volvía difícil. A veces su familia debía salir a recogerle a media noche, o mandar a unos soldados a buscarlo a algún lugar donde hubiera perdido el sentido; o lo encontraba la Guardia Civil en malas condiciones, tirado en cualquier sitio, en un banco del parque o hasta en una cuneta. Pero no era una persona malvada, sino, en todo caso, un ser débil. Supongo que su gran pecado era la inmadurez”»[74].
La vida empezaba a no ser noble y mucho menos cuando, tras las disputas matrimoniales y la separación, fallecía inesperadamente, de modo fulminante, el coronel Ángel León. Una angina de pecho provocada, al parecer, por su afición a los puros habanos, acabó con su vida y fue enterrado en Barcelona. No pudo el padre de la escritora cobrarse a gusto el precio de su lealtad a Primo de Rivera, su incondicional compañero de batallas, y disfrutar así de un grato retiro. «Toda mi vida catalana se concluyó con un toque de clarín -escribía María Teresa-, el toque del silencio, el adiós que un regimiento de caballería daba a su coronel muerto. Lo dejaron enterrado en una colina frente al mar deslumbrante de vida, de luz apasionada…»[75]
Sin el apoyo del coronel, las cosas habían dejado de ser amables. La escritora tenía prohibido ver a su propio hijo y la presión familiar y social que le exigía volver con su esposo era cada vez mayor. Intervino incluso el cardenal Benlloch, arzobispo de Burgos, que trató de convencer a la joven con frases y razonamientos muy propios de su naturaleza: «Esta vida triste prepara la alegría de otra. Niña, niña, tienes que volver con él. Un mal marido es mejor que un buen amante. Niña, niña, regresa junto a tu hijo. Te necesita. Ninguna fuerza del mundo debe separarte de tu obra»[76] . Eran muchos los que intercedían -de nuevo el cardenal, las inoportunas amigas de su madre política- y muchos los momentos de consternación. Hubo ruegos por parte de la muchacha para que entendieran su infelicidad, para que comprendieran que las desavenencias no fueron provocadas por ella: «la muchacha está arrodillada ante el cardenal pidiéndole que rompa el nudo de su matrimonio. […] Pero, ¿qué se le puede contar a un cardenal? Nada, nada se le puede contar de la vida íntima de una criatura perdida en su primera juventud. Ni a él ni a las amigas de la madre que vinieron por curiosidad y compasión. ¡Qué sola y qué injuriada por la vida se siente! Todo fueron palabras, palabras, cuentos viejos, razones poco válidas»[77].
La muchacha tuvo que abdicar. Y lo hizo con grandes dosis de resignación, tragándose la rebeldía, a raíz de un episodio que heló su corazón. Su hijo Gonzalo había enfermado gravemente y a María Teresa le llegó un telegrama en el que se le comunicaba el inminente fallecimiento del pequeño, de cuatro años, por una infección meningítica. La escritora recuerda la desesperación de aquellas horas, su boca amarga, hasta que a la mañana siguiente pudo comunicarse por teléfono con la familia de su marido: «Una voz desconocida le contestó: ¿Quién? ¿Cómo? ¿Quién dice que es? ¿La madre del niño? Bueno, voy a comunicarlo. Y el tiempo, el tiempo, hasta que alguien de la casa dijo: ¿Quieres venir enseguida? Se lo voy a decir a mi madre. Y luego, después de morirse de rabia, otra voz que le decía: Soy la enfermera. Creo que podría venir a las 10, sí, a las 10. Antes, no. Tienen que consultar al abogado»[78] . En el relato de aquel desgraciado suceso, la autora de Cuentos para soñar describe sin escatimar detalle la crueldad con la que fue tratada por la familia de Gonzalo de Sebastián, que se mostró fría y distante con ella, cuando llegó de madrugada a la casa: «Un cuñado abrió el portón del jardín. Empujó impaciente la puerta. No necesitó que nadie le dijera dónde estaba su hijo. La guió un lamento agudo, un quejido continuo como ella no había oído jamás. Era como una llamada desde una profundidad, desde un vacío. Subió corriendo la escalera. Empujó a alguien. Entró en el cuarto y cayó desmayada, sin ver a su hijo, al niño, tan pequeño, que le habían arrebatado. Después la monja la aproximó suavemente a la cama. Allí estaba el niño, quejándose intermitentemente, perdidas las pupilas, abiertos los ojos, hacia el techo»[79].
Éste es, sin duda, uno de los momentos más intensos de Memoria de la melancolía, y en él vuelca la autora una emoción retenida en la garganta durante décadas, en las que tuvo que soportar maledicencias, infundios y la acusación de haber sido una madre desnaturalizada capaz de abandonar a sus hijos y dejar el hogar. En este episodio confiesa la ira que embargó su alma, que rebasó su hiel, ante aquellos familiares a quienes «injurió sin dejar uno». Y también que la separación no había venido de ella, sino de aquel marido que «temblaba en un pasillo de la casa pidiendo perdón». Pese a las duras condiciones en las que el abogado de la familia le permitió finalmente ver a su hijo -no más de dos horas-, María Teresa pudo besar y acariciar la frente del pequeño bajo la mirada indulgente de la monja que vigilaba. También le consintieron volver, cuidar de Gonzalo el tiempo que a diario le concedían. Hasta que obró el prodigio: «…una mañana el niño enfermo bajó los párpados. Levantó la mano, se buscó la naricita… ¡Tontito, si está aquí! Y el niño sonrió. ¿Salvado? Dígame que está salvado. La enfermera se arrodilla. El milagro se había producido. No llamaron a nadie. Apoyó su llanto contra los vidrios de la ventana. Cree recordar que estaba el jardín lleno de nieve, pero todo lo recuerda ya tan mal. Sabe únicamente que los ojos de su hijo le sonrieron y que ya nunca dejaron de mirarla»[80].
La experiencia dio paso a un poema (el único testimonio de creación poética que se conoce de la autora), Cantar de la luna vacía, en el que María Teresa volcaba la angustia de aquel luctuoso suceso:
¡Calla, mi bien! No grites, no llores
no tengas miedo de la noche oscura
no te agarres a mí con los temblores
del que ha visto un león en la espesura
y le asustan los ojos brilladores.
…………………………………….
Y a soñar con lo ángeles de oro
¡duerme, duerme, mi niño!
Teniendo el corazón hecho ternura
en las estrofas pasa más dulzura
¡canción de cuna que rimó el cariño!
…………………………………….
La voz ya no resuena
calmando los temores
del hijo ¡esa es su pena!
que al cielo sus amores
Dios se llevó en esta nochebuena.
Ya no calma en la noche tenebrosa
del hijito el pavor
que del rosal florecido, la rosa,
se llevó el segador.
La guadaña implacable que siega
lo mismo el bien que el mal
no ha visto que al cortar el capullo
agostaba el rosal.
Tras aquel episodio, María Teresa León volvió con su esposo y con su pequeño. Como ella decía: «Bajó la cabeza y aceptó. Era su vida por la de su hijo». A finales de aquel año de 1925 nacía en Burgos su segundo vástago: Enrique de Sebastián León.