LA ALIANZA DE INTELECTUALES
PARA LA DEFENSA DE LA CULTURA

EL palacio de los Heredia-Spínola, escenario de la intelectualidad más activa durante los tres años de confrontación armada, era un caserón inmenso, rojo, con grandes monteras de cristales que temblaban pero que soportaban bien la sacudida de los bombardeos. Contaba con solemnes salones y con una gran biblioteca instalada en una amplia sala gótica en la que reposaban miles de libros, manuscritos, incunables, grabados y ediciones raras de obras clásicas. Por aquel edificio pasaron muchos escritores, escenógrafos, actores, músicos, pintores… «Fue el albergue de la mano fraterna y del plato seguro -comenta Antonina Rodrigo-, aunque sólo fueran unas pocas lentejas […] Pero, eso sí, servidas con vajilla de fina porcelana, grabada con las armas de los marqueses de Heredia Spínola en coronas de oro»[258].

La Alianza de Intelectuales había nacido, como bien sabemos, en el I Congreso Internacional de Escritores celebrado en París en 1935. En su versión hispana, María Teresa León fue la secretaria de la Alianza bajo la presidencia de José Bergamín, una vez que su primer presidente, Ricardo Baeza, lo abandonara a mediados de agosto de 1936. También, a casi todos los efectos, el edificio de los Heredia-Spínola fue el verdadero hogar de María Teresa León y la casa de acogida de gran parte de los intelectuales españoles, y por él pasaron escritores, pintores, poetas, políticos, actores y periodistas como Josep Renau, Juan Gil-Albert, Pla y Beltrán, León Felipe, Antonio Machado, José Bergamín, Alberti, Manuel Altolaguirre, Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, Emilio Prados, Concha Méndez, Pedro Garfias, Antonio Aparicio, Serrano-Plaja, Pérez Infante, Antonio Sánchez Barbudo, Miguel Hernández, Manuel Ángeles Ortiz… También se hospedaron en la sede de Marqués de Duero 7 numerosos autores extranjeros que venían a colaborar con la causa republicana, entre ellos, Pablo Neruda, Acario Cotapos, Juvencio Valle, Nicolás Guillén, Vicente Huidobro, Ernest Hemingway, André Malraux, Louis Aragon, Octavio Paz, Langston Hughes, Jhon Dos Passos, Robert Capa, Gerda Taro…, incluso jefes militares históricos de la categoría de Enrique Líster, Juan Modesto, José Miaja, Paco Ciutat, Carlos Contreras…

El propio Líster confesaba en sus memorias que hasta el 5.º Regimiento comandado por él estuvo unido a la Alianza de Intelectuales mientras duró la contienda: «La casa de la Alianza era un lugar de encuentro, de estrecha ligazón entre los combatientes que llegaban de las trincheras y los intelectuales que tan magnífica labor realizaban. Allí se era acogido con todo el cariño por Alberti y María Teresa León, siempre tan ligados a los combatientes y que tan intensamente vivían las cosas del frente»[259]

Desde su nombramiento como secretaria, María Teresa asumió, con la máxima dignidad y eficacia, la actividad de la Alianza, de la que fue su alma y su motor. Participó, como así veremos, en múltiples iniciativas y en importantes misiones culturales, desde la creación de la revista El Mono Azul, la puesta en marcha de las Guerrillas del Teatro, la custodia y salvación del patrimonio artístico, a la organización del II Congreso Internacional de Escritores y las arengas, los recitales y las conferencias en los frentes. «La primera vez que vi a María Teresa León -nos recuerda el poeta Marcos Ana- fue en aquellos días tristes y heroicos de la guerra, en la posición “Las Matas”, del frente de Madrid […]. En una cercana vaguada se montó un improvisado tablao para su teatro de las guerrillas y desde allí nos arengó apasionadamente. Aún recuerdo el impacto que produjo sus palabras en mi corazón de miliciano adolescente»[260].

A nivel personal, las decisiones inmediatas de María Teresa aquel verano del 36, sincronizadas con las de Alberti, eran de carácter cultural e iban encaminadas, como bien señala Benjamín Prado, «a recorrer el mismo camino que habían iniciado ella con Cuentos de la España actual y él con los textos que formarían El poeta en la calle, sólo que ahora en distinto sentido ya no se trata de traer la historia y la política a los libros, sino de llevar la cultura a las plazas, entregársela al pueblo»[261].

En este punto conviene matizar la postura que los compañeros de generación de María Teresa y Rafael tomaron desde el comienzo de la contienda, siempre con la cultura como fondo, es cierto, pero en muchas ocasiones con diferentes planteamientos a la hora de emprender la acción. Así, mientras un amplio número de intelectuales comprometidos con la defensa de la República y con un gobierno legítimo, como hemos visto, instalaba su cuartel general en la Alianza de Escritores Antifascistas, como centro de operaciones, otros preferían actuar desde la primera línea de fuego, en las trincheras. Fue el caso de poetas y escritores como Miguel Hernández, Antonio Aparicio, Herrera Petere, Adolfo Sánchez Vázquez, Juan Paredes o incluso Luis Cernuda; autores que convivieron, piel con piel, con la muerte y que, en ciertos momentos, sacarían a la luz sus diferencias con los camaradas refugiados en el palacio de los Heredia-Spínola.

La terrible realidad era que, nada más comenzar la contienda civil, España vería en poco tiempo fragmentarse a toda una generación de poetas y artistas que había capitaneado la mejor cultura de Europa. Pablo Neruda fue destituido de su cargo de cónsul tras aparecer publicada su fotografía en el primer número de la revista El Mono Azul junto a unas declaraciones en las que mostraba su apoyo incondicional a la República, y el 7 de noviembre se hallaba en París, de donde saldría un año más tarde camino de Chile. Pedro Salinas tuvo noticias del alzamiento militar cuando se hallaba en el Wellesley College americano ejerciendo sus labores de profesor, donde se quedaría a partir de aquel año como exiliado político. Cernuda, que había partido a París pocos días antes del alzamiento militar, regresaría unos meses más tarde para unirse a la Alianza de Intelectuales y participar ocasionalmente como miliciano en la defensa de la sierra de Madrid, hasta 1938, año en que abandonó España para trasladarse a Inglaterra y de ahí a EE.UU. y a México como último punto de su itinerario vital. Jorge Guillén se encontraba en Sevilla en el momento de producirse la insurrección. Detenido a comienzos de agosto cuando trataba de pasar a Francia con su mujer, fue sin embargo respetado y protegido por los escritores hispalenses tras su regreso a la capital andaluza. Los líderes falangistas Pedro Gamero del Castillo y Joaquín Romero Murube, así como el poeta Eduardo Llosent, le brindaron incluso un homenaje en el Pasaje de Oriente. Pero el autor de Cántico, pese al favorable trato que recibió de los sectores facciosos de Sevilla, salió finalmente del país en 1938 para viajar desde la capital francesa a Estados Unidos, donde le esperaba Salinas con un puesto para él de profesor en Vermont. El destino de Juan Ramón Jiménez fue diseñado por el presidente de la República y el ministro de Estado, expidiéndole un pasaporte diplomático como agregado cultural a la Embajada de España en Washington. Acompañado de su inseparable Zenobia, el poeta de Eternidades llegó a Nueva York en el trasatlántico Aquitania a últimos de agosto de 1936, desplazándose un mes después a Puerto Rico, su último destino. Su casa madrileña de la calle Padilla -santuario poético de tantos jóvenes que respiraron allí la lírica purista-, sería saqueada después por un grupo de escritores falangistas que el propio Juan Ramón denunciaría en un texto titulado F.R. y otros adláteres maleantes[262]: «Allanaron mi piso, Padilla, 38, un grupo de escritores al frente de los cuales iba el joven ratero catalán F.R., antiguo secretario de B. y amigo de S. En el grupo estaba C.M.B., que yo acogí confiadamente años antes, traído por Alt». Tras las iniciales que el poeta de Moguer no quiso desvelar en aquel momento se ocultaban los nombres de Félix Ros y Carlos Martínez Barbeito: el primero, antiguo secretario de Bergamín y amigo de Salinas; y el segundo, acogido por Juan Ramón a instancias de Altolaguirre.[263] Sin embargo, en la denuncia y el lamento de Juan Ramón, se pasaba por alto un tercer nombre que, según el historiador Ángel Sody de Rivas, el profesor Rafael Alarcón Sierra y el periodista Jordi García, entre otros, fue el cerebro del asalto al domicilio del poeta; nos referimos a Carlos Sentís, periodista destacado por razones no sólo profesionales desde el inicio de la guerra que llegó a ejercer de secretario personal de Rafael Sánchez Mazas mientras fue ministro sin cartera. «A los pocos días de la entrada de las tropas franquistas en Madrid y del final de la guerra civil -relata Alarcón Sierra-, en abril de 1939, tres escritores que se identificaron como miembros del Servicio Nacional de Prensa y Propaganda del nuevo régimen, Félix Ros, Carlos Martínez Barbeito y Carlos Sentís, entraron en el piso de Juan Ramón, intimidaron a Luisa Andrés, que estaba a su cuidado, registraron y revolvieron toda la casa, requisando cuanto quisieron, sin dar explicaciones ni levantar registro de la confiscación, que fue un verdadero saqueo: sobre la alfombra de la casa fueron echando libros, carpetas de manuscritos, fotografías, pinturas y objetos de valor. Las alfombras enrolladas fueron bajadas hasta la furgoneta de la Delegación de Prensa y Propaganda que les esperaba en la calle»[264].

La guerra había pintado, desde el principio, un panorama de amistades divididas. También había poetas, artistas e intelectuales en el bando rebelde. Luis Rosales, Luis Felipe Vivanco, Dionisio Ridruejo, los hermanos Panero y otros compañeros de viejos encuentros literarios con María Teresa León, ahora enarbolaban desde las trincheras del bando sublevado los ideales del fascismo. Pero nuestra escritora, más enérgica que nunca, iniciaba su batalla en defensa de aquella España republicana que resistía los embates de la otra media con uñas y dientes. «Éramos, sin duda, el pueblo más preparado para la paz cuando nos impusieron la guerra -escribía nuestra autora en La Historia tiene la palabra-, cuando vinieron a robarnos nuestros cinco sierras maestras, nuestros cinco ríos caudales, y nuestros tres litorales de espuma, esbeltos pinos, sagradas encinas, rumorosos castaños, pródigos naranjales y matusalenes olivos. Por muchas noches sin sosiego que haya conocido después el mundo, ninguna admite competencia con nuestras noches, tremendamente desveladas. Jamás se oscureció la razón de modo semejante; jamás se traicionó tan refinadamente; jamás los oídos de la muchedumbre de las mujeres se oscurecieron tanto de incomprensión; ni el aire, inflamándose, dejó más olor a cadáver y a ruina propia»[265]