EL TESORO DE GASTÓN
LA cuestión es que los acontecimientos adversos se fueron acumulando. Los problemas escolares de María Teresa crecían. La precocidad de sus lecturas seguía escandalizando a las maestras y religiosas del Sagrado Corazón, a lo que cabía sumar nuevos actos de indisciplina. Todo ello acabó provocando su expulsión del colegio, y también la firme decisión de doña Oliva de abandonar la capital. La madre de la escritora se había cansado de soportar también los escarceos amorosos de su marido, difíciles de controlar en la gran ciudad, y consideró que era el momento oportuno de dejar la vida dañina de Madrid y regresar a Burgos, donde le aguardaba su familia y su ambiente. De este modo, exigió al coronel que pidiera el traslado al regimiento burgalés de Lanceros de Borbón y allí se marcharon poco después de que María Teresa León cumpliera los catorce años.
De aquel tiempo, de aquellos años que pintaron su infancia de colores tristes y de mucha soledad, como ella misma afirmaba, quedarían estampas, sin embargo, de exquisito júbilo. Como el día en que aprendió a cabalgar con los oficiales más jóvenes del regimiento de Princesa -«aquellos muchachos de uniforme impecable que tanto miedo tenían del coronel»-, bajo la mirada vigilante de don Ángel León. La Reja se llamaba la yegua, una potranca para la que hubo que fabricar una montura con el fin de que la niña no se sentara a horcajadas, como los chicos. Doña Oliva hizo poner una chapita de plata con su nombre escrito en la silla. Luego le prometieron que, si era buena amazona, cuando fuera mayor, participaría en competiciones de hípica.
La otra experiencia inolvidable y premonitoria la tuvo el día en que tomó la primera comunión y, al acabar la ceremonia, la llevaron a visitar a doña Emilia Pardo Bazán, a quien luego vería en numerosas ocasiones. La autora de Los pazos de Ulloa le hizo un regalo muy acertado con una dedicatoria que la pequeña no olvidó. «A la niña María Teresa León, deseándole que siga el camino de las letras. Condesa de Pardo Bazán. La niña leyó el título: El tesoro de Gastón. Gracias. Dicen que era fea. La niña la encontró siempre redonda y riendo, como un gran perro sentado, bueno y amable. Le gustaba desafiar a los hombres, pero no los venció. Jamás pudo entrar en la Academia de la Lengua Española»[44] . Lo que entonces no podía sospechar la novelista gallega, que sí adivinó el futuro de la pequeña, era la influencia que su escritura iba a ejercer sobre nuestra escritora, convirtiéndose en modelo, como apunta Benjamín Prado, «tanto para su rebeldía personal como para su estilo literario, porque sin duda hay en la escritura de León algo del lenguaje rico en adjetivos y un poco sobrecargado con que la condesa escribió Los pazos de Ulloa o su continuación, La madre naturaleza; y hay también un continuo deseo de afrontar los acontecimientos históricos inmediatos y de llevar a la ficción la vida de las clases trabajadoras, como hizo la narradora gallega con la Revolución de 1868 en La tribuna y como haría María Teresa, con la guerra civil de 1936, en Contra viento y marea o Juego limpio»[45].
A quien también iba a echar de menos la pequeña era a don Benito Pérez Galdós. Había descubierto al gran novelista con apenas once años, en las lecturas secretas de la casona de Barbastro, al lado del tío viejo, solitario y loco, leyendo Trafalgar. Tras el deslumbramiento que le produjo aquella novela, escuchó de alguien que el escritor acostumbraba a tomar el sol en el Parque del Oeste madrileño. Y allá que fue María Teresa, de la mano de su madre, un día propicio para el encuentro: «Nos acercamos a saludarle siempre. Sí, estaba medio ciego. Nos acariciaba la cara. ¿Y esta niña? ¿Quién es? Es la hija del teniente coronel, ya te lo hemos dicho, le explicaba el sobrino que se llamaba Hurtado de Mendoza. ¡Ah, sí, sí!, decía don Benito, volviendo a su silencio. El sobrino miraba a las chiquillas. Las chiquillas se dispersaban jugando y él tenía que quedarse junto a su tío ilustre, ya tallado como si fuera de piedra»[46].
No se agotó ahí la devoción galdosiana de María Teresa. En 1943, con motivo del centenario del escritor canario, publicará en Argentina el artículo «Una mujer que no está en las novelas de Galdós»[47], donde nuestra escritora recrea el tortuoso y clandestino amor de don Benito por su sobrina Sisita; y en 1945 realizará el prólogo de dos Episodios nacionales de Galdós -La batalla de los Arapiles y Zaragoza-, ambos publicados por la editorial Pleamar de Buenos Aires.
La niña iba a echar de menos muchos momentos de aquella niñez madrileña, pero especial y dolorosamente su despedida del entorno familiar de los Menéndez Pidal, sobre todo, de la compañía ya casi necesaria de su prima Jimena, a quien siempre tuvo como modelo y como referente; incluso años después, cuando se reencontraron en Madrid y cuando, desde el exilio argentino, nuestra escritora recibía noticias de su vida, de su hijo Diego y de Miguel Catalán, el físico aragonés con el que Jimena se casó y a quien tuvo el placer de recibir María Teresa en Buenos Aires…[48]
Gonzalo Menéndez Pidal recordaba también aquella infancia de María Teresa en su hogar, aquellas veladas que «más bien eran clases de refuerzo, en las que había mucha conversación y poco estudio. Eso sí, María Teresa se interesaba mucho por las investigaciones de mis padres sobre el Romancero, o cuando ponían alguna grabación con poemas o canciones tradicionales que habían descubierto y recogido en sus viajes. Creo que era feliz cuando estaba con nosotros, y toda la familia la apreciábamos»[49].
Sabemos que María Teresa fue, en efecto, enormemente feliz en aquella casa. Allí descubrió el inagotable tesoro de la cultura, los anchos caminos de la inteligencia, las vibraciones de la belleza, el sentido de la justicia y el valor de la libertad. No es, pues, de extrañar que, al dejar Madrid e instalarse con los suyos en Burgos, en aquella sociedad provinciana y cerrada, se fuera rebelando contra la frivolidad y contra lo que aquel ambiente significaba de retroceso para ella. María Teresa había elegido ya y sus preferencias estaban muy claras: «todo lo que representaban Menéndez Pidal y su esposa, aquellos días pasados entre libros, recitando las canciones del Romancero tradicional, hablando durante horas de unos versos de Berceo o de Góngora, de Boscán o del Arcipreste de Hita»[50].