¡VIVA LA REPÚBLICA!

EL primer domicilio madrileño de María Teresa y Rafael, situada en el número 45 de la calle Marqués de Urquijo, era una espléndida azotea que hacía esquina con el paseo de Rosales, frente al parque del Oeste, y gozaba de unas maravillosas vistas al Guadarrama, «a veces iluminado de nieve». La pareja presumía de habitar un piso que antes había sido estudio del pintor Zuloaga. Si el tiempo lo permitía, hacían vida en la terraza, un espacio amplio y privilegiado que, gracias a las manos de la escritora, se transformó muy pronto en un jardín colgante. A ella comenzaron a llegar amigos que, en poco tiempo, descubrieron a la verdadera escritora, ésa que, lejos de la fama de mujer áspera y dominante que se había extendido por los círculos intelectuales de la capital, mostraba las cartas limpias de su hospitalidad y de su inteligencia. De ello pudieron dar fe los visitantes más habituales de la vivienda: Luis Buñuel, José Herrera Petere, Concha Méndez, Manuel Altolaguirre, Arturo Serrano-Plaja, José Bergamín, y, más adelante, Pablo Neruda, en cuanto fue nombrado cónsul de Chile en Madrid. Para regocijo de la pareja, un día que tenían a César Vallejo de invitado, recibieron la visita de Unamuno. «¡Cuánto le gustaba hablar! -confesaba María Teresa León en sus memorias-. Un día llegó temprano. ¿Quiere almorzar con nosotros, don Miguel? Claro, claro. Al terminar, comenzó a leernos una de sus obras de teatro. ¡Qué maravillosa tarde! ¿Tomaría usted una taza de té, don Miguel? Sí, sí, té. Y seguimos oyéndole leer y hablar, sin hacer ruido, con las manos juntas para no molestarlo, para no interrumpir el espectáculo de su talento. ¿Don Miguel, cenamos? Y cenamos y seguimos hablando, bueno, siguió hablando con su talento abierto, desplegado, y nosotros, Rafael y yo, con la boca abierta, le acompañábamos con los ojos, felices de que se encontrara feliz. Cuando se levantó para irse, aún se rebuscó en los bolsillos. Creo que tengo aquí algo que le gustará a Alberti. Es para un nieto nuevo:

La media luna es cuna, cuna,

¿y quién la mece?

Y el niño de la media luna,

¿para quién crece?

Nos despedimos de él con el corazón desbordando. ¡Qué maravillosa juventud! Gracias, don Miguel, hasta pronto, hasta pronto. Venga, venga siempre. Sobre la mano nos había dejado, viva, una pajarita de papel»[155].

La vida rodaba para ambos escritores a un ritmo veloz. Desde el principio, intercambiaban apoyos. A comienzos de 1931, Rafael Alberti tenía prácticamente acabada su obra teatral El hombre deshabitado, hecho que coincidió con la presencia en España de la actriz mejicana María Teresa Montoya, a quien la autora de Juego limpio había conocido dos años atrás en Buenos Aires. La compañía de la actriz, después de un estreno poco afortunado, buscaba una obra española para llevar a la escena, y es aquí donde la intervención de nuestra escritora pareció ser decisiva para que Alberti concluyera la pieza dramática en una semana y María Teresa Montoya la estrenara el 26 de febrero en el Teatro de la Zarzuela de Madrid. Todo parecía ir sobre ruedas para la pareja, pero entonces, el poeta gaditano, que «aún seguía siendo el mismo joven iracundo -mitad ángel, mitad tonto- de esos años anarquizados», provocó una batalla literaria al final de la obra. Alberti era muy dado a polemizar en aquel tiempo. Famosas habían sido sus diatribas dirigidas a Juan Ramón Jiménez, su reciente comedia satírica, Auto de fe, en la que atacaba a la Revista de Occidente y a su director José Ortega y Gasset, así como a algunos personajes de la tertulia del café Pombo, con mensaje envenenado al pontífice de aquellas reuniones, su admirado Ramón Gómez de la Serna. Pero en este caso, Alberti se encontraba en un teatro lleno de público, su obra había concluido con éxito y sólo debía saludar cuando fue reclamada su presencia. Sin embargo, como relata el propio escritor, al irrumpir con su mejor sonrisa en el escenario, entre las ovaciones finales, gritó: «“¡Viva el exterminio! ¡Muera la podredumbre de la actual escena española!” Entonces el escándalo se hizo más que mayúsculo. El teatro, de arriba abajo, se dividió en dos bandos. Podridos y no podridos se insultaban, amenazándose. Estudiantes y jóvenes escritores, subidos en las sillas, armaban la gran batahola, viéndose a Benavente y los Quintero abandonar la sala, en medio de una larga rechifla»[156] . Hubo pelea y hasta tuvo que intervenir la policía. El episodio se completa con la prosa que María Teresa León dedicó al suceso en Memoria de la melancolía. En esas páginas añade: «Se desmayaron románticamente algunas señoras, aunque el romanticismo del desmayo no estuviese de moda. Tiraba de Rafael la pobre actriz, pensando que su éxito estaba perdido entre aquel tumulto que amenazaba con dar al traste su temporada de Madrid. […] Los que estaban junto a mí, aplaudían. Sí, ya es hora. ¡Fuera Benavente! Los jóvenes del equipo de rugby de la Universidad de Madrid avanzaron hacia el escenario para proteger al autor. Uno de ellos gritaba: ¡Se acabó la cursilería teatral! ¡A casa, Benavente! Alguien comentó junto a mí, mientras íbamos hacia el escenario: ¡Qué manera tan rápida de cambiar los tiempos!»[157]

Pese al altercado que provocó, El hombre deshabitado siguió en cartel y hasta acogió, en su última representación, un pequeño mitin en el que se leyeron mensajes de apoyo a Unamuno, recién llegado del destierro en Fuerteventura, París y Hendaya, y a Alcalá-Zamora, en nombre del comité republicano, que estaba en la cárcel. Se respiraba una gran tensión en el país que pronto estallaría con la caída del rey y la proclamación de la Segunda República.

En medio de aquel ambiente, María Teresa y Rafael emprendieron un viaje de placer hacia tierras gaditanas. Visitaron Rota, Cádiz y Jerez, donde se encontraron con Ignacio Sánchez Mejías, gran y viejo amigo del poeta. Fue el encuentro de Rafael con su bahía, con su mar de la infancia. «Cádiz al frente y toda la playa, todo el mar para nosotros». Pero no fueron muchos los días de aquella escapada al sur porque un hecho trascendente les obligó a volver a Madrid. En el hotel de Rota sonó el teléfono y se oyó la voz de doña Oliva al otro lado anunciando a su hija, desde la alegría, la proclamación de la República. «Una vieja bandera con su morado desteñido… El sol de la playa… las retamas… las conchillas que podían cambiarse por besos»[158].

Cuando salieron del hotel, las calles del pueblo bullían de entusiasmo. En la torre del ayuntamiento de aquel pueblo gaditano vieron ondear una bandera tricolor de 1873. Alguien la había colocado allí mientras en un gramófono malsonaba una vieja placa con el himno de la Marsellesa, llenando el aire de aromas liberales. Era un día de fiesta mayor para España.

A su regreso de Andalucía, la pareja se contagia del entusiasmo que se respira también en la capital. Y aprovechando esa inercia, el poeta andaluz escribe de una tirada una nueva obra teatral, esta vez de marcado contenido político: Fermín Galán, mártir y «héroe de la transformación de España»[159] . La pieza, que fue estrenada el 1 de junio de 1931 en el Teatro Español con Margarita Xirgu como protagonista, contenía una escena que no convencía, como indica Antonio Colinas, «ni a tirios ni a troyanos, ni a monárquicos ni a republicanos»[160] . En ella aparecía la Virgen con fusil y bayoneta calada auxiliando a un grupo de sublevados. El escándalo volvió a repetirse y hubo que bajar, aquel día de clamoroso estreno, el telón metálico que sólo se empleaba para las grandes emergencias. «Yo creo que la conciencia republicana aún no había formado su primer capullo -apunta con gracia María Teresa León-. Era una novedad absoluta. El escándalo tuvo cola. Paseándose por el Retiro unos días más tarde, Margarita Xirgu se vio abordada por una señorona que la abofeteó, diciéndole furiosa: -¡Toma, por cochina republicana!»[161]

Para Pedro Salinas, que parecía tener fijación con la pareja, las nuevas escaramuzas de Alberti seguían siendo fuente de inspiración de sus misivas a Jorge Guillén, en las que también dejaba traslucir su misoginia: «Los hay que no se resignan a desaparecer de la cartelera. Estrenan Fermín Galán. ¡Qué desastre, chico! Reinaba tal unanimidad en la censura que yo fui, anteanoche, al teatro esperando que me gustara. Pero pronto se me pasó. […] La obra es una hábil combinación de Komintern, Dicenta, Baralt y pseudo Alberti. Y lo peor es que no se ha equivocado, como dicen los cándidos. Ha ido a eso, nada más que a eso, con un cinismo y una desvergüenza superangélicas. Necesito apelar a la historia del toreo, recordar las faenas del Gallo en su máximo descaro para encontrar algo comparable. […] Infecto, chico. Y todo quizá por influencia de la dama enamorada»[162].