LA INSTITUCIÓN LIBRE DE ENSEÑANZA
LAS monjitas del Sagrado Corazón de Jesús y los cercos familiares la intentaban llevar por caminos ya recorridos, aunque fueran los más seguros para las monjas y para su abuela, y ella se resistía a aceptar tanta hipocresía, tantas conductas postizas, tanta mansedumbre y tanto boato de colegio bien y de familia ejemplar. Por eso trataba de seguir y hasta de emular los pasos de su prima Jimena. «Ella no iba a misa y yo sí. En la Institución Libre de Enseñanza, donde se educaba, nadie le enseñaba el catecismo. No bajaban la voz para hablar del arte aunque estuviesen llenos de desnudos los museos»[38] . María Teresa León se refugiaba una y otra vez, para mantener su integridad, en la casa feliz y benefactora de sus tíos. En aquel ambiente conoció a figuras deslumbrantes del pensamiento, la literatura, la pedagogía y la filología, desde Francisco Giner de los Ríos a Bartolomé Cossío, Américo Castro o Henri Mérimée. A todos ellos se les escuchaba con veneración.
Allí conoció al fundador de la Institución Libre de Enseñanza poco antes de que falleciera. Fue en febrero de 1915 cuando don Francisco murió. María Teresa tenía doce años, pero no le faltó gracia y memoria para subir la cuesta de San Rafael recitando el poema que don Antonio Machado le escribió para decir la pena común. Aquel verano, en la casa que los Menéndez Pidal tenían en la sierra del Guadarrama, Jimena y ella aprendieron a jugar al tenis con el profesor Américo Castro. «En mi recuerdo lo veo guapo, fuerte, gorjeando un poco de alegría cuando hablaba»[39].
Otro día tuvo la fortuna de abrirle la puerta de la calle Ventura Rodríguez a Henri Mérimée y su familia, o de conversar con don Bartolomé Cossío, quien pocos años después crearía las Misiones Pedagógicas de la República.
«Éramos parientes y entre las familias había una amistad entrañable -recordaba Jimena Menéndez Pidal en 1987-, pasó algunos veranos con nosotros. Además, su madre tenía interés en que estudiáramos juntas y lo hicimos. Yo iba a la Institución Libre de Enseñanza, pero el Bachillerato lo estudiaba en casa y a esas clases iba María Teresa. Fuimos juntas también a los sótanos de la Biblioteca Nacional, donde aprendimos dibujo del natural en unas clases que estaban ligadas a la Institución. Me contaba cuentos que se inventaba y que luego poníamos en acción»[40].
Aquellas clases de dibujo las impartía don José Masriera, pintor catalán, junto con su mujer. Recuerda María Teresa que entraban por la puerta de la Junta de Ampliación de Estudios Históricos y que allí que se deleitaba observando y disfrutando de los patios cuadrados que aparecían cubiertos de hierbas muy altas por las que se perdían. «Era fantástico mirar la luz de acuario reflejada en el cielo y soñar. A veces pasaba una paloma. Es la primera vez que me he tumbado junto a un muchacho. Agarró una espiga loca, me acarició el brazo y… me besó la mano. El cielo azul era un cuadrado perfecto y ninguno de los dos necesitábamos más»[41].
Era tanto el deseo de María Teresa de formar parte de aquella familia de sabios que trató de una y mil maneras que sus padres la sacaran del colegio de monjas, tan ceñido a preceptos, y la llevaran, como a Jimena, a una escuela laica y libre. No fue posible, pero sí logró que aquel centro de la Institución Libre de Enseñanza, que era un modelo de pedagogía moderna, la eligiera para que representara el papel de ángel en un auto de Navidad de Juan del Enzina. La pequeña se aprendió los versos y llegó radiante y feliz para lucirse en la actuación. Una cortina la ocultaba al fondo del escenario, apenas a unos metros de los pastores que cantaban ante el público. Ella esperaba la señal, encaramada a una silla, para proclamar la buena nueva con su alta voz de niña:
Pastores, no hayáis temor,
que os anuncio un gran plascer.
Sabed que quiso nascer
esta noche el Salvador,
Redentor en la ciudad
de David.
Todos, todos le servid,
que es Cristo Nuestro Señor.[42]
Pero en cuanto corrieron la cortina y la pequeña quedó al descubierto, un dolor creciente comenzó a paralizarla: «…mi cuerpo sintió, no que se transformaba en un espíritu puro de alas grandes, sino que todo, todo el cuerpo me pesaba horriblemente, me dolían los hombros, el esqueleto, las piernas… ¡Qué dolor espantoso, jamás sentido, me apretaba las articulaciones! No pude levantar los brazos. Se acabó la llama lírica, era solamente un pobre dolor infantil y humano pegado a las sienes. Terminó todo en un sollozo. Corrieron la cortina. Me encontraba cubierta de lágrimas, sin poderme valer de mis piernas ni de mis brazos»[43].
Lo peor de aquel suceso no fue el trance que sufrió la niña, sino los comentarios posteriores de las monjitas de su escuela, que, enteradas de lo ocurrido, lo atribuían a un castigo divino por acudir a un colegio laico, sin bendecir, y por intervenir en actos blasfemos que ofendían a Dios.