EL MITO DERRUMBADO
EN 1978 se publicaba en Madrid, en la editorial Altalena, Cervantes, el soldado que nos enseñó a hablar, nueva biografía de María Teresa que había permanecido inédita casi veinte años. En esta obra, escrita en Argentina a comienzos de los 60 y en la que la autora humaniza al creador de El Quijote en una rica mezcla de historia, rigor biográfico e imaginación, se aprecia uno de los muchos homenajes que nuestra autora dedicó al genial novelista. La aparición de esta obra propició un viaje a Barcelona organizado por Aitana y unos amigos. El libro se presentó en una librería feminista de la Ciudad Condal y, en ella, María Teresa León firmó y dedicó algunos ejemplares, viviendo así, extraordinariamente, unos días en los que la escritora, su hija Aitana y su nieta Altea -un bebé de pocos meses-, arropadas por muchos amigos catalanes, fueron felices.
Momentos de esa naturaleza eran, sin duda, la excepción. La memoria de nuestra autora ya no distinguía entre pasado y presente, ni tampoco entre Burgos, Madrid, Buenos Aires y Roma. Durante los paseos por la madrileña Plaza de España era frecuente, como comenta Teresa Sánchez Alberti, que su tía dijera: «“Vamos a esperar que ahora va a salir el Papa, después iremos a ver a mi madre a mi casa de Rosales”, me decía. Y más tarde continuaba: “Rafael va a venir ahora, me ha dicho que no te vayas”»[634].
Por esos días de 1978, María Teresa recibió la visita de su hijo Enrique de Sebastián, que por aquel tiempo vivía en Burgos. El propio Enrique relataba que recogió a su madre con la idea de hacer una excursión a El Escorial y que durante aquella jornada pudo comprobar que su madre aún tenía momentos de lucidez. Al parecer, fue un día soleado, cálido y sosegado, que les permitió comer al aire libre. Por la tarde se acercaron al monasterio. Enrique no dejaba de vigilar las reacciones de María Teresa. Trataba de encontrar en su mirada el brillo de quien, repentinamente, recuerda; pero ella no parecía reconocer el lugar ni los espacios que tan intensamente vivió cuarenta y dos años atrás. Sin embargo, cuando se aproximaron a la entrada y Enrique se detuvo para pagar, los ojos de la escritora se abrieron de pronto y, dirigiéndose al encargado de la taquilla, exclamó: «¡Eh, eh, oiga! Que yo puedo entrar gratis, porque contribuí a que se salvara mucho de lo que hay aquí»[635].
Pese a este recuerdo de Enrique de Sebastián -que falleció en Burgos en 1987, un año antes de la muerte de su madre, sin que ésta lo supiera-, María Teresa vivía al margen de la realidad y, a veces, de su inabarcable pasado. También su imagen y su recuerdo parecían haberse borrado definitivamente de la Historia, y cuando alguien rescataba su nombre era, sobre todo, para reducirla al tópico de la miliciana exaltada con pistola al cinto, la esposa del poeta o la comunista ardiente y apasionada que combatió en la guerra. Muy pocos recordaban ya a la escritora que dejó su talento, su belleza y su inteligencia en más de veinte libros esenciales en la historia de la literatura española del siglo XX. Como cabía esperar tras cuarenta años de destierro, los homenajes, las alabanzas y los éxitos fueron para el autor de Retornos de lo vivo lejano, el poeta que un año después de su regreso a España se mudó a otro apartamento de la misma calle de Príncipe Pío para vivir en paz su historia de amor con Beatriz Amposta. A su ya pública relación de seis años con la bióloga catalana cabía sumar el revuelo que levantó la noticia publicada por el diario ABC el 4 de julio de 1978: «Alberti se casa por la Iglesia con una joven bióloga catalana. Él tiene setenta y ocho años y ella treinta». En realidad, el poeta gaditano contaba con tres años menos de los que le atribuían los medios, pero el contenido de la información seguía sin dejarle en buen lugar: «Rafael Alberti, de setenta y ocho años de edad, va a casarse con una joven de treinta años, bióloga e hija de un periodista de “Radio España” en Barcelona. En casa de la familia de la novia se sienten “confundidos” pero nada más. Al parecer, la bióloga reside actualmente en Suiza». También apuntaba la noticia que se pensó para celebrar el enlace en la famosa iglesia de Nuestra Señora del Pino, cerca del popular barrio gótico barcelonés. «[…] Por lo que se refiere a la hasta ahora “compañera” del poeta, María Teresa León, que después de una larga enfermedad se encuentra en Madrid, recibiendo cuidados médicos, dado su precario estado de salud, no se halla en la casa familiar. Con María Teresa León ha vivido Alberti más de cuarenta años y con ella ha tenido a su hija Aitana. Pero no se han casado por la Iglesia». El final de la noticia disparaba a matar en estos términos: «Ahora que la “compañera” está enferma y vieja, Alberti parece ser que se casa, y por la Iglesia»[636].
Aitana Alberti se había distanciado de su padre en los últimos meses, no sólo por los rumores de boda, que nunca se llegó a tomar verdaderamente en serio, sino por la conducta de su progenitor, cada vez más hermética, distante y desconfiada. El poeta gaditano había marcado una clara distancia con su hija y con María Teresa, un alejamiento que contrastaba con su proximidad a la bióloga catalana y a su entorno familiar. La situación llegó a tensarse de tal modo que, como relata Benjamín Prado, «durante una cena con algunos amigos, celebrada en la casa que su hija tenía en Majadahonda, a unos quince kilómetros de Madrid, Alberti entró súbitamente en la cocina y le dijo a Aitana, que siempre se había ocupado de las cuestiones burocráticas de su obra, sin atreverse a mirarle a los ojos: “Aitana, quiero que sepas que, a partir de ahora, todos mis asuntos los llevará Carmen Balcells”»[637].
La hija de los Alberti llevaba años soportando los caprichos y deslealtades del poeta. La presencia de Beatriz Amposta en la vida de sus padres había llegado demasiado lejos. Tras seis años de relaciones entre Rafael y la joven, Aitana temía, por un lado, que la bióloga se saliera con la suya y gestionara la publicación en España de Nuestro hogar de cada día (Breviario para la mujer de su casa), libro de María Teresa León editado, como bien sabemos, en Argentina en 1958 y que, al parecer, podría desacreditar a la escritora ante las feministas al ofrecer una imagen reaccionaria y demasiado doméstica de ella. Por otra parte, el acoso de la prensa tras hacerse pública la pintoresca relación del poeta, la enfermedad de María Teresa y el trato injusto y duro de un padre tristemente irreconocible, desencadenó la ira de Aitana y la consecuente publicación, en el diario Ya, de una carta que no necesita mayores comentarios: «Mis padres se casaron el 5 de octubre de 1933 y rechazo completamente, por insuficiente y hasta peyorativo, calificar a María Teresa León, mi madre, como “la compañera de tantos años de Rafael Alberti”. No solamente ha sido esto, con grandísimas ventajas para mi padre, a quien mi madre supeditó su magnífico talento, sino que ha sido y es, mientras no se demuestre lo contrario, la esposa legítima de Rafael Alberti. Pienso, pues, con el debido fundamento moral y legal, que ninguna autoridad legítima podrá autorizar ni bendecir ahora el matrimonio de un hombre de setenta y cinco años con una jovenzuela de treinta, que haría incurrir a mi padre en el delito de bigamia».
Aitana sacaba del alma su grito de hija herida, injuriada, y advertía que no iba a tolerar el menor intento de «retirar de la circulación a la maravillosa mujer que ha sido y sigue siendo María Teresa León, mi madre, para justificar lo injustificable». En ese sentido, la carta dejaba claro que la autora de Morirás lejos «padece exclusivamente un proceso cerebral que le ha hecho perder memoria, pero por lo demás su estado físico general es excelente. Cuanto digo resulta evidente, por ejemplo, analizando la actitud manifiesta por mi madre durante mi reciente primer embarazo -del que acaba de nacer una preciosa niña-, interesándose a diario por su marcha y por mi mejor estado de salud y bienestar. Mi padre hizo justamente lo contrario, e incluso acaba de llegar a la aberración de devolverme, sin la mayor explicación, la foto-noticia del nacimiento de su primera nieta, y todo como consecuencia de su incapacidad total para aceptar la más leve crítica a sus actuaciones».
El texto de Aitana Alberti alcanzaba niveles de acusación y de denuncia en el párrafo final, que aprovechaba para manifestar el ignominioso olvido que sufría María Teresa desde su vuelta del destierro: «Fervientemente deseo que mi padre, Rafael Alberti, se desprenda de las nefastas influencias y neuróticas dependencias que le aprisionan y vuelva a creer, como siempre hizo, en el supremo valor y dignidad de la persona humana. Si así no sucediera, su esposa y yo, hija única de ambos, tendremos que contar algún día nuestro propio desencanto. El asfixiante machismo de nuestra sociedad española actual es, sin duda, el causante de que, lamentable y vergonzosamente, una mujer como María Teresa León, mi madre, siga sin recibir el homenaje público que merece su valiente actuación en épicos momentos al servicio del pueblo, aunque eso hubiera sido a costa de alguno de los muchísimos que sí recibió mi padre -al regresar ambos del exilio, en 1977-, y que hasta puede que hayan contribuido a su propia perdición».
No quedaba ahí la reacción de Aitana. Un mes después, el 7 de septiembre de 1978, la hija del poeta repetía los mismos argumentos contra Alberti en la entrevista que la revista Interviú publicaba con el título de «Rafael Alberti, un mito derrumbado por su hija». En ella, acusaba a su padre de estar «embebido de sí mismo» y de ser él quien se había distanciado desde su vuelta a España, «relegando, echando de su vida» a su propia hija.
Alberti, que vio peligrar su prestigio y su imagen pública en un país al que regresaba como héroe literario y político, se vio obligado a remitir una nota de desagravio -«Respuesta de Rafael Alberti a su hija Aitana»- a toda la prensa española que vio la luz el 9 de septiembre en distintos periódicos. En ella, no sólo se defendía de los ataques recibidos sino que arremetía contra su hija acusándola de indolencia, de desentenderse de España, recurriendo a una demagogia de muy bajo nivel:
«Ante la insistente y desaforada campaña que mi hija Aitana ha emprendido desde hace tiempo contra mí, en toda clase de publicaciones, no puedo por un segundo más permanecer callado, saliendo al paso de tanta calumnia, mezquindad y cobardía.
»Aitana Alberti León, como ahora ella ostentosamente firma, dada su indiferencia durante largos años hacia los terribles problemas que acongojan a España, es la menos llamada a querer destruir ante nuestro pueblo mi imagen política, literaria y sentimental, echando sombra sobre mi clara vida de militante comunista, sobre mi obra poética empeñada, popular, que llevó a mi partido un diputado por la provincia de Cádiz, y menos aún sobre mi relación con Beatriz Amposta, joven bióloga catalana, investigadora ejemplar y compañera mía desde hace varios años, envolviendo en insultos y calumnias tanto a ella como a su familia, y siempre en toda esta campaña agitando en forma “chantajista” la enfermedad mental de su madre, María Teresa León, perfectamente atendida y cuidada por mí, tanto en este lamentable aspecto como en los demás, cuyos gastos he venido sufragando, así en Italia como en España. […] No comprendo cómo pretende ofrecer de mí esta imagen canalla, llegando incluso a afirmar que mi actividad se ha visto mermada y que estábamos ante el derrumbamiento de un mito»[638].
Por suerte, María Teresa permaneció ajena a aquella polémica, y por el testimonio de Teresa Sánchez Alberti, parece cierto que el poeta gaditano, pese a no visitar apenas a su esposa legítima en su larga convalecencia, siempre atendió las necesidades básicas de la escritora. «Rafael nunca la abandonó económicamente, siempre estuvo pendiente de que no le faltara nada, con ella no escatimaba en gastos, si necesitaba dos, compraba tres»[639] . Lo que no podía comprarse era el afecto, el amor y el calor de esos abrazos que, de algún modo, nuestra escritora apreciaba y sentía al despedirse de las visitas en su pequeño apartamento de Príncipe Pío; o en el piso de la calle Onésimo Redondo al que la trasladaron más tarde o, por último, en el de la calle Guzmán el Bueno, al cuidado de una chilena maravillosa, Aída Martén, que se desvivió también por María Teresa empleando con ella ternura y comprensión.
Casi a finales de 1979, las noticias de la escritora que saltaban a la prensa, lejos de una más que merecida nota literaria aprovechando su onomástica, seguían estrechamente ligadas a Alberti y a los escándalos sentimentales del poeta. Así, el diario El País recordaba el 1 de noviembre, bajo el titular de «Separación de hecho de Rafael Alberti», que «La escritora que fue, durante más de cuarenta años, la compañera inseparable del poeta Rafael Alberti, cumplió ayer 76 años. La celebración familiar tuvo lugar en un piso del barrio de Argüelles, no muy lejos de la casa en la que María Teresa y Rafael pasaron sus primeros meses de matrimonio, poco antes de tener que evacuarla: el frente de la Ciudad Universitaria en la guerra civil no quedaba muy lejos. María Teresa se encuentra separada de hecho de su marido, Rafael Alberti».
El deterioro mental de la escritora riojana seguía su proceso lento y pertinaz. Así lo pudo constatar aquellos días de 1979 su hijo Gonzalo, que se desplazó de Buenos Aires a Madrid para visitarla. El primogénito de la escritora intentó evitar cualquier encuentro con el poeta gaditano, de quien tenía «un mal recuerdo por su proceder», en clara alusión a su distanciamiento de María Teresa y a los escándalos que su nueva relación había provocado. Gonzalo de Sebastián León describía con las siguientes palabras, empleando el tono epistolar de la segunda persona, los estragos que la enfermedad estaba obrando en su madre así como la tarde que paseó con ella por Madrid entre el olvido y los recuerdos:
«Al comienzo de la enfermedad tu conversación era lúcida, aunque, a veces, te perdías por unos momentos como sin estuvieses pensando en algo lejano. Era un instante. Tu talento todavía brillaba, y cuando te dabas cuenta de tu lapsus reaccionabas enseguida y seguías hablando con la precisión de siempre. Fue poco tiempo más tarde cuando supe que, decididamente, habías entrado en el estadio que terminaría alterando tu personalidad.
»¡Qué espíritu infernal llenaba tu cabeza de olvidos! ¡Qué hados malditos confundían tu privilegiada mente! Los recuerdos se te fueron disolviendo a trozos, año tras año, hasta llegar a no saber quién eras, y tu cerebro, que había producido tan excelente obra literaria, se fue deteriorando lentamente y sin remedio.
»Esa tarde salimos a pasear. La señora que te cuidaba me había advertido que no te dejara del brazo. “Si se llega a extraviar no sabría volver”, me advirtió. El paseo fue agradable y hablamos con cordura. Pero después de dejarte en casa, al querer despedirme para ir a mi Hotel, rogaste que me quedara contigo e insististe con tal fuerza, con tanto empeño, que no tuve más remedio que acceder. No me olvidaré nunca. En medio de la noche entraste dos veces en el dormitorio. “Perdón, ¿qué hace usted aquí?”, me preguntaste»[640].
En los años ochenta, la relación entre Alberti y su hija quedó prácticamente restablecida. Se curaron heridas y se dulcificó el trato entre ellos. Esto sucedió antes de que Aitana fijara su residencia definitivamente en La Habana en 1984 y después de que el poeta andaluz acabara con su tortuosa y destructiva relación con Beatriz Amposta; una historia que alcanzó su momento más dramático la mañana en que Alberti, delante de su sobrina Teresa y de la bióloga, tras una terrible discusión con ésta, se encaramó a una ventana y amenazó con lanzarse al vacío. La disculpa con Teresa y con su entonces esposo Ángel Jaramillo la resolvió el autor de Sobre los ángeles con un poema titulado «Otoño, viejo amigo encontrado», que dedicó a los dos:
Otoño,
viejo amigo encontrado de los años terribles,
cuando ardían con fuego de verdad, no con éste
dulce y duro de ahora descendiendo apagado
en las nieblas mojadas vecinas del invierno.
Heme aquí en tu silencio presente, combatido
por tantas furias tristes, tantos calumniadores
filos que con sus lenguas heladas me acuchillan,
consumiéndome el último aliento de la sangre.
Pero yo estoy en ti, dispuesto entre tus hojas,
que han de volar cenizas de una oscura mañana,
a no morir, a dar en tu luz extinguida
un recuerdo amarillo,
perdido del otoño.