LA MUERTE RONDA LOS FRENTES
LA vuelta a España significó para María Teresa regresar a la intensa actividad de la Alianza y a seguir conociendo, de primera mano, las trágicas y verdaderas dimensiones de la guerra. Aquel edificio de Marqués de Duero iba a ser testigo durante dos largos años de encuentros, desencuentros y despedidas cargadas de emoción. La muerte estaba al acecho de cualquiera y nuestra escritora la vio pasar muy de cerca en demasiados momentos. Su propio hermano, con quien había perdido toda relación por claras divergencias ideológicas, llegó a temer por ella aquellos días de contienda y confusión. Gonzalo Menéndez Pidal daba fe de los complejos equilibrios sentimentales que se producen en las guerra fratricidas recordando su encuentro en Burgos, aquellos días de 1937, con Ángel León Goyri: «el hermano de María Teresa, que era comandante del Estado Mayor del ejército de Franco, me llevó aparte a un despacho y, con gran satisfacción, me mostró un telegrama en el que se daba la noticia de la llegada a Moscú de María Teresa. Tardé en entender esa satisfacción de Ángel, luego comprendí: es que se estaba gestando el avance franquista sobre Madrid. Sobrevino el desastre de Guadalajara, pero ¿y si en Madrid se hubiera encontrado María Teresa? ¡Qué alivio para su hermano el saber que estaba en Moscú!».
Pero María Teresa ya no se encontraba en Rusia, sino en la capital de España y, a veces, en los alrededores, asistiendo al espectáculo de la barbarie y de la desesperación. Hacía pocos meses que la muerte del poeta y periodista cubano Pablo de la Torriente Brau había conmovido a buena parte de la intelectualidad, desde los que se hospedaban en la Alianza hasta quienes compartieron con él campaña en Alcalá de Henares, Primera Brigada Móvil de Choque, 11.ª División, adscrita al Quinto Regimiento. Había sido precisamente Pablo de la Torriente quien descubrió a Miguel Hernández cavando trincheras y se lo llevó con él a desempeñar tareas culturales en las filas republicanas. «Conocí a Pablo en Madrid, una noche en la Alianza -relataba el poeta de Orihuela-, esperando yo a María Teresa León, que no venía […]. Esa noche, recién amigos, bromeamos como antiguos camaradas. El sentido humorístico de Pablo era realmente irresistible. Quien estaba a su lado tenía que reír siempre, siempre, porque él sabía encontrar como pocos el costado grotesco de las cosas más solemnes […]. Yo le quise mucho. Después de aquella noche nos separamos durante varios meses. Nos volvimos a encontrar en Alcalá de Henares, a pesar de que habíamos estado juntos, sin saberlo, en los combates de Pozuelo y Boadilla del Monte. “¿Qué haces?”, me preguntó alegremente al abrazarnos. “Tirar tiros”, le contesté yo, riéndome también. Pablo era entonces Comisario Político del Batallón del Campesino […]. Me ofreció hacerme también Comisario y le habló en este sentido a Valentín González, el Campesino, que le quería entrañablemente…»[295]
La muerte de Pablo se produjo en plena batalla, el 19 de diciembre de 1936, en los alrededores de Majadahonda y, al parecer, cuando fue encontrado su cuerpo destrozado por la metralla vestía la zamarra de piel de cordero que Hernández le había regalado semanas antes. «Aún recuerdo su pecho cruzado por una cinta roja de balas de ametralladora perforándolo -escribe María Teresa en un texto inédito que se conserva en la Fundación Rafael Alberti- y casi oigo mi propia voz ante su tumba. […] Pablo de la Torriente, héroe de España, miliciano muerto en el frente de Madrid escribía cartas a su mujer Tete Casuso. Hoy las releo para librarme del envenenamiento radical. La retirada es una palabra que está retirada del diccionario… De allí me fui a ver la destrucción y el otro rojo que no es más que la sangre… Te digo que es bello vivir»[296].
La siguiente víctima de la guerra de España que conmovió profundamente a María Teresa fue la fotógrafa Gerda Taro. La joven había perdido la vida en un accidente durante el repliegue del ejército republicano tras la batalla de Brunete. Gerda viajaba en el estribo del coche del general Walter (brigadista polaco cuyo verdadero nombre era Karol Świerczewski) cuando cayó al suelo y fue arrollada por un tanque republicano. Su cuerpo, antes de ser repatriado a París, recibió los debidos honores en el patio de la Alianza, ante los ojos conmovidos de nuestra escritora. María Teresa recordaba que Gerda y Capa, «también fotógrafo entusiasta, fueron los huéspedes más queridos de la Alianza de Intelectuales, y eso que hubo tantos. Con toda naturalidad, después del inesperado recibimiento de León Felipe, se instalaron junto a nosotros. Iban constantemente al frente y regresaban cansados y felices. La fama de buen fotógrafo de Capa era internacional. Creo que una de las instantáneas más famosas de nuestra guerra, aquella en que el soldado herido de muerte comienza a caer en la trinchera abandonando el fusil, es suya. Gerda y Capa eran dos seres alegres y jóvenes capaces de reírse cuando el plato estaba vacío, cuando el fotógrafo americano Harry decía que fumaba “yerbos”, cuando Santiago Ontañón decía que las lentejas tenían gusanos que nos miraban, o Darío Cramona hablaba de sus sueños interminables y hambrientos, o Langston Hughes hablaba con diminutivos aprendidos en México. Entre nosotros Gerda Taro se convirtió en la indispensable. A ninguno se le ocurría temer por esta muchacha decidida que con su máquina fotográfica en bandolera se iba al frente como un soldado, y, sin embargo, un día alguien que llamó precipitadamente a nuestra puerta gritó: María Teresa, en el frente de El Escorial han herido a Gerda Taro. […] En la retirada de Brunete, Gerda Taro iba subida en el estribo de un camión, la rozó un tanque y la han llevado al Escorial, herida. Cuando llegamos al Escorial ya había muerto. Nos dijeron: Era una valiente. Como no había anestesia para operarla nos pidió un cigarrillo. Fumando rabiosamente la operaron, pero no había remedio. Abrieron una puerta y la vimos tumbada en un cuarto vacío, cubierta por una sábana. Qué pequeñita se había quedado. Durante las guerras faltan siempre cajas para enterrar a los valientes. No encontramos ninguna. Por fin nos buscaron un camión y allí, entre cajones, tendieron a Gerda Taro. […] Depositamos a Gerda en el jardín de invierno de la Alianza de Intelectuales. Velamos a la pequeña heroína francesa como a un soldado. Los milicianos le dieron guardia de honor y fueron desfilando comisiones obreras, jefes militares, amigos, vecinas que iban enterándose… y hacían un gran esfuerzo para no santiguarse. Yo dije a la mujer de nuestro portero: Santíguate, mujer, quién sabe si le hubiese gustado a Gerda verte»[297].
También tuvo palabras para el magnífico Robert Capa en Memoria de la melancolía, muerto en Vietnam en 1954. Como María Teresa comentaba, Capa «siguió su camino de extraordinario fotógrafo, disparando su máquina como una ametralladora rabiosa. No hubo conflicto donde él no estuviese presente. La vida parecía importarle mucho menos que los testimonios que él recogía y mostraba de las torpezas del mundo y de la angustia de los hombres. Creo que la muerte que levantaba tantas veces su mano asombrada de verlo cercado de peligros, un día, creo que en Vietnam, bajó su palma y le tapó los ojos, que eran tan claros como un arma, para siempre»[298].