LAS GUERRILLAS DEL TEATRO
NO flaquearon en ningún momento las fuerzas de la escritora ante los desgarros y las incertidumbres que iba generando la guerra. La adversidad acrecentaba su ánimo y la impelía a afrontar nuevas tareas, como la de transformar su apasionada relación con el teatro en acción y en resultados inmediatos dadas las circunstancias. Y aquel año de 1937, a la vuelta de su viaje a la Unión Soviética, pareció ser el propicio para desarrollar una enorme actividad teatral como autora, directora de escena, ensayista y actriz. Como bien ha apuntado César Oliva, «hemos de convenir que fue la llegada de la Guerra Civil la que principalmente desencadenó su actividad teatral. De nuevo una circunstancia exterior determina la vida de un creador; de nuevo la necesidad es germen de la virtud»[299].
Pese a ocupar una porción bastante menguada dentro de la producción total de su obra, es importante recordar que el teatro fue una de las actividades más amadas, cultivadas y centrales en la vida de María Teresa León. Lo conoció muy en profundidad, pese a no ver representada, en vida, ninguna de las piezas que escribió. En cualquier caso, si hay algo del teatro que atrajo desde el principio a la escritora fue, sin duda, su posibilidad y su capacidad para expresar el compromiso solidario con unas ideas liberales y con la defensa de la libertad. «El camino recorrido por mi vocación ha sido largo -manifestaba la autora de Contra viento y marea en 1940-. Nunca fui actriz, como no dejaron serlo las familias a las muchachas de mi época. Todavía no era una profesión para señoritas. Aún los cómicos que llegaban a los pueblos de España solían oír a las madres atareadas en hacer callar a un chiquillo llorón: “cómico, cómete a ese niño”. Pero como la vocación se cumple, tanto me apasionaron la dramática y la técnica de representar comedias que, después de un largo viaje de estudios por Europa, y ya comenzada nuestra guerra española, el gobierno me confió la vicepresidencia del Consejo Central del Teatro, junto a don Antonio Machado, dándome la responsabilidad del Teatro de la Zarzuela, en Madrid»[300].
Como bien recuerda la propia María Teresa en el texto, su sólida formación dramática se había forjado en los viajes por Europa durante 1932 y 1934, especialmente en sus diferentes estancias en la URSS. Pero ese acercamiento al teatro venía de su primera juventud, cuando comenzó a publicar en la prensa de Burgos y dedicaba críticas y comentarios a las representaciones teatrales a las que asistía, sin olvidar su debut como actriz de reparto en el Teatro Principal de Burgos, en el verano de 1919, con La muerte de los siete infantes de Lara.
Pero el papel que iba a desempeñar en los difíciles años de contienda sería determinante no sólo en su vida intelectual, creativa, política y humana, sino también para la renovación del teatro español en un momento en el que, pese al entorno, seguía estancado en los viejos y anquilosados modelos.
Madrid era aquellos días de 1937 la capital mundial de la resistencia antifascista y toda actividad parecía determinada por una voluntad de defensa popular. El 13 de febrero se constituía la Junta de Espectáculos de Madrid al tiempo que se producía la incautación de los teatros comerciales por las centrales sindicales CNT y UGT, convertidas de ese modo en nuevos empresarios revolucionarios del arte escénico. Lo paradójico del caso es que junto a esa nueva caracterización política e ideológica del teatro pervivían un repertorio y una puesta en escena que nada tenían de revolucionarios. El desacuerdo entre arte e industria seguía sin resolverse y las centrales sindicales gestionaban una realidad escénica tan conservadora y reaccionaria como la anterior al alzamiento militar. A ello cabía sumar el agravamiento de los problemas estructurales del teatro: la nula formación intelectual de los actores, el conservadurismo del público, la prevalencia de una oferta comercial en un momento histórico que exigía otra actitud, la incompetencia escénica y el incomprensible mercantilismo de los nuevos empresarios «revolucionarios». Ante ello, el Gobierno y los responsables de la política cultural republicana (Ministerio de Instrucción Pública) decidieron intervenir; y la primera medida fue la creación el 22 de agosto de 1937 del Consejo Central del Teatro, presidido por el pintor Josep Renau que, por aquellas fechas, como ya sabemos, era director general de Bellas Artes y miembro de la Alianza. Constituían el Consejo dos vicepresidencias, la de Antonio Machado y María Teresa León; un secretario, Max Aub, y diez vocales: Jacinto Benavente, Margarita Xirgu, Enrique Díez Canedo, Cipriano Rivas Cherif, Rafael Alberti, Alejandro Casona, Manuel González, Francisco Martínez Allende, Enrique Casal Chapí y Miguel Prieto. Se podía entender que aquel equipo conformaba la contraofensiva gubernamental contra la indignidad que se había apoderado de la escena española y, particularmente, de la cartelera madrileña. En una nota emitida por el Consejo Central del Teatro podía leerse: «El teatro ha de ser nacional… El estado es el llamado a tener en todo momento un tutelaje teatral, puesto que desde sus escenarios pueden comunicarse al pueblo, mejor que por medio alguno, las virtudes ciudadanas y los ejemplos que dan a su pueblo su valor moral. El Gobierno de la República española, no queriendo descuidar en tiempo de paz ni de guerra este importantísimo medio de educación cívica, ha creado el Consejo Central del Teatro para asesorar, ayudar y decidir. La industria del teatro no puede, en estos momentos históricos, desligarse del drama intensísimo que estamos viviendo…»
En este sentido, María Teresa León fue, sin duda, la artífice y la organizadora del mejor teatro que pudo verse durante la Guerra Civil, desde la fundación del grupo Nueva Escena, sección teatral de la Alianza de Intelectuales Antifascistas para la Defensa de la Cultura, a la dirección de las Guerrillas del Teatro. Su aportación resultó determinante para conseguir un teatro que aunase la calidad con los fines propagandísticos insoslayables de un «teatro de urgencia». Y todo pudo comenzar una vez que el Consejo decidiera crear, entre sus nuevas medidas, el Teatro de Arte y Propaganda, con sede en el madrileño Teatro de la Zarzuela, dirigido en sus inicios por el periodista católico Felipe Lluch. Al ser detenido poco después de su nombramiento, los actores pidieron a María Teresa que se hiciera cargo de la dirección ya que peligraba su trabajo. Nuestra escritora aceptó, pero puso la condición de que el sueldo que le pudiera corresponder le fuera abonado a la esposa del periodista de El Debate. Rafael Alberti lograría poco después, tras negociar con los responsables de la detención de Lluch, que lo pusieran en libertad.
Hasta aquellas fechas, los intentos por representar un teatro a la altura de las circunstancias habían sido escasos en Madrid. Hubo que esperar al 10 de septiembre de 1937, más de un año después de iniciada la guerra, para que el público de la capital pudiera asistir con la dignidad escénica debida al estreno de la primera obra del Teatro de Arte y Propaganda, dirigido por María Teresa León, que ya podía contar como ayudante con Felipe Lluch Garín, puesto en libertad. Con decorados y figurines de Santiago Ontañón y música original de Jesús G. Leoz, la compañía representó un espectáculo compuesto por dos piezas: Los títeres de cachiporra, de García Lorca, y La cacatúa verde, de Arthur Schnitzler. Junto al homenaje a Federico, convertido en un símbolo del antifascismo, la crítica calificó la representación como «la primera muestra digna de teatro por las obras representadas, por la calidad de los intérpretes, por cuanto en suma le constituye».
En octubre de 1937, en el marco de la celebración del aniversario de la Revolución soviética de 1917, María Teresa dirige y estrena la adaptación del francés de La tragedia optimista, del autor ruso Vsevolod Vishnevsky, obra que había visto representada en marzo de ese mismo año en el teatro de Cámara de Moscú. Contó de nuevo con la colaboración de Santiago Ontañón en los decorados y de Jesús García Leoz en la música. El público pudo disfrutar, por primera vez, de una obra soviética, pero, sobre todo, de la capacidad innovadora de María Teresa como directora de escena, con un llamativo juego de luces sobre un enorme ciclorama, rampas espectaculares y la inclusión de secuencias filmadas que se proyectaban sobre el fondo del escenario. Aquella representación marcaba, además, un distanciamiento del teatro chabacano que se representaba en Madrid esos años de guerra y señalaba una valiente alternativa al teatro de ínfima calidad: «Un público nuevo llenaba el teatro -podía leerse en la revista Nueva Vida en octubre de 1937-. Soldados y mujeres, defensores heroicos de Madrid, obreros de las fábricas. Habíamos dado el primer paso, consiguiendo interesar a todos ellos en un teatro culto, real, lleno de enseñanzas. La batalla contra lo chabacano, lo inculto, lo mediocre comenzaba bien»[301].
Los cambios fueron apreciados y la representación de La tragedia optimista tuvo intenso eco en la prensa de guerra. Con toda lógica, se publican varios artículos sobre el tema en los números 36, 37 y 41 de El Mono Azul. En el número 37, en concreto, tras la transcripción de las palabras de Santiago Ontañón pronunciadas el día del estreno, aparecía un artículo editorial valorando la obra como una creación de la Alianza de Intelectuales y añadiendo a continuación una crónica del espectáculo que lo definía como «una realización ejemplar en medio del inmundo charco -hay algunas excepciones- en que se anega y pierde la llamada escena española»:«Los escenarios de Santiago Ontañón, tan precisos y escuetos, engrandecen la tragedia, envolviéndola en una verdadera atmósfera de realidad teatral, admirable. Las ilustraciones musicales de Leoz, el entusiasmo que pone toda la compañía -destaquemos en primer lugar a Severino Mejuto y a María de los Ángeles Olmo, el buen trabajo que realizan Edmundo Barbero, Luis Peña, Rivero y Franco-, la calidad literaria, el contenido político, la acertada dirección de la obra, hacen de esta tragedia de Vishnevsky el único espectáculo digno del pueblo madrileño de los heroicos defensores de la capital de nuestra República». Por su parte, la periodista Rosario del Olmo decía que la obra marcaba «el comienzo de la auténtica renovación de nuestra anticuadísima técnica teatral. Al alzarse el telón se advierte que la energía y el tesón de la dirección artística han logrado vencer las dificultades de orden técnico por que forzosamente tenía que atravesar en una situación de guerra. Luces y decorado juegan aquí con extraordinario acierto»[302].
Para llegar hasta allí, María Teresa había trazado un recorrido que pasaba, sin duda, por la figura, entre otros, de Piscator y su dramaturgia de agitación, así como por el teatro político y revolucionario ruso, inspirador asimismo de las directrices planteadas por el Ministerio de Instrucción Pública español. Ese teatro proletario que nuestra escritora había llevado a la práctica en Huelga en el puerto, su primera pieza teatral de 1933, tenía dos claros precedentes en España: la publicación en 1931 por la editorial Cenit de El teatro político de Erwin Piscator y el libro de Ramón J. Sender titulado Teatro de masas, impreso en Valencia en 1932 por Ediciones Orto. El ensayo de Sender planteaba una clara ruptura con el teatro burgués y abría un camino de renovación hacia el teatro proletario: «El teatro al uso es terriblemente conservador y burgués -decía-. El teatro puro -poético- es embriagador y se agarra a los resortes más blandos de la vieja tradición estética, al concepto inerte y mortecino de lo “artístico”. A espaldas de todo esto queda la verdad dramática y dramatúrgica, el teatro teatral, activo, dinámico, que exalta y estimula la realidad de nuestra vida, siempre en marcha, siempre avanzando […]. Este teatro -teatro por antonomasia- es el teatro político. El teatro político en España, donde la sensibilidad política es tan fina y aguda, ha de renovar nuestra dramática lánguida y falsa».
Sabemos que María Teresa había tomado buena nota de esta necesidad de cambio y de esa nueva concepción del teatro como un «bien nacional» que exigía, al mismo tiempo, transformar la estructura económica de la actividad. Y lo dejó muy claro, como ya vimos, en el primer artículo sobre teatro que publicó a su vuelta de Rusia en 1933 en el número 0 de la revista Octubre: «En la Rusia zarista de 1917, el teatro contaba con 154 escenas permanentes y 148 temporales. Hoy la URSS sostiene 391 escenas permanentes y 304 clubs. Trabajan en sus teatros 44.730 personas y 70 millones de espectadores contemplan el fenómeno prodigioso que se llama teatro soviético. 188 escuelas artísticas preparan 20.142 técnicos (artistas y auxiliares) que se extienden periódicamente por la inmensidad geográfica rusa»[303].
En octubre de 1937, como hemos podido comprobar, esta idea del teatro como un instrumento ético y educativo, pero también ideológico, se ponía en práctica gracias a la creación del Consejo Central del Teatro y sus líneas de actuación. Pero, junto a estos intentos de reforma, también debe situarse el otro Teatro de Agitación que se representaba en espacios alejados de la capital, ya fueran los frentes de batalla, organizaciones obreras o locales culturales y recreativos como las Casas del Pueblo. Hablamos de un teatro de gran cargazón política antifascista, nunca elevado a los grandes escenarios, pero que con enorme dignidad representó Miguel Hernández en la zona republicana; un teatro de agitación y propaganda en cuyo repertorio también entrarían, con todo el derecho, obras de Alberti, Ontañón, Germán Bleiberg, Antonio Aparicio, Max Aub, Sender y Rafael Dieste. Con ellos se completaría la más prestigiosa nómina de nuestro teatro «leal» durante la Guerra Civil.
Pero volviendo a María Teresa y también a su esposo, la siguiente obra que el Teatro de Arte y Propaganda estrenó en La Zarzuela tras la representación de La tragedia optimista de Vishnevsky fue la versión actualizada de Rafael Alberti de El cerco de Numancia, de Cervantes. El estreno de la obra, magníficamente dirigida por nuestra escritora, tuvo lugar el 26 de diciembre de 1937 y alcanzó un éxito tan memorable en aquellas circunstancias que se mantuvo en cartel hasta el 8 de marzo de 1938. La pieza, símbolo de la libertad, contaba de nuevo con escenografía de Santiago Ontañón y la asistencia de Jesús García Leoz. Durante el descanso de aquella primera representación, María Teresa, que interpretaba el simbólico personaje de España, salió al escenario con las banderas tomadas a las tropas franquistas en la reconquista de Teruel, se las dio al general Miaja y éste las arrojó al público para que las pateara y despedazara. Como directora de escena, la autora de Cuentos para soñar se había superado a sí misma en el que sería uno de los acontecimientos teatrales más importantes de la Guerra Civil. Y lo había logrado, comenta el actor Salvador Arias, «abriendo en dos el suelo del escenario para hacer surgir o desaparecer, según las escenas, una gran muralla que separaba el pueblo numantino (al fondo y en lo alto) del campamento romano (en primer término), con juegos y actuaciones de ballet que causaban un efecto sorprendente por lo bello y atrevido de su concepción. ¡Muralla que, por cierto, había que subir y bajar a brazo desde el foso!»[304]
Rafael Alberti explicaba la parte simbólica y argumental de la obra de Cervantes en el número 42 de El Mono Azul en los siguientes términos: «Nosotros, que ahora luchamos otra vez contra Roma, contra la Italia fascista, debemos conocer y apreciar en todo su valor, y a través de la gran tragedia cervantina, la historia de Numancia, y considerarnos los hijos, los verdaderos descendientes de aquel puñado de hombres extraordinarios que durante más de una decena de años, con una fe inquebrantable, detuvieron a los ejércitos más temibles y fuertes. […] Numancia representa la verdadera tradición de libertad de nuestro país […]. Deseo que los soldados de nuestro Ejército Popular, los heroicos ciudadanos y defensores de Madrid que presencien esta obra, sepan apreciar, vuelvo a repetir, lo que su representación significa, lo que tiene de trascendente e histórica».
La obra confirmaba el éxito artístico del Teatro de Arte y Propaganda y la inquietud de María Teresa por poner en escena un teatro de calidad que no entrara en conflicto con un arte de proletario y de urgencia. Quedaba muy claro su propósito de velar por la dignidad de un teatro dirigido a un público no siempre preparado, al que era fácil engañar, especialmente en aquellos delicados momentos. En su artículo «Gato por liebre», aparecido en octubre de 1936 en El Mono Azul, había expuesto de modo inapelable que el verdadero fin del teatro era «educar, propagar, adiestrar, distraer, convencer, animar, llevar al espíritu de los hombres ideas nuevas, sentidos diversos de la vida, hacer a los hombres mejores […] deberíamos evitar que pasasen gato por liebre, llamando teatro a la basura inmunda»[305].
Si nos acogemos a la opinión de los grandes expertos en el teatro de la escritora riojana -Robert Marrast, José Monleón, Manuel Aznar, César Oliva-, la labor dramatúrgica de María Teresa León fue, con toda seguridad, la experiencia cultural en la que puso más empeño, mayor entusiasmo y absoluta dedicación durante la guerra. En su frenética actividad teatral se atrevió a enfrentarse, cara a cara, como hemos visto, con el problema del teatro español; se lanzó a acometer desde el principio su renovación y a realizar, en esa línea, nuevas acciones como la creación de una Escuela de Capacitación Teatral, aneja al Teatro de la Zarzuela y la convocatoria el 12 de diciembre de 1937 de la primera asamblea democrática del teatro español, en la que se reunieron los miembros de la delegación madrileña del Consejo con los representantes de oficios y sindicatos, de donde surgió la idea de crear un Boletín de Orientación Teatral cuyo primer número apareció el 15 de febrero de 1938.
El otro gran reto de María Teresa llegó con su nombramiento como directora de las Guerrillas del Teatro del Ejército del Centro, compañía creada el 14 de diciembre de 1937. El cierre del Teatro de la Zarzuela había provocado diversas reacciones para evitar, entre otras cosas, que los actores, músicos y comparsas del Teatro de Arte y Propaganda se convirtieran, de la noche a la mañana, en soldados. Nunca quedaron aclaradas las causas de aquel cierre, atribuido al endurecimiento del asedio de Madrid, pero fue tomando cuerpo la teoría de que todo se debió a los ataques desde la prensa anarquista, que acusaba al Teatro de Arte y Propaganda de tener gastos tan elevados que generaban un déficit económico excesivo por el alto coste de las puestas en escena. Fuese cierto o no, lo razonable es atribuir esos ataques a motivos más políticos que económicos contra una compañía que, en rigor, representó el mejor teatro que pudo verse en Madrid durante la contienda.
En cualquier caso, antes de que los miembros de aquel grupo se dispersaran o se marcharan a combatir, María Teresa decidió acudir a la primera línea de fuego con sus incondicionales y fieles compañeros y representar en los frentes. El proyecto fue muy bien acogido desde el primer momento por Santiago Ontañón, Jesús García Leoz, Edmundo Baquero, Emilia Ardanuy, José Franco, Ofelia Guilmáin, Emilio Menéndez, Salvador Arias, Juana Cáceres y Alberti. Partirían con los recursos justos para actuar, empleando como escenario el camión que los transportaba y que había sido un regalo de los intelectuales franceses para tal fin. La cultura en los tiempos difíciles, más que nunca, «debía andar sobre ruedas». María Teresa confesaba en Memoria de la melancolía que las Guerrillas del Teatro había sido «nuestra guerra pequeña. Muchas veces he contado el arrebatado entusiasmo de aquellos días, altos y serenos, de conciencia limpia. […] ¿Por qué no ir hasta la línea de fuego con nuestro teatro? […] Participaríamos en la epopeya del pueblo español desde nuestro ángulo de combatientes. […] Zarpamos, por fin, como los cómicos que acompañaban a Agustín de Rojas en su Viaje entretenido. Lo he contado muchas veces. Bueno, María Teresa basta, ya lo has contado veinte veces. Pero yo sigo porque es el regreso de la felicidad que dura un instante. Y vuelvo a reconstruirme como hacen los niños con sus juegos de piececitas de madera, recobrando la dulzura de jugar. Sí, era muy dulce atravesar la España ardiendo que aún nos pertenecía. A veces la aviación nos obligaba a tirarnos el suelo. Tenían la costumbre de tirotear las carreteras que sobrevolaban. Apuntaban a todo lo que se movía. Iban de caza. […] Nuestros guerrilleros eran soldados. Todos éramos soldados. Teníamos nuestra ración de pan. ¡Pan cuando Madrid apenas comía! Y cantábamos. ¡Cuánto hemos cantado durante aquellos años! ¿Verdad, amigos de entonces? Cantábamos para sacudirnos el miedo»[306].
En efecto, la experiencia de Las Guerrillas del Teatro fue de las más intensas que vivió y recordó la escritora, quien se sintió toda su vida encadenada emocionalmente a aquel grupo con el que zarpó un día para recorrer las tierras de la España leal, como los trashumantes cómicos que agotan los caminos para actuar desde imaginativas tribunas. «Al frente íbamos regularmente […] -recordaba en 1977 Santiago Ontañón-. La víspera de la batalla de Brunete estuvimos muy cerca de Buitrago, con una división e hicimos teatro al aire libre. No me acuerdo bien lo que representamos. Pero pudo ser El enfermo imaginario, que montábamos en el campo y quedaba precioso. Los soldados se subían a los árboles y María Teresa les echaba discursos con una pena tremenda, porque todos pensábamos que, al día siguiente, quizá ya no estarían vivos…»[307]
De gran valor documental es el testimonio sobre el espectáculo y los medios escénicos de este teatro de urgencia que nos facilita Edmundo Barbero al recordar «un escenario desmontable que armábamos los mismos actores: unos biombos de colores que se cambiaban nos servían para los distintos decorados. Un piano portátil para que al final de cada espectáculo se cantaran a coro las canciones de guerra. Al coro se unían las voces de los soldados. También al final se tocaban danzas populares y las muchachas, vestidas de campesinas, bailaban unas veces con los componentes de las “Guerrillas” y otras con los soldados del frente visitado. […] Con más frecuencia fuimos a los distintos puestos de la sierra de Guadarrama, incluso adonde estaba situado el batallón Alpino. No sólo trabajábamos en nuestro escenario desmontable que nos había construido el cuerpo de ingenieros, sino en pequeños teatros y cines de los pueblecitos cercanos, así como en locales improvisados»[308].
Dadas sus características, las obras que representaban debían ajustarse a un teatro menor, alegre y festivo cuyo principal objetivo consistía en distraer a los soldados, pero «Intentaban conciliar la necesidad de responder a las terribles limitaciones anímicas y materiales de “un teatro del frente” con la conquista del mayor nivel estético posible»[309], apunta José Monleón. No era, pues, un proyecto pretencioso, sino tan sencillo tal vez -pensamos ahora en el Quijote- como provocar la risa donde habita necesariamente el miedo y el dolor. Así lo evocaba María Teresa en su exilio romano, con una ternura turbadora en sus palabras: «Esta mañana, febrero de 1971, se me han llenado los ojos de lágrimas. He abierto un libro sobre teatro… No quiero llorar más. Pido únicamente que recuerden cuando ya no esté; María Teresa León, que inventó las guerrillas del teatro durante la guerra (1936-1939) para que la sonrisa no desapareciera de nuestros labios. Nada más»[310] . Y junto a ese nada más, los actores de aquellas Guerrillas del Teatro también aprovechaban el repertorio de urgencia para divulgar gacetillas orales y difundir noticias sobre el transcurso de la contienda. En tal contexto cabría colocar las 119 representaciones que realizaron a lo largo de 1938, entre las que citamos como ejemplo El Saboteador de Santiago Ontañón, Los miedosos valientes de Antonio Aparicio, Un duelo de Chejov, El Dragoncillo de Calderón, El vengador de Antonio Ayora o Los salvadores de España y Radio Sevilla de Rafael Alberti. Esta última pieza, dirigida contra Queipo de Llano, nos aproxima al tono jocoso que la compañía empleaba para divertir a los soldados:
¡Atención! Radio Sevilla.
Queipo de Llano es quien ladra,
quien muge, quien gargajea,
quien rebuzna a cuatro patas.
¡Radio Sevilla! -Señores:
aquí un salvador de España.
¡Viva el vino, viva el vómito!
Esta noche tomo Málaga;
el lunes, tomé Jerez;
martes, Montilla y Cazalla;
miércoles, Chinchón, y el jueves,
borracho y por la mañana
todas las caballerizas
de Madrid, todas las cuadras
mullendo los cagajones,
me darán su blanda cama…
Entre las actuaciones más sonadas de las Guerrillas del Teatro no podemos olvidar la representación el 4 de septiembre de 1938, en la cochera de la Alianza de Intelectuales, de Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín, de Federico García Lorca. La obra, que se ofrecía como homenaje al poeta granadino asesinado dos años atrás, no sólo fue dirigido por María Teresa León sino que supuso su segunda experiencia como actriz al interpretar el papel de Belisa junto a Ontañón, que hacía lo propio con el de Perlimplín.
No obstante, el mayor lucimiento en un escenario de nuestra escritora tuvo lugar el 20 de noviembre de 1938 con el estreno en el Auditorio de Madrid de Cantata por los héroes y la fraternidad de los pueblos, obra escrita por Alberti. El texto, ejemplo del teatro de urgencia, había sido escrito para homenajear y despedir a los brigadistas internacionales. El espectáculo, que se representaría después en Valencia, estuvo bajo la dirección de María Teresa y en él interpretaba el papel destacado y simbólico de España, apareciendo en escena ataviada con un traje de campesina y grandes trenzas rubias a ambos lados de la cabeza evocando a la dama de Elche. En medio del silencio, sus versos decían:
Yo soy España.
Sobre mi verde traje de trigo y sol han puesto
largo crespón injusto de horrores y de sangre.
Aquí tenéis en dos mi cuerpo dividido:
un lado preso; el otro, libre al honor y al aire.
El actor Salvador Arias, que estuvo presente en la representación, recordaba la escena con el asombro de entonces: «El teatro estaba impresionante, con el general Miaja y su Estado Mayor presidiendo desde un palco. El público que lo abarrotaba estaba formado por aquellos soldados que pronto iban a dejar de serlo ante la urgencia del regreso a sus países, pero que, para aquel acto, habían querido conservar todavía el glorioso uniforme militar con el que tantos camaradas suyos habían muerto en defensa de la libertad de un pueblo en unas tierras hasta entonces para ellos desconocidas»[311].
María Teresa había promovido, a comienzos de ese año de 1938, la aparición del Boletín de Orientación Teatral (órgano difusor del Consejo Central del Teatro), una publicación que vería la luz seis veces (desde el 15 de febrero al 1 de junio) y cuya finalidad, como arriba comentamos, era el estudio de todas las manifestaciones artísticas del teatro, su orientación y renovación, crítica de obras y de intérpretes. Sus páginas incluían artículos sobre actores y dramaturgos célebres, así como consignas y noticias relacionadas con el mundo escénico. En ellas publicó Max Aub su «Carta a un viejo lector», Alberti su alocución «Un teatro de urgencia» y María Teresa León un ensayo en varias entregas, «La guerra, el teatro, la revolución y la industria», en el que, partiendo de la postración teatral existente a comienzo de la guerra, formulaba la necesidad de alcanzar «un gran teatro nacional». Habla la escritora de un teatro abotargado por una burguesía entontecida, preocupada sólo de los resultados de taquilla, mientras ignora y desprecia la educación propia y la del pueblo. Señala la urgencia de hacer un teatro que apoye la moral del combatiente, y rechaza aquellas carteleras que proponían una evasión de la realidad y de la guerra, pues al fin «no se ganan batallas con teatro, pero se aumenta la moral, el fervor, la tensión nacional».
Como podemos ver, el infatigable activismo cultural de María Teresa tras la experiencia de las Guerrillas del Teatro no cesó en modo alguno. Aún tuvo tiempo y ánimo para fundar en el Auditorio madrileño el Cine-Teatro-Club de la Alianza de Intelectuales Antifascistas, y también para dirigir el montaje de El enfermo imaginario, de Molière y, posteriormente, El milagro de San Antonio, de Maeterlinck. Los espectadores pagaban diez céntimos de entrada y los directores, actores, coros, bailarines, músicos, comparsas, etc., cobraban dos duros, el mismo sueldo de un combatiente. Con esta compañía representó aún en el Teatro Español el 11 de febrero de 1939 la Cantata de Alberti en un acto organizado por la Delegación de Prensa y Propaganda de la Alianza.
Por esas fechas, «a pesar de la conciencia generalizada de que la guerra estaba irremediablemente perdida -nos recuerda Manuel Aznar-, los trabajos y los días teatrales de María Teresa León se prolongaron durante los primeros meses de 1939 hasta las mismas vísperas de la derrota. Así, el 4 de enero de 1939 participaba con una “Semblanza de Marianela” en un homenaje organizado por el Altavoz del Frente. Su puesta en escena de El enfermo de aprensión, de Molière, hizo que Sam, el crítico teatral del ABC republicano, elogiase de nuevo la presencia de un teatro de calidad en Madrid: “Gracias a María Teresa León y a sus ‘Guerrillas del Teatro del Ejército del Centro’, el año 38 terminó con una manifestación de auténtico arte escénico”»[312].