LA ERA DE LAS MUJERES
EN aquella ciudad provinciana, María Teresa comenzó a adquirir una conciencia social comprometida y solidaria. Sin abandonar las obligaciones domésticas de una mujer que atendía a sus hijos y a su familia, actuaba al mismo tiempo como la audaz reportera que escandalizaba con sus opiniones y su espíritu crítico a media ciudad. Por otro lado, estaba bien informada de lo que otras mujeres iban logrando en diferentes ámbitos de la vida social, cultural y política. No perdamos de vista que los veinte fueron los años en los que se comenzó a vislumbrar un avance en ese papel de conquista social de la mujer, sobre todo en el plano laboral y educativo, aunque las circunstancias distaban de ser todavía suficientemente favorables para aquéllas que deseaban estudiar y emanciparse. Cuando María Teresa entra por primera vez en casa de los Menéndez Pidal, el género femenino aún se consideraba en España una raza sentada.[83] Pese al ejemplo alentador de María Goyri, en 1900 estudiaban en la Universidad de Madrid sólo dos mujeres; en 1910, por aproximarnos a ciertos datos significativos, había 21 mujeres universitarias en todo el país, alcanzando la insignificante cifra de 345 en 1920. Tendremos que esperar la llegada de la tercera década del siglo, con lo que significaron esos años, para ver cómo «el acceso a la enseñanza empezaba a ser una realidad, no sólo a la básica (en 1930 la mitad de las mujeres estaba alfabetizada), también a la media (en 1929 se crean los dos primeros institutos femeninos) e incluso a la universitaria: 1.681 mujeres en la universidad en 1930»[84].
Lo cierto es que, cuando María Teresa León comienza a publicar sus primeras colaboraciones en el Diario de Burgos, la mujer se hallaba aún condenada a ese papel «natural» de ama de casa supeditada a los dictámenes de un patriarcado que le obligaban a ser muy «femenina».
El tema venía de lejos. Como señala Françoise Thébaud[85], desde el siglo xix, los hombres trasladaron al plano sexual el debate sobre el poder político y social de la «mujer nueva». Cualquiera de ellas que tratara de emprender una labor liberadora del estereotipo establecido sería acusada de «perversa uterina»; incluso, sobre todo a partir de los trabajos del psiquiatra alemán Krafft-Ebing, los calificativos que se le atribuyeron eran del tipo «lesbiana viril» o «mujer-hombre peligrosa y desvergonzada».
En España la misoginia intelectual también libraba su cruzada contra la mujer moderna, desacreditándola desde la tribuna de un libro o de un periódico con juicios que venían a tacharla de antinatural y enemiga de la familia tradicional. La mujer del primer tercio del siglo xx, tal y como indica Ángela Ena Bordonada, debía «enfrentarse a una sociedad influida por un doble misoginismo. Por una parte, el heredado de la tradición, en tres culturas: la oriental, la romana y la judeo-cristiana; por otra, el incubado en la filosofía de ilustres figuras que ejercieron una influencia decisiva sobre los intelectuales españoles del primer tercio de nuestra centuria: Schopenhauer, Kierkegaard y Nietzsche»[86] . Era, sin duda, un modelo femenino que chocaba frontalmente con lo establecido y el terreno que se aventuraba a conquistar ponía, al parecer, en peligro la estructura sociofamiliar vigente; suponía una verdadera amenaza que se debía contrarrestar con un debate que pusiera más que en duda su talento y su capacidad para sobrevivir en un mundo de hombres. El viejo argumento de que la mujer debía ceñirse a su rol de «ángel del hogar», es decir, al cuidado y custodia de la casa y de los hijos, quedaba ya caduco ante la irrupción de la mujer burguesa que disponía de personal de servicio. El hogar era, pues, en el caso de las mujeres de cierto status social, un lugar para alternar con los amigos y celebrar fiestas. La ofensiva, entonces, hubo de centrarse en desprestigiar o negar la inteligencia y el talento femeninos. Así, Pascual Santacruz, en su libro La España Moderna,[87] ya definía en 1907, a modo de advertencia, la nueva centuria como el «siglo de los marimachos». Para estos varones, la amenaza que generaba la irrupción de la mujer en el mundo laboral e intelectual, su aspecto de mujer-chico, podía traer consecuencias tan irreparables como su propia esterilidad y, lo que es más grave, la homosexualidad en los hombres. «Si no se casaba -comenta Shirley Mangini-, era aberrante; si se casaba y tenía hijos, iba a ser mala madre. Si hacía deportes, podía convertirse en lesbiana o bisexual»[88].
El origen del debate pudo arrancar muy bien del libro La inferioridad mental de la mujer, del neurólogo Paul Julius Moebius, editado en España en 1903, cuyas interpretaciones negativas de la mujer moderna fueron adaptadas y defendidas en España, ya en los años veinte, por ilustres médicos como José Gómez Ocaña, Gregorio Marañón o Roberto Novoa Santos. El primero de ellos hacía su defensa del papel biológico de la mujer, de su estatus de madre, de su función social dentro del matriarcado. «No elevemos -insistía Gómez Ocaña- a regla general lo que son graciosas excepciones de la Naturaleza, y pretendamos sacar a las mujeres de sus hogares para hacerlas nuestras compañeras de profesión o nuestras camaradas de diversiones»[89] . Marañón, por su parte, también hablaba del «problema feminista» acogiéndose a la diferencia glandular entre hombres y mujeres, de modo que «nuestra mujer, como la paleolítica -citamos del autor de Biología y feminismo- está hecha para ser madre, y debe serlo por encima de todo […] Las mujeres -continúa el insigne científico- pueden trabajar como maestras o enfermeras si se ven obligadas a ello, pero no deben nunca entrar en las profesiones políticas o jurídicas […] Tenemos que reconocer que al talento femenino, en general, aunque alcance límites avanzados de claridad y penetración, le falta originalidad»[90] . No menos audaces resultan las aportaciones del ilustre médico Novoa Santos, quien defiende la idea de que «aquellas mujeres que se resistan a asumir su papel femenino -lo que supone una interferencia en el desarrollo de la masculinidad- están actuando en contra del progreso de su propia nación». Es más, puestos a definir los casos de mujeres con inteligencia y talento excepcionales y a legitimarlos desde el punto de vista científico, los resuelve calificándolos de error antinatural, «algo monstruoso, poseedor de caracteres sexuales secundarios de tipo masculino […] tipos biopáticos de inversión sexual somática o espiritual»[91].
La literatura y la sociología del momento tampoco desestimaban su función propagandística del antifeminismo a través de ciertos autores como el prolífico Edmundo González Blanco o el propio Ortega y Gasset. El erudito González Blanco, que escribió y opinó sobre todos los géneros (ciencia, filosofía, política e historia) daba por sentado en su libro Las mujeres según los diferentes aspectos de su espiritualidad que la inferioridad biológica, espiritual y psicológica de la mujer estaba fuera de toda duda. Para él, las mujeres excepcionales eran, sencillamente, hombres. «Dánse errores en la naturaleza, y algunas veces los sexos están mal distribuidos». Su atrevimiento llega a tal grado que no se detiene en nada al lanzar teorías tan arbitrarias y lamentables como que «la capacidad craneal de la mujer, sea cualquiera la raza a que pertenezca, es inferior a la del hombre […] Se aproxima más que la del hombre a la de los antropoides»; aunque admite que, si hay excepciones y una mujer sale inteligente, ésta será infecunda, le faltará vigor y perderá su belleza. «Lo peor que le puede pasar a una mujer -concluye- es que se libere, pues la liberación le conducirá al vicio»[92].
Conviene recordar que el discurso misógino afectó no sólo a los hombres que velaban por los viejos valores y que defendían con celo el patriarcado, sino también a aquellos intelectuales liberales que gozaban de un alto predicamento. José Ortrega y Gasset, que hizo de un órgano tan decisivo como la Revista de Occidente su medio de expresión estética y filosófica, dejó traslucir en sus páginas el estado de inferioridad intelectual que, en su opinión, correspondía a la mujer. Salvando como excepción a su discípula María Zambrano, a Rosa Chacel en cierto momento y a la pintora Maruja Mallo por lo precursor de su obra, Ortega no tuvo ningún reparo en manifestar su pensamiento y su convicción de que el hombre era razón y equilibrio, mientras que la mujer representaba a un ser confuso guiado por los instintos más básicos.
Pese a todo, el modelo de la nueva mujer era un hecho y una conquista que, más tarde o más temprano, la sociedad tenía que asumir dentro de sus esquemas. Tras la primera guerra mundial, el orden y las modas habían sufrido una transformación evidente. «Cambió el mundo -comentaba en 1920 Federico García Sánchez desde las páginas de La Esfera-, y una de sus consecuencias ha sido la creación de otro modelo femenino. Llegan ahora unas mujeres feas y adorables, sanas, desceñidas y que olvidaron el uso del corsé, reidoras, arriscadas, fuertes, que parecen heroicas junto al hombre, con sus trajes entallados y sus pulseras»[93] . Lo que estaba reseñando García Sánchez, aunque sólo abordase lo superficial del asunto, era la nueva moda, las ropas diseñadas por Coco Chanel en las que se explotaba la tendencia estilizada del diseño europeo que enderezaba las curvas femeninas del art noveau y superponía lo funcional a lo decorativo. Eran ropas mucho más sencillas, más cortas, que liberaban el cuerpo para practicar deporte, conducir un automóvil o ejercer un trabajo; una imagen, pues, ampliamente difundida en los medios de comunicación de masas del momento: el cine, las ilustraciones de los diarios y las fotos de sociedad que aparecían en revistas como Blanco y Negro. Era el desafío de un nuevo modelo femenino que mostraba el rostro de bellas muchachas con el pelo corto -flapper o garçonne- y que ejercería su gran impacto en las mujeres españolas de clase media que empezaban a fumar, a usar maquillaje y participar activamente en un mundo ligado a los nuevos avances tecnológicos.
Bajo la influencia de esta nueva imagen femenina que ofrecía múltiples ventajas a las jóvenes que deseaban aproximarse a la cultura y desarrollar el germen de la rebeldía y la independencia, encontramos a la María Teresa León de mitad de los años veinte, una mujer educada en Madrid y cultivada en el ambiente provinciano burgalés que, pese a estar prematuramente casada y ser madre de dos hijos, responde al nuevo prototipo de joven activa, autosuficiente, deportista, moderna, con el cabello cortado a lo garçon, que se mueve con soltura en los círculos sociales y que se muestra decidida a transgredir las normas de su tiempo. En 1926, María Teresa era una joven bellísima que vestía a la moda, jugaba al tenis y montaba a caballo. Su subversión, más allá de los artículos, relatos y conferencias que impartía, se adivinaba en el óvalo perfecto de su rostro, su melena corta, el arco depilado de sus cejas, los labios pintados y el largo collar de perlas que lucía.
«Dentro de mi juventud se han quedado algunos nombres de mujer -escribía la autora riojana en Memoria de la melancolía: María de Maetzu, María Goyri, María Martínez Sierra, María Baeza, Zenobia Camprubí… y hasta una delgadísima pavesa inteligente, sentada en su salón: Doña Blanca de los Ríos. Y otra veterana de la novelística: Concha Espina. Y más a lo lejos, casi fundida en los primeros recuerdos, el ancho rostro de vivaces ojillos de la condesa de Pardo Bazán…»[94]