ÚLTIMOS DÍAS CON HEMINGWAY
TAMBIÉN ese mismo año de 1960 dio para emprender viajes por el continente americano impartiendo conferencias y propiciando encuentros con escritores amigos. Gracias a las gestiones de Miguel Otero Silva y de Alejo Carpentier visitaron Venezuela, Colombia, Perú y Cuba. Esta vez, María Teresa y Rafael vivirían en solitario, sin la compañía de una Aitana ya crecida, una experiencia intensa y extraordinaria. «Debo confesar con mucha tristeza -declaraba muchos años después la hija de la escritora- que yo preferí quedarme en Buenos Aires, al cuidado de unos entrañables amigos, porque había descubierto el amor y a mis escasos 18 años ningún descubrimiento de otro tipo podía ser más importante. Pero el amor pasó y yo me perdí algo único: un largo viaje que me hubiera descubierto América: en Venezuela, el Salto del Ángel, desde una vieja avioneta conducida por un temerario piloto de la selva, explicado con indudable temor por Miguel Otero Silva; una corrida de toros apoteósica de Luis Miguel Dominguín, en Colombia; las maravillas del imperio incaico, en el Perú; y Cuba, en los albores de esta Revolución, con la presencia viva de sus jóvenes líderes, de sus escritores, de sus músicos, y de un pueblo que recién estrenaba su marcha hacia el futuro»[525].
La estancia en Cuba, donde permanecerían durante un mes hospedados en el Hotel Sevilla Biltmore -después de la Revolución conocido como Hotel Sevilla-, fue, en efecto, una fiesta para María Teresa y Rafael. En la isla caribeña, acompañados de Nicolás Guillén, se reencontraron con un viejo y querido camarada de la guerra de España: Ernest Hemingway. «Llegaron a La Habana a finales de marzo de 1960 -escribe Aitana Alberti-. Una foto casi desconocida publicada en abril de ese año por la revista Bohemia los muestra sonrientes ante una desvaída silueta de la cúpula del Capitolio. […] Ellos esperaban encontrarse en Cuba con el norteamericano corpulento y colorado que solía aparecer como un huracán en la Alianza de Intelectuales Antifascistas para dejar a los hambrientos residentes alguna latería y una ocasional botella de whisky. Cierta interjección de su propia cosecha (“¡Es cojones la cosa!”) pasaría a formar parte de nuestro reservado lenguaje familiar»[526].
Hemingway, junto a su cuarta mujer Mary Welsh, vivía en Cuba desde hacía veinte años, y allí, en la Finca Vigía, la casa del escritor en San Francisco de Padua, además de criar gallos de pelea, perros, más de cincuenta gatos y centenares de palomas, escribió o se inspiró para escribir varias de sus grandes obras: Tener y no tener, El viejo y el mar, Por quién doblan las campanas, Islas en el Golfo o París era una fiesta. La mansión, que acabaría siendo lugar de peregrinación y de visitas guiadas, tenía amplias estancias con grandes y profusos ventanales. Estaba vestida con muebles diseñados por la propia Mary Welsh, con más de nueve mi libros repartidos por las estanterías, medio millar de discos y una profusa colección de cabezas disecadas de antílopes, búfalos, kudús y leones. «Cuando los Hemingway recibían invitados -añade Aitana-, siempre había música sonando: Beethoven, Bach, Mozart… […] En la mesa del comedor, la vajilla y los cubiertos cifrados con el símbolo de la Finca Vigía están perennemente dispuestos. Diríase que en cualquier momento hará su entrada el mayordomo René Villarreal, vestido de filipina blanca, para traer la olorosa comida… ¿por qué no?… a María Teresa León, Rafael Alberti, Nicolás Guillén y los anfitriones. Pero antes se alzarán las copas de cristal de Murano y vibrará en la claridad luminosa de marzo el brindis de Papá: “¡Por lo nuestro!” […]»[527].
En estas líneas finales de La arboleda compartida, Aitana Alberti recrea una escena que su madre recogía con verdad literaria y con firme emoción en sus memorias. No eran aquellos días de abril de 1960 los más apropiados para visitar a Papá Hemingway, cuya salud, seriamente mermada, y su estado depresivo dificultaban el encuentro. Sin embargo, la melancolía del novelista norteamericano pareció encontrarse complacida con la visita de María Teresa y Alberti, que le traía recuerdos de un pasado entrañable y de un país amigo: «Ernest Hemingway nos abrazó a la entrada de su casa de la Isla de Cuba -declaraba la autora riojana-. Nadie se adelantó a decirnos: Es vuestro último encuentro. Aquel hombre de barba blanca y traza de Papá Noel bondadoso nos volvía a abrazar aún más afectuosamente que hacía veinte años. Su mujer, Mary Welsh, inteligente y viva, nos saludaba llevando siempre la flor de la inteligencia en los ojos. Nos quedamos como fascinados viendo a aquellos dos seres y más aún porque el encuentro era en Cuba, porque a lo lejos se veía el mar y se balanceaba una barca y dentro un viejo»[528].
La conversación con el autor de El viejo y el mar -amena y emotiva siempre- circuló por diferentes caminos según relata María Teresa León. Hablaron de Pío Baroja, a quien Hemingway había visitado en España poco tiempo atrás y que injustamente había fallecido sin recibir el premio Nobel. Dialogaron sobre la guerra y el frente de Guadalajara, sobre el general Walter, el militar polaco que dirigió la XIV Brigada Internacional y que combatió en la batalla de Teruel en 1938, el mismo general -su verdadero nombre era Karl Swierczewslki- que después de luchar en la Segunda Guerra Mundial, primero en el ejército polaco y luego en el soviético, sería asesinado por los nacionalistas ucranianos en 1947. Hablaron también de John Dos Passos en aquel Madrid bombardeado, de la sede de la Alianza de Intelectuales en la calle de Marqués de Duero, 7, de la camaradería -«¡Qué alegre era aquella tensión dramática de la vida!»-, de la figura del mismo Ernest Hemingway provocando sonrisas con la botella de whisky que llevaba en la cintura, mojándose los labios y repartiendo tragos. Recordaron la historia del hotel de la Gran Vía madrileña donde se hospedaba el novelista norteamericano y que habían bombardeado. «La verdad es que me dijeron: Señor Hemingway, el bombardeo ha deteriorado tanto su habitación que creo que tendrá que cambiarse a una del patio. Sí, claro, le contesté yo: ¿Y cuánto cuesta? Él me dio una cifra alta. Yo insistí: ¿Y las que dan a la calle? Hizo un ademán amplio con sus brazos, contestándome: Esas, la mitad. Pues me quedo con la mitad, y seguí durmiendo en la habitación sin cristales tan ricamente»[529].
Según María Teresa, el autor de Illinois tenía una coraza para las tragedias y, además, las armas habían sido sus juguetes de niño. Era todo un experto en marcas de fusiles y de pistolas; reconocía el calibre de los cañones que bombardeaban por el sonido del proyectil o el ruido de la explosión. Conversaron también de su gran afición a los toros y de que, durante años y años de sus visitas a España, había conocido y tratado a más toreros que escritores o intelectuales. Declaró su preferencia por Ordoñez frente al toreo de Dominguín. Recordó, uno tras otro, los nombres de las suertes del toreo y hasta desplegó, acompañado de Alberti, una serie de imágenes que parecían estampas de la lidia. Hemingway concebía España y lo español como su segunda patria, hasta el punto de rodearse siempre de jardineros españoles y de cocineras españolas, de gentes leales que le recordaban el país de sus pasiones y de su fe en la vida. «Se decían muchas cosas de él y él decía muchas de nosotros en sus crónicas de la guerra de España -recordaba con gratitud María Teresa-. Le respetábamos, le queríamos porque era un paladín de nuestra causa, porque iba madurando en él algo más que una amistad, porque lealmente escuchó por quién iban a doblar las campanas. A esa fe que tenía en nosotros debíamos su recibimiento, sus abrazos, el temblor de emoción que enturbió sus ojos cuando aquel día en Cuba nos dijo: Vivo aquí desde que se acabó lo nuestro. Lo nuestro era nuestra guerra, que fue también su guerra, y al escucharle sentimos en los labios un regusto romántico de orgullo»[530].
María Teresa no pierde detalle a la hora de narrar aquel día y aquella visita, al manifestar su sorpresa tras descubrir que la esposa del escritor había sido tanto o más audaz que el propio Hemingway, con un pasado de aventuras africanas y de inolvidables expediciones: «Nos contó sus cacerías en África. Intervino Mary, mujer a quien no asustaban las selvas ni las fieras. Nos llevó a mirar los trofeos que colgaban por todas las paredes de la casa. Inmensos leones africanos abrían la boca, incapaces ya de cerrar sus dientes sobre nosotros. Yo señalé a uno magnífico y dije jugando con mi apellido: Éste debe ser mi pariente. Mary aclaró con su voz tenue: Lo maté yo. Seguimos mirando. ¿Y éste? Lo maté yo, volvió a decir Mary Welsh. Cuando llegamos a los antílopes Mary aclaró: Estos los mató Ernesto. Reímos todos mirando con mucho respeto a la mujercita valiente, celebrándola por usar las armas de fuego tan hábilmente como las agujas de coser»[531].
La conversación se desvió finalmente hacia la realidad política cubana y hacia la revolución encabezada por Fidel Castro. «Estoy muy contento aquí. Nunca tuvo esta isla un gobierno tan honrado como el de ahora»[532], pareció decir abiertamente Hemingway. Pero no sabemos hasta qué punto la velada en Finca Vigía se mezclaba en la memoria de María Teresa con las numerosas actividades culturales que la escritora desarrolló durante aquel mes de permanencia en la isla. De hecho, en su estancia en Cuba, veinticinco años después de la primera visita, nuestra escritora impartió una charla -«¿Quién era la verdadera Dulcinea del Toboso?»- en el Palacio de Bellas Artes e inauguró el segundo canal de la televisión cubana con una interesante intervención sobre la salvación de los cuadros del Museo del Prado durante la Guerra Civil española. Participó asimismo como presentadora en el acto poético que compartieron Nicolás Guillén y Rafael Alberti en el Teatro Lázaro Peña de la Central de Trabajadores; un evento que concluiría con la actuación del cantante Bola de Nieve. Acompañó también a su marido en la conferencia que éste dedicó a la figura de Antonio Machado en una jornada presentada por Alejo Carpentier en la que no faltaron palabras de recuerdo para escritores revolucionarios como Pablo de la Torriente Brau, fallecido en la guerra de España, y para el reciente triunfo del movimiento revolucionario cubano. «La Revolución cubana -dijo María Teresa- es el acontecimiento más importante ocurrido en Hispanoamérica en toda la mitad del siglo XX y volverle la espalda sería desertar de un ámbito poético de tanta magnitud que equivaldría, para los poetas, a una ceguera, si no a una traición»[533].
Ese espíritu revolucionario que había alentado a María Teresa León en su juventud y en los años de contienda civil aún debía permanecer en una escritora de 57 años que conversaba con Ernest Hemingway aquella tarde única de 1960. «¿Ves a ésta? Pues era una miliciana rubia con pistola y todo, explicó Hemingway a su mujer. ¿Y el teatro? ¿Ya no te ocupas de él? Yo dejé atrás como un gesto toda mi vida pasada. ¿Y tú qué haces? Escribo, me contestó. No es fácil ahora ganar dinero. Reímos muy divertidos con su contestación. Pues si eso te pasa a ti, ¡figúrate a nosotros en la Argentina! […] Nos separamos conmovidos. Pocas veces nos costó tanto separarnos de un lugar y de una persona. Nos salió a despedir con toda la claridad de su barba blanca y levantando su mano nos gritó: ¡Hasta la vista! Hemingway quedó en el pórtico y poco a poco se nos fue desprendiendo de los ojos. Atravesamos el parque, y el jardinero español cerró la entrada»[534].
Dieciséis meses después de aquella despedida, la madrugada del 2 de julio de 1961, Ernest Hemingway se quitaba la vida en su casa de Ketchum, ciudad del condado de Blaine en el estado de Idaho. «¿Por qué esa bala le llegó al corazón si estuvo tanto tiempo respetándole el peligro? -se preguntaba María Teresa-. Este voluntario adiós a las armas nos dejó desconsolados. Una vez más tuvimos que mirar una última foto. En ella estamos, bajo la piel del león que mató Mary Welsh, Rafael, Hemingway, yo… Aún le oímos asegurarnos: Cuando lo nuestro se concluya…»[535]