DEFENSA Y PROTECCIÓN DEL TESORO ARTÍSTICO NACIONAL

CASI al mismo tiempo que María Teresa asumía la dirección de la revista El Mono Azul, el Ministerio de Instrucción Pública le encomendaba la tarea de salvaguardar algunas obras del patrimonio artístico nacional, en concreto del Museo del Prado, El Escorial y Toledo. La idea provenía de un grupo de intelectuales y artistas de izquierda, miembros de la Alianza, que, nada más comenzar la contienda civil, propuso al citado Ministerio de Instrucción Pública la creación de una comisión u organismo que velase por la conservación de las obras de interés artístico, literario e histórico que había en los edificios ocupados por las milicias, los partidos políticos y las organizaciones sindicales. La propuesta consistía, pues, en poner en marcha medidas extraordinarias destinadas a proteger el patrimonio desde el mismo mes de julio del 36, y allí se pudieron ver, desde el primer momento, formando la primera Junta, los aliancistas José Bergamín, Carlos Montilla (ingeniero), Ricardo Gutiérrez Abascal, más conocido como Juan de la Encina (director del Museo de Arte Moderno), Manuel Sánchez Arcas (arquitecto), Arturo Serrano-Plaja (escritor), Luis Quintanilla (pintor) y Emiliano Barral (escultor). Dada la magnitud que fueron tomando los acontecimientos, a primeros de agosto, el Gobierno se vio en la necesidad de reestructurar la Junta para dotarla de mayores medios, de ahí que el 3 de ese mismo mes, el director general de Bellas Artes, Ricardo de Orueta, nombrara como auxiliares de la Junta a los funcionarios del Cuerpo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos Consuelo Vaca González, Matilde López Serrano, Luis Vázquez de Parga, Federico Navarro Franco y Carmen Caamaño Díaz, relevándolos de realizar cualquier otro trabajo mientras la Junta los necesitase. Más tarde, entrarían como vocales o auxiliares técnicos de la Junta otros profesionales como Ramón Iglesia, Tomás Navarro Tomás, María Brey o Concha Muedra. En cualquier caso, a lo largo de la guerra, el entramado administrativo creado por las autoridades republicanas en torno al patrimonio fue cambiando de leyes y de rostros. Cambió la composición de las Juntas y hubo nuevos decretos y órdenes ministeriales. Estas restructuraciones afectaban a todas las Juntas Delegadas que se fueron creando, siendo la Central la única que mantuvo un personal más o menos estable desde su creación. Fue a consecuencia del traslado del Gobierno de la República a Valencia el 3 de noviembre de 1936 cuando se produjo la escisión de la primigenia Junta en dos grupos, después de que algunos de sus miembros siguiesen al Gobierno a la capital valenciana.

Sin precipitar acontecimientos, lo importante era que el 23 de julio de 1936, apenas cinco días después del alzamiento militar en el norte de África, había empezado a funcionar la Junta de Incautación del Tesoro Artístico, dependiente de la Dirección General de Bellas Artes, bajo la dirección de Josep Renau, con la misión específica de salvaguardar esos objetos artísticos y trasladarlos, «en caso necesario, a lugares que permitan, no sólo su instalación adecuada, sino su conocimiento por el pueblo, para su mayor educación y cultura».

Por decreto de 2 de agosto, la Junta de Incautación del Tesoro Artístico delega en María Teresa León las tres actuaciones mencionadas que, además de cuadros y esculturas, incluían muebles, objetos artísticos, joyas, tapices, libros… Es aquí donde aparece de nuevo, como la describe Antonina Rodrigo, la María Teresa «valiente, enérgica, audaz, admirable»; quizá una de las mujeres, junto a Pasionaria, más comprometidas y populares de la Guerra Civil. Y es que la imagen física de nuestra escritora durante esos años de contienda se ajusta, según numerosos testimonios, al de una miliciana con mono azul y simbólica pistola al cinto recorriendo las calles de Madrid, los teatros y los frentes recitando, declamando, arengando a los soldados y dando mítines. También, como representante del Socorro Rojo Internacional, la recuerda el ministro Félix Gordón Ordax, que la veía exigir a los mandatarios que invirtiesen en viviendas para los huérfanos de las víctimas de la Revolución de Octubre el dinero destinado a la construcción de cuarteles. Hablamos de una María Teresa brava -como la calificaba Antonio Machado- y sensible, dulce y resuelta para enfrentarse a la cobardía de los hombres que huían del frente. Así la vio el periodista ruso Mijaíl Koltsov en su Diario de la guerra de España: «Bañada en lágrimas, con una pistolita en la mano, va de un fugitivo a otro, los exhorta a detenerse con palabras afectuosas y con otras ofensivas, invocando su honor revolucionario, varonil y español. Algunos le hacen caso y vuelven sobre sus pasos al combate»[267] . Versión parecida nos ofrece el escritor y periodista ucraniano Iliá Ehrenburg, autor de una fascinante y aterradora crónica de la primera mitad del siglo XX[268], de reciente publicación en España, al recordar a María Teresa recorriendo los frentes, tratando de disuadir a los soldados que emprendían la retirada: «A lo lejos vimos a cuatro milicianos que se dirigían con grandes pasos hacia el camino de Madrid. Entonces María Teresa corrió detrás de ellos. Serena y hermosa, empuñando un diminuto revólver, detuvo a los cuatro milicianos. Contestaron a sus preguntas con evasivas y frases sin sentido. Después uno de ellos, un muchacho alto y moreno, señaló hacia el cielo y dijo: “Nos dio miedo.” Entregaron sus fusiles a María Teresa y se alejaron por el camino polvoriento, sin mirarse y llenos de una triste vergüenza… Unas mujeres, con niños pegados a la falda, asustados, gritaban: “A los cobardes como éstos debían fusilarlos.” El frente estaba en las inmediaciones y […] María Teresa defendió a los milicianos: “Más tarde tendrán ocasión de pelear bien.” Hizo bromas a las mujeres, acarició a los niños del pueblo. […] Se hacía de noche… Desde las estrechas calles salió el aliento cálido de la vida»[269].

Incidiendo en ese carácter de mujer valiente y decidida, el actor Salvador Arias, compañero de María Teresa en Las Guerrillas del Teatro, dejó anotado en una entrevista que «Rafael y Bergamín […] no eran hombres de acción, mientras que ella era una mujer brava, un vendaval»[270] . No cabe duda de que la ternura convivió en ella con un carácter de hierro, «era como el Gran Capitán -decía el poeta gaditano añadiendo más virtudes sobre la escritora-: tenía un temperamento del líder y a su manera lo fue. Tenía el don de la palabra y debía improvisar en los mítines, aunque esto no indicara que no fuera rigurosa en su trabajo»[271].

Con esa sensibilidad y esa energía asumió María Teresa la tarea que le confió la Junta de Defensa y Protección del Tesoro Artístico nacional; aunque tal decisión no fuera compartida por algunos miembros de la Junta, que se consideraban mucho más preparados para afrontar esa responsabilidad. La doctora Rebeca Saavedra Arias comenta al respecto que, pese a ser práctica común que un numeroso grupo de mujeres participase activamente en estas tareas desde el comienzo de la guerra, no dejaba de sorprender que «en 1936 fuera María Teresa León la persona elegida por las autoridades para seleccionar las obras de arte que debían ser evacuadas de Madrid, aunque esta decisión estuvo más relacionada con la ascendencia de la Alianza de Intelectuales Antifascistas para la Defensa de la Cultura, a la que pertenecía, y con su decidido compromiso político que con la idoneidad de su persona para el desarrollo de la tarea encomendada o con su condición femenina, lo que levantó ampollas entre los sobradamente preparados miembros de la Junta»[272] . Es sabido que aquella labor pudo ser encomendada a otras mujeres con una formación excepcional que, además de pertenecer a la Junta, poseían una preparación relacionada con materias técnicas o de investigación relativas al patrimonio. En este caso, por ejemplo, se pudo contar con Matilde López Serrano, Consuelo Vaca González, Carmen Caamaño Díaz, María Brey Mariño, Asunción Martínez Bara, Teresa Andrés o Concha Muedra Benedito, sin dejar a un lado a Blanca Chacel (nombrada durante la guerra auxiliar del Cuerpo de Archivos, Bibliotecas y Museos), Elvira Gascón (pintora y profesora de dibujo y perspectiva antes de la guerra) o las historiadoras Natividad y María Elena Gómez Moreno. Sin embargo, el hecho de que las autoridades se decidieran por María Teresa dice mucho de lo que la escritora representaba ya en aquel momento, convertida en toda una mujer de acción, altamente resolutiva y de un carácter firme y audaz.

Como hemos adelantado, la Junta de Defensa y Protección del Tesoro Artístico nacional, en un primer momento, dependía, sin más intermediarios, del pintor valenciano Josep Renau, director general de Bellas Artes y miembro también de la Alianza de Intelectuales Antifascistas. Ya henos dicho que el Consejo inicial tenía un sistema piramidal de Juntas, es decir, se dividía en una Junta Central y en varias delegaciones locales, de carácter provincial, entre las que destacaban especialmente las de la zona de Levante. El ingeniero Carlos Montilla[273] había sido su primer director. Su labor fue precisa y eficaz desde el inicio, pero era necesario ampliar su capacidad de actuación y hacer frente a unas responsabilidades que superaban la provisional estructura de los primeros meses. Para afrontar, pues, las peligrosas circunstancias que se avecinaban, la Junta tuvo que recurrir a los miembros de la Alianza, jóvenes escritores y artistas en su mayoría, que se dejaron la piel haciendo toda clase de labores con el fin de salvaguardar el patrimonio artístico, desde limpiar, embalar y trasladar finalmente las piezas. Eran momentos de urgencia y de improvisación que poco a poco hallaron su estructura y su orden.

El magnífico relato que nos ha llegado de María Teresa en su libro La Historia tiene la palabra se centra de modo especial en las tres actuaciones en las que participó directamente. Es indudable que para la Junta, superada de trabajo desde el comienzo de la contienda, la colaboración de nuestra escritora, junto a la de otros artistas y escritores, fue de un valor incalculable y de consecuencias verdaderamente salvadoras para el patrimonio artístico español. Sin ellos, no se hubieran podido llevar a cabo actuaciones de trascendental importancia, sobre todo durante esos primeros meses de guerra, en los que, como hemos señalado, dominaba el desorden, el desconcierto y la improvisación. Ésta, al menos, es la opinión de quienes participaron en aquella aventura y de quienes escribieron sobre ellos desde la admiración, idealizando ciertos momentos. Se ha dicho y escrito, sin faltar a la razón, que fueron muchos los esfuerzos que se unieron para la salvación de los objetos artísticos, sin olvidar incluso que, junto a profesionales de acreditada experiencia como Timoteo Pérez Rubio, esposo de Rosa Chacel, Marcelino Macarrón el transportista, Roberto Fernández Balbuena, Sánchez Arcas, José Lino Vaamonde, Ángel Ferraut y Juan Adsuara, la ayuda de los milicianos fue determinante para que culminaran con éxito las peligrosas empresas que llevaron a cabo. Ellos fueron los primeros que, por las calles, las plaza, sobre los muros, escribieron frases y consignas como: «¡Pueblo! ¡Antes de destruir un objeto cualquiera, infórmate!», «¡No destruyas ningún dibujo, ni grabado, ni pintura. Consérvalo para el Tesoro nacional!», «Ciudadano: el arte y la cultura reclaman tu ayuda».

Volviendo a nuestra escritora, las tres actuaciones que, en virtud del decreto de 2 de agosto de 1936, la Junta delegó en María Teresa León con la responsabilidad de la defensa del patrimonio, tuvieron como marco Toledo, El Escorial y el Museo del Prado.

En el libro La Historia tiene la palabra, publicado en 1944 y recuperado por Gonzalo Santonja en una edición de 1977, su autora comienza por recordar al lector que «Una guerra es como un gran pie que se colocase bruscamente interrumpiendo la vida de un hormiguero. En un principio, la confusión de la sorpresa hace mezclarse, aporrearse y retorcerse las diminutas huestes […]. La guerra española desordenó igualmente nuestro interior»[274] . En la página 40 del libro, María Teresa entra en detalles sobre esa primera misión de salvaguarda en Toledo, en el convento de las Descalzas Reales, donde estaba instalada la Junta, y en la Iglesia de Santo Tomé y la catedral. Había que evacuar diversos cuadros de El Greco, entre ellos, El entierro del conde Orgaz. La actuación se había acelerado al saber que las tropas franquistas se aproximaban a la ciudad manchega, con la consecuente amenaza sobre las obras de arte que, históricamente, se guardaban en varios edificios toledanos. María Teresa León, junto a Alberti, se trasladó allí con la misión de gestionar la evacuación a Madrid de algunos de los cuadros de El Greco, pero tuvo que enfrentarse a no pocas dificultades dado que las fuerzas locales se negaban a que salieran de aquellas murallas sus grandes tesoros artísticos: «El gobernador civil -relata la autora- era entonces un señor De la Vega, tan celoso de que nadie tocara nada, ni protegiera nada, ni se limpiara el polvo de nada, que no consintió que apareciera por allí ningún técnico para dictaminar de qué manera y en qué condiciones podía hacerse el traslado a sitio más seguro de todos los cuadros de Toledo»[275] . María Teresa experimentó muy pronto la dureza de aquellas misiones, sobre todo en las zonas adyacentes a Madrid, donde la acción de la Junta y las disposiciones del Gobierno eran menos conocidas que en la capital. La buena voluntad de apartar del peligro las obras más emblemáticas tuvo que enfrentarse a la respuesta airada de muchos lugareños que consideraron como una injerencia externa que unos representantes del Gobierno quisieran trasladar fuera del municipio su patrimonio. Prueba de ello son también las reticencias e imposiciones que exigió el regidor de Illescas con respecto a los Grecos. «¿Y si no vuelven?, insistía el alcalde. Ese si no vuelven ha sido la pesadilla de cuantos intervinieron en la protección del tesoro artístico. Por todas partes, los nuevos dueños se encariñaban inmediatamente con las bellezas artísticas, que antes ignoraban, poniendo demasiado celo en guardar para sus pueblos cuadros, estatuas, retablos»[276] . La anécdota que cuenta María Teresa la vivió el escultor Emiliano Barral, que había salido desde Madrid, junto a Alberti y la escritora, con el objetivo de rescatar piezas artísticas de Illescas. Una vez acabada aquella misión, el destino, sin embargo, tenía preparado para Barral un triste e injusto desenlace, ya que el 22 de noviembre de 1936 fallecía en el frente de Usera, convirtiéndose en el primer héroe de las Milicias de la Cultura. La segunda víctima iba ser, poco después, el también escultor catalán Francisco Pérez Mateos.

La segunda intervención de María Teresa tuvo lugar en El Escorial, tras una orden firmada por el entonces presidente Largo Caballero en la que se autorizaba a la autora de Memoria de la melancolía a retirar objetos y cuadros que pudieran peligrar si el monasterio tuviera que ser defendido. María Teresa iba acompañada esta vez por dos miembros de la Alianza: el archivero Antonio Moñino y, más tarde, el escritor Arturo Serrano-Plaja, que era natural de San Lorenzo de El Escorial. José Bergamín y Rafael Alberti se hicieron cargo del traslado y custodia de los objetos elegidos, entre los que cabe citar algunos cuadros de las salas capitulares del monasterio como San Mauricio y la legión Tebana, de El Greco, el Descendimiento de la Cruz, de Van der Weyden, La túnica de José, de Velázquez, El Lavatorio, de Tintoretto, dos Goyas de pequeño tamaño, así como manuscritos, códices árabes, cofrecillos… En esta actuación, al contrario de lo sucedido en Illescas y Toledo, no hubo incidentes con las autoridades locales.

La evacuación de los cuadros principales del Museo del Prado fue la tercera y más arriesgada aventura de María Teresa León. En la madrugada del 16, 17 y 18 de noviembre, en un Madrid peligrosamente cercado, la aviación enemiga lanzó un ataque imprevisto sobre el centro de la capital arrojando nueve bombas incendiarias de fabricación alemana; varios proyectiles impactaron sobre la techumbre del Museo del Prado y en sus cercanías. Por suerte, los daños no fueron grandes, aunque también se vieron afectados por los cascotes y la onda expansiva del bombardeo la Biblioteca Nacional, el Museo Arqueológico, la Academia de Bellas Artes de San Fernando y el convento de las Descalzas Reales. María Teresa relata el episodio con un tono de indignación y de sarcasmo: «Bombas de gran calibre destruyeron el Hotel Savoy, situado en el Paseo del Prado, otra rompió una de las fuentes junto al Jardín Botánico, la tercera destruyó dos casas en la calle de Alarcón. Los aviadores enemigos se excusaban de su torpeza diciendo que no conocían Madrid. Claro, eran alemanes»[277].

Sin embargo, cuando los bombardeos rebeldes alcanzaron el Museo del Prado y las inmediaciones del Museo Arqueológico y la Biblioteca Nacional, el Gobierno de la República ya había tomado la decisión de evacuar las obras del Prado y no hubo que lamentar daños. Intuyendo peligros de esa índole, la operación se había iniciado el 5 de noviembre, fecha en la que el Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes (MIPBA) hizo llegar al Museo la primera orden de evacuación. Cinco día después, el 10 de noviembre, salían las primeras obras seleccionadas por María Teresa León, en colaboración con Rafael Alberti y Florencio Sosa, aliancistas, recordemos, pero no miembros de la Junta.

La actuación llevada a cabo, pues, entre el 5 y el 10 de noviembre de 1936 fue sumamente delicada y no exenta de polémica, puesto que más allá de retirar o incautar obras de espacios públicos y privados, lo que ahora se hacía necesario era sacar el tesoro artístico del Prado y del corazón de Madrid para ponerlo en lugar seguro. El Gobierno legitimaba aquella evacuación, pese al peligro que entrañaba el traslado en semejantes circunstancias, con tres argumentos: la incapacidad de asegurar su protección en Madrid, las adversas condiciones climáticas de aquel invierno y el riesgo de ser dañadas o destruidas por los bombardeos. No obstante, como dejó aclarado el arquitecto José Lino Vaamonde en su libro Salvamento y protección del Tesoro Artístico Español durante la guerra, antes de sacar de la capital aquellas obras se habían estudiado otras opciones, como la de almacenarlas en las cámaras acorazadas del Banco de España; pero el tamaño de algunos cuadros superaba en exceso las medidas de los recintos que iban a custodiar las piezas y, por razones de conservación, los lienzos no debían ser plegados ni desmontados para ser introducidos. Además, tal y como recuerda María Teresa León en La Historia tiene la palabra, existía el precedente y la negativa experiencia de los graves daños sufridos por los grecos de Illescas durante su almacenaje en esas mismas cámaras del Banco de España.[278]

Descartadas las cámaras de seguridad, el Gobierno tomó la decisión de evacuar el museo del Prado, trasladar las obras a Valencia e instalarlas en la capital levantina; tarea que, como bien sabemos, puso en manos de María Teresa León y de Timoteo Pérez Rubio, presidente entonces de la Junta Central. Nuestra escritora describe aquellos momentos de emoción, miedo e inquietud con estas palabras:

«Jamás soñé entrar en el Museo del Prado bajando una escalerilla insospechada y, mucho menos, llevando en la mano un documento oficial autorizándome para empresa tan grande: trasladar a Valencia los cuadros del Museo del Prado. Una linterna iluminó nuestros pasos. Rafael se puso tan serio, que sentí miedo al adivinar lo que pensaba: ¿Cómo vamos a poder cumplir lo que nos han ordenado? Entramos en un sotanillo, pasamos silenciosos entre cuadros vueltos del revés, unos sobre otros, bajados de las salas altas a un precario refugio. Arriba todo el Museo estaba en pie de guerra. Las ventanas habían sido protegidas por maderas y sacos terreros, la larga sala central era como una calle después de una batalla, la huella de los cuadros manchaba de recuerdos melancólicos las paredes desnudas, hasta la luz que bajaba de las cristaleras rotas era funeralmente triste. […] ¡Qué dificultades para todo! Faltaba madera de entarimar para hacer los cajones de los embalajes y no teníamos camiones, porque cada camión del frente tenía su tarea señalada. Recurrimos al Quinto Regimiento, recurrimos a los ferroviarios. Los ferroviarios se encargaron de traernos la madera de unos almacenes que se habían quedado entre dos fuegos, en el Cerro Negro. El Quinto Regimiento y la Motorizada dieron el transporte y la protección para el camino. Fue una batalla. […] No recuerdo qué noche del mes de noviembre llegaron al patio de la Alianza de Intelectuales los camiones que iban a trasladar a sitio seguro la primera expedición de las obras maestras del Museo del Prado. Las Meninas, de Velázquez, y el Carlos V, de Tiziano, estaban protegidos por un inmenso castillete de maderas y lonas. Soldados del Quinto Regimiento y de la Motorizada rodeaban los camiones, esperando la orden de marchar. Rafael, tan poco amigo de improvisaciones, trémulo de angustia, detuvo la mano de un soldado que encendía un cigarrillo: No, eso, no. Y habló con voz cortada de miedo, diciéndoles a aquellos jóvenes combatientes que iban a salir hacia Levante, entre la niebla y el frío, que los ojos del mundo los estaban mirando, que el gobierno confiaba a su custodia un tesoro único, que los defensores de Madrid respondían ante la Historia de las Artes del Museo a ellos confiado. Se produjo un gran silencio»[279].

Como bien recordaba María Teresa León, las primeras obra evacuadas fueron Las Meninas, de Velázquez, y Carlos V, de Tiziano. Con el visto bueno de nuestra escritora y de Francisco Javier Sánchez Cantón, director del Prado, salieron de Madrid trescientos lienzos, la mayoría de la escuela española, ya que se fijó el criterio de proteger en primer lugar, por su incalculable valor, las colecciones de Velázquez, El Greco, Goya y Zurbarán. Este conjunto de obras, ya en Valencia, fueron guardadas en las Torres de Serrano y en la Iglesia del Patriarca, dos edificios previamente acondicionados por el arquitecto del Prado, José Lino Vaamonde, para albergar todo aquel patrimonio. Se había concluido, con éxito, la primera evacuación, a pesar de que historiadores bastante críticos con la actuación republicana pusieran en duda el sentido de aquél y otros traslados, más ligados, según ellos, a una política propagandística empeñada en proyectar una imagen de la República como gran defensora de la cultura. En esa línea, José Álvarez Lopera[280] ha basado la naturaleza política de la operación en el hecho de que la primera evacuación fue hecha por aliancistas, fuertemente politizados, y no por miembros de la Junta. Opinión que se une, en buena medida, a la de Javier Tusell, quien sugiere cierta torpeza e incapacidad por parte del grupo de intelectuales de la Alianza encargado de la primera evacuación, labor que se realizó de modo inadecuado, según señala el historiador basándose en lo que en aquellos años manifestó la propia Junta, que se quejó -se nos antoja que injustamente- de las malas condiciones en las que María Teresa León había enviado las obras. En opinión de Tusell también las posteriores evacuaciones a Cataluña y Ginebra fueron innecesarias.[281]

La historia de aquel tesoro tuvo un final neutro, triste y gris. A medida que el ejército republicano fue perdiendo posiciones, las obras se trasladaron a los castillos de Perelada y Figueras, en Gerona. Una vez concluida la contienda, los cuadros se transportaron en camiones del ejército a Suiza, después de superar no pocos avatares en el paso de la frontera. Allí, en Ginebra, se celebró en el verano de 1939 una gran Exposición de Obras Maestras de Museo del Prado. La guerra había terminado. Una vez clausurada la muestra, las obras fueron devueltas por Timoteo Pérez Rubio a las nuevas autoridades españolas.

La lectura que nos queda de aquel largo episodio de la evacuación de las obras de arte, ya fuera por afán de conservación, por amor a la cultura o por motivos políticos y propagandísticos, se reduce a que aquel Gobierno republicano, junto a los milicianos, los miembros de la Junta, los artistas y escritores de la Alianza, con María Teresa León al frente, fueron capaces de realizar, como sentenciaba Gonzalo Santonja en 1977, «en medio de todas las hostilidades y sin contar con ningún apoyo del exterior, una empresa sin precedentes, verdaderamente asombrosa, que lógicamente todavía no ha recibido el menor reconocimiento oficial: después de tres años de guerra, tras recorrer varios miles de kilómetros en circunstancias difíciles, todos los cuadros, sin daños ni desperfectos, volvieron al Prado. Ningún estado europeo sería capaz de llevar a cabo un esfuerzo semejante durante los próximos años de la Segunda Guerra Mundial»[282].

Pero la vida y la guerra continuaban en España aquel otoño de 1936 en el que se mezclaban momentos de acción con recuerdos vivos, recientes y amables. Uno de ellos lo vivieron en Valencia María Teresa y Alberti un día de octubre en el que se trasladaron a la ciudad mediterránea para participar en un homenaje que conmemoraba la muerte de Federico García Lorca. El destino quiso que la pareja se encontrara allí, según recuerda Antonio Colinas, con algunos amigos de los días pasados en Ibiza, «ahora refugiados en tierras levantinas, como Pau García (el “Pablo” de su drama De un momento a otro), Benjamín Costa (el dueño del bar “La Estrella”, que ellos frecuentaron), así como un hijo de éste. El grupo de ibicencos regresaría a sus casas con un ejemplar de un libro dedicado por María Teresa León, Rosa fría, patinadora de la luna»[283].

Ya en 1937, María Teresa propicia la publicación de Crónica general de la Guerra de España I, antología de textos editada por la Alianza de Intelectuales Antifascistas que ella misma, con la ayuda de Joaquín Miñana, se había encargado de recopilar. «Durante aquellos casi tres años de fe -confesaba nuestra autora en La Historia tiene la palabra-, la poesía culta y la popular se habían dado la mano en el punto central de la epopeya. A la Alianza de Intelectuales les llegaban, en cartas conmovedoras, romances ingenuos, para demostrarnos que la épica renace cuando los héroes necesitan canciones»[284].

Las sesenta y cinco colaboraciones que recoge el volumen se dividen en artículos, relatos, reportajes y testimonios de colaboradores prácticamente desconocidos para el lector de hoy, y de otros consagrados como Luisa Carnés, Santiago Imaz, Pla y Beltrán, Juan Gil-Albert, Pablo de la Torriente, Lino Novás Calvo, Ramón J. Sender, Miguel Hernández, Vicente Salas Viu, Rosario del Olmo, Luis Cernuda, Alberti, María Teresa y dos colaboraciones de Antonio Machado procedentes de Hora de España. La escritora riojana publicó en este libro único y colectivo cinco trabajos de una extensión no mayor de tres o cuatro páginas: «La doncella guerrera» (pp. 79-82), «La cultura, patrimonio del pueblo» (pp. 89-90), «Los cazadores de tanques» (pp. 91-92), «El teniente José» (pp. 93-96) y «Mi barrio en ruinas» (pp. 111-114). En este último, dedicado a recordar sus particulares horrores de la guerra, como señalaba Torres Nebrera, se puede apreciar, pese a las circunstancias adversas, una prosa ya muy cuidada que es «un indudable adelanto del tono y el estilo que la autora logrará muchos años después en las páginas de Memoria de la melancolía referidas a aquella etapa de su historia personal»[285] . También cabe destacar el protagonismo que concede a la mujer durante aquellos días de lucha; una mujer que, como defiende en su relato «La doncella guerrera», se pone a la altura de cualquier hombre para asomarse a las milicias y tener su puesto de combate: «Ha habido varoniles doncellas guerreras, contenidas y valientes enfermeras en los hospitales, serenas y sencillas madres que aguardan. En realidad, todas aguardan, todas las mujeres españolas esperamos con el corazón en suspenso, conteniendo las gotas de nuestra sangre para poder recibir al que vuelve […]. La mujer popular se ha levantado sobre nuestros campos rotos con el prestigio de su derecho a intervenir en la Historia de España». Esa dimensión popular de la guerra, en relación con la cultura -tal y como atestiguó en el libro que acabamos de recordar: La Historia tiene la palabra-, y su solidaridad con el proletariado, con esos héroes anónimos que lucharon por proteger el patrimonio artístico, la refleja enérgicamente en el artículo «La cultura, patrimonio del pueblo», en el que condena la impiedad y la incultura del fascismo: «El miliciano de la aldea más lejana, el que no puede aprender a leer, el que sabe que por tradición oral la sabiduría del pueblo comprende perfectamente que es el fascismo el que quema los libros, mientras nosotros guardamos en nuestros museos el viejo arte religioso; que son los enemigos los que convierten las custodias de los antiguos orfebres en lingotes de oro con que poder pagar al extranjero la destrucción de España; que son los incultos generales facciosos, que jamás visitaron el Prado ni la Biblioteca Nacional, los que han mandado incendiarlos».