LA CASA TAPIZADA DE SABIDURÍA

PERO quedaba mucho aún por descubrir en aquella infancia que un buen día se tiñó de admiración y de conocimiento. La alegría llegó de manos de doña María Goyri, prima carnal de la madre de la escritora, y también de la que muy pronto sería, a casi todos los efectos, su verdadera familia. El hogar de sus tíos lo constituían cinco miembros entrañables: la abuela Amalia, Ramón, esposo de María, y los hijos de éstos: Jimena y Gonzalo. La excepción residía en cada uno de ellos. Para empezar, María Goyri, pionera de la filología moderna, podía presumir de haber sido la primera mujer que estudió en una universidad española, la que inauguró la presencia femenina en las aulas y la que marcó el punto de partida para que la educación superior fuera una zona de emancipación progresiva para la mujer. Doña Amalia solía recordar esos y otros logros de su hija a las visitas que recibía: «Tocó a la abuela Amalia Goyri contarles cómo había sucedido esa ascensión hacia la igualdad. Cuando María Goyri apareció en la puerta de la universidad para dar su primera clase, un portero estaba esperándola. La condujo, entre la sorpresa de los estudiantes, hasta la sala de profesores. Allá el decano de Filosofía y Letras se acercó ceremoniosamente a la muchacha. Señorita, quedará usted aquí hasta la hora de clase. Yo vendré a recogerla. La cerró con llave y se fue a sus ocupaciones. Cuando sonó la campana, el profesor regresó, abrió el encierro y ofreciéndole el brazo la hizo caminar lentamente entre dos filas de estudiantes que entre asombrados e irónicos veían la irrupción de la igualdad de los sexos instalada en la universidad. Sentada junto a su profesor, comenzó su trabajo. Todos los días se repetía la escena. Entre los estudiantes estaba uno que se llamaba Ramón. ¿Cuándo consiguieron encontrarse?»[24].

Aquel Ramón del relato no era, ni más ni menos, que don Ramón Menéndez Pidal, a quien conoció María en la universidad y que pronto sería su esposo. Eran tan cultos los dos que su viaje de novios en 1900 consistió en realizar la ruta del Cid hacia el destierro, cargados de gramófono para registrar los romances populares de las gentes de la España profunda.

El domicilio madrileño de los Menéndez Pidal en la calle Ventura Rodríguez fue el primer paso de la infancia hacia esa cima de la cultura que hay que subir entre tropiezos. «En aquella casa aprendí los primeros romances españoles. A veces sacábamos un viejo gramófono de cilindro. Allí escuchábamos las canciones recogidas por María Goyri y Ramón Menéndez Pidal […]. Por primera vez oí la voz del pueblo. Por primera vez tomé en cuenta a los inteligentes y a los sabios»[25].

Al salir del colegio, a María Teresa le faltaba tiempo para acudir a casa de sus tíos. Adoraba sentarse en el suelo a escuchar aquel gramófono de cilindro en el que sonaban romances. «Aquella casa que era como su casa era más que una casa». Pero la verdadera y mayor fascinación la generaba su prima Jimena. Era apenas dos años mayor que la niña, pero esa diferencia marcaba espacios siderales. Jimena aglutinaba, a ojos de la pequeña, todas las virtudes humanas. Parecía su anverso en muchas cosas y un manantial de continua admiración. Porque, para empezar, Jimena era alta, morena, andaba sola por Madrid, iba a la escuela sin acompañante, a una escuela libre, sin monjas, donde podía leer, sin prohibiciones, todos los libros del mundo. Rozaba los límites de una esbelta y adorable juventud y resultaba inevitable repetir sus gestos, sus palabras, desesperarse por no tener el brillo oscuro de su pelo, dudar de que hubiera en el mundo otro ser como ella, a quien se desease tanto ver. «Jimena era la síntesis de lo que un ser humano puede conseguir de su envoltura carnal», confesaba nuestra escritora en sus memorias, recordando también que su joven belleza, modelada en bronce por el escultor Julio Antonio Rodríguez Hernández, presidía la librería giratoria del salón de aquella casa mágica, bronce verde, «verde oliva como era ella, con los ojos verdes, con el halo verde de su resplandor. Yo era la chica pequeña que nada sabía aún, pero que miraba. Y aquella prima mía era mi primer tropiezo con la belleza. ¡Qué fea estaba yo con las trenzas rubias, repeladas en las sienes! Creía entonces que jamás podría mirarme en un espejo»[26].

Según María Teresa León, la belleza de su prima no venía de doña María Goyri, dotada sin duda para otros menesteres como la erudición y el saber. El origen estaba en la abuela Amalia, doña Amalia, que además de enseñarle las primeras coqueterías femeninas, gustaba de contar historias de amor, largas y románticas historias de lágrimas que la niña comenzó a añorar cuando la anciana fue enterrada, sin apenas cortejo, en un breve cementerio solitario «como solitaria había sido su vida, cuando apagaron su juventud de un soplo»[27].

Pero si algo quedó para siempre en la escritora, además de cuanto vio y aprendió en aquel hogar, fue el respeto a los demás, la consideración que una niña como ella recibía de los mayores, el modo y el interés con que la escuchaban y la atendían; tan alejados de la indiferencia, el desdén a veces, que percibía en su casa y en su madre. «Había una abuela en aquella casa y una madre capaz de contestar a la niña todas sus preguntas»[28], se lamentaba la pequeña. «Aprendí en ella que los libros pueden tapizar de sabiduría las paredes, que las yedras viven en el interior y van hacia los techos y que ha de contestarse a todas las preguntas para que las niñas puedan seguir creciendo y que todo en el mundo puede comprenderse y admirarse»[29].

Leídas con cierta emoción estas palabras, no pueden resultar menos estremecedoras las que dedica a su progenitora en otras páginas de Memoria de la melancolía donde aparecen, como una herida, el reproche y el llanto. En este discurso, a la altura de los soliloquios más brillantes de la literatura contemporánea, donde el fluido de la conciencia se deja oír entre las líneas escritas, María Teresa nos regala casi todas las claves de esa infancia que, incluso en el recuerdo, le impedía respirar:

«Si tú supieras, madre, cuándo he comenzado a quererte; no fue ese día que me precipité en tus brazos: tenía miedo; ni siquiera en aquella ocasión cuando me subí a tus rodillas: tenía hambre. Mi vida era tan pequeñita entre tus brazos. Yo no te conocía. Venimos de demasiado lejos. En ese lugar donde distribuyen las vidas nuevas a los seres humanos, me dieron a ti y tú te sorprendiste de tener que querer a una niña con los ojos cerrados. No fue tu rostro, madre, lo primero que se separó de la niebla que me rodeaba, fueron tus manos. Esa herramienta tan útil más tarde fue lo primero que vi. Aún pasaría mucho tiempo antes de quererte. Tu cara tardó en diferenciarse de las demás. Yo tardé muchos meses en distinguir tus ojos, tu nariz, tus labios… me gustaba que me besases. ¿Cuáles siguieron siendo nuestras relaciones? Te identifiqué a la vez que la palabra NO. Eras mamá No. No hagas esto, no te manches el vestido, no juegues con el barro… Tardé mucho tiempo en aprender esa lección, pero después me convertí a mi vez en la señorita No. Un día, riendo, me sacudiste un poco. Otro día… no sé cómo decírtelo, me diste a conocer tus manos, me pegaste. Sentí mucha pena y poco arrepentimiento. Otras veces, qué dulce, me sentabas en tus rodillas y murmurabas yo no sé qué palabras mágicas, qué arrullos maravillosos que concluían con el dolor, la angustia, el miedo de crecer. Y, sin embargo, yo no sabía quererte, porque todo lo de nuestra infancia nos parece que responde a una obligación con nuestra fragilidad. Tardé mucho tiempo en poder seguir tu pensamiento. Era más fácil seguir agarrada a tu vestido, ir sobre tus pasos que entender lo que tú me querías decir. Al crecer, te tuve desconfianza. En un lado, me enteré más tarde, estaba tu mundo de gentes altas, y en el otro, el mío. Yo no podía seguir tus pensamientos porque debía cumplir tus órdenes: aprende a no hacer eso, lee más claro, no haces caso de nada… Fue entonces cuando me di cuenta que todas las madres de mis amigas decían lo mismo y que esa riqueza de tener una madre se había convertido en un bien común. Me desilusioné. Luego dije para contentarme: mi madre es distinta. ¡Cómo iba a ser la madre de los otros chicos como la mía! Hasta aquí podíamos llegar. Entonces comencé a espiarte para encontrar las diferencias. Me di cuenta que caminabas con paso muy seguro, con altivez y que hablabas con una voz distinta. Nadie hablaba como tú. Cuando por primera vez oí la voz de las maestras, se me turbó el alma porque con su sonsonete autoritario barrían el sonido de tu voz, madre, y me dejaban pequeña y sola en el inmenso terror de la primera escuela.

»Pero ni entonces yo sabía quererte. Me desorientabas. Si yo creía que me estabas esperando, habías salido; si yo te enseñaba los primeros deberes, pidiéndote ayuda, levantabas los brazos, ahuyentándome con el pretexto de que los habías olvidado. Ya sé, madre, ya sé aquello de que estuve enferma y sé tus pasos de leona desvelada y la lucha contra la impalpable muerte… pero ni entonces supe lo que era mi amor hacia ti. Mi cuerpo, cargado de medicinas y de fiebre, estaba solitario como un caracol abandonado en la resaca de la playa»[30].

Ahora se hace mucho más fácil entender la querencia que María Teresa profesó por la familia Menéndez Pidal y por todo cuanto generó en ella aquel acercamiento. Además de los afectos que encontró, fue una influencia esencial para el desarrollo de su personalidad y de su vocación literaria. El hogar de la calle Ventura Rodríguez, así como las casas en las que la familia de sabios veraneaba, ya fuera en la de la Granja de San Ildefonso o, más tarde, en la de San Rafael, en plena sierra del Guadarrama, María Teresa descubrió un mundo en el que la cultura, la inteligencia y la justicia social se imponían a toda mediocridad y a los severos prejuicios que la acosaban. Difícilmente podría encontrar una persona con tantas inquietudes como aquella niña un ambiente tan propicio para desarrollarlas como el círculo intelectual en el que se movían sus tíos.