UN OLOR A HELIOTROPO

EN realidad, la casa de María Teresa fue pronto un hogar roto, tanto por las frecuentes peleas de sus padres como por la severa educación que doña Oliva aplicó a su primogénita. Ni siquiera la llegada de otro hermano suavizó la convivencia familiar; un hermano que apenas aparece mencionado en el periplo vital de la escritora y del que encontramos muy escasos indicios: Ángel León Goyri siguió los pasos de su padre en la carrera militar, luchó durante la Guerra Civil en las filas del bando sublevado y llegó a general del ejercito en la España franquista. Su relación con María Teresa fue, en rigor, la justa, hasta el punto de no merecer una breve cita en los recuerdos escritos por la autora de Memoria de la melancolía. Su hija, Aitana Alberti, sí le concede ese derecho en uno de sus artículos de la serie La arboleda compartida[19], concretamente el titulado «Un aroma a violetas». En él, al evocar a la madre de ambos, doña Oliva, escribe: «Durante la guerra civil siguieron juntas, mientras en “la otra España”, del bando contrario, luchaba el hijo-hermano, militar de elevado rango: lo terrible de las guerras fratricidas es que las fronteras pasan en verdad por el corazón de los hombres». También se refiere a él cuando recuerda la enfermedad de la abuela y la necesidad de ingresarla en una institución: «Por una vez se pusieron de acuerdo mi madre y su hermano el general: entregarla a los cuidados de unas santas monjitas madrileñas»[20].

El paisaje de la infancia, sin embargo, era ancho y poblado, sobre todo de personajes que iban llenando de formas, aromas y colores la imaginación de la niña. La abuela olía siempre a sándalo o maderas orientales. Pertinazmente vivo era el aroma a heliotropo o violetas de su madre, y a tierra mojada el de la tormenta. De la familia materna, la abuela Rosario era la que habitaba en la casa, la que se empeñó en llevarla al colegio del Sagrado Corazón regentado por monjas, probablemente en contra de los deseos de su madre, que hubiera preferido para su hija una educación que no solía darse en las niñas de la época. Pero la abuela Rosario se salió con la suya, enredada acaso en aquellos pensamientos que la impulsaban a dar cuerda a todos los relojes y a evocar, en silencio, la sorprendente y desdichada vida del abuelo Hipólito, a quien la pequeña no llegó a conocer, pero cuya historia quedó cosida a su recuerdo de niña. Y es que don Hipólito de Goyri había sido todo un donjuán. Vivió en Madrid, Burgos y París, y acabó sus días viejo, consumido y decrépito, en el pueblo burgalés de Celada del Camino. La abuela Rosario nunca habló de él, pero sí doña Oliva, que relató a María Teresa las andanzas de un hombre que la misma noche de bodas no fue a dormir a casa. Apareció a las 8 de la mañana, ordenó preparar el coche y sacó de la cama a la que aún no era del todo su mujer para emprender ruta a Andalucía. «De este viaje mi madre no recordaba haber oído más que mi abuela lloró mucho y un día, al entrar en una tienda, cuando preguntaba en buen castellano por el precio de una seda, le contestaron asombrados de verla tan blanca, tan alta, tan rubia: Aquí no hablamos inglés, señora»[21] . Pero las lágrimas continuaron en París, incluso en la Ópera, ocultas tras su abanico de plumas, mientras don Hipólito perseguía a las bailarinas. Pasados los años, con los hijos, Oliva y Federico, ya criados, el abuelo dejó Madrid y se marchó solo a Celada del Camino. Allí rindió culto al vino de marca y a la vida tranquila. «No le gustaba más que beber, tal vez hablaría de mostos con el cura o con el médico o con algún amigo que viniera a verlo»[22] . Luego, por amor, por piedad o por vergüenza, la abuela Rosario se lo llevó con ella a la capital. Los médicos le prohibieron beber pero él se las ingeniaba y vaciaba las botellas de colonia o los frascos de alcohol puro. Y así se fue consumiendo, mientras un hermano que tenía en Portugal de embajador, el tío-abuelo Nicolás, se dedicaba a la filología comparatista, a estudiar Os Lusiadas y a analizar a Camoens. Pero hubo más, porque, como relata María Teresa en sus memorias, los disgustos continuaron después de morir don Hipólito. Al parecer, una vez adecentado al finado, arregladas las velas y las flores, «poco antes de comenzar el velatorio, aparecieron unos señores enchisterados que, después de darle el pésame le dijeron: Señora, nos apena tener que molestarla en estas circunstancias pero quisiéramos, antes de que vengan los curas, que nos permitiera retirar las insignias masónicas de su marido, alto grado entre nosotros»[23] . María Teresa León podía ver a su abuela cayendo desvanecida, imaginando después al calamitoso de su esposo disfrazado de alta dignidad, reuniéndose clandestinamente en París, como hiciera durante tantos años, con los mandatarios de una logia masónica. Luego la vio destripando armarios, removiendo viejos arcones, y todo para no encontrar más tesoro que dos pistolas de duelo. Las insignias nunca aparecieron, pero sí una sortija con la escuadra y el compás secretamente grabados detrás de una piedra preciosa que, al girarse, mostraba el símbolo masón.

Muchos años después, cuando nuestra escritora visitó la casona de Celada y la tumba del abuelo Hipólito, descubrió también que su bisabuela materna había sido dama de honor de la reina Gobernadora, doña María Cristina Habsburgo, esposa de Alfonso xii, y que había favorecido sus amores ilícitos.