AITANA, HIJA DE LA ESPERANZA
EL año de 1941 comienza para el matrimonio con una intensa actividad. La correspondencia que María Teresa y Rafael mantienen con el poeta uruguayo Juvenal Ortiz Saralegui, conservada en Montevideo, permite reconstruir con minucioso detalle cómo fueron los dos primeros años en América para la autora de Juego limpio. Así, en carta del 19 de febrero de 1941, Alberti escribe al intelectual montevideano en estos términos: «María Teresa está dando estos días, en Córdoba, unos conciertos-conferencias con la gran cantante judía Isa Kremer». Sabemos también por la misma carta que el matrimonio había viajado a Buenos Aires a primero de año, instalándose en un apartamento del mismo edificio que lo acogió a su llegada, en Libertad 1693, sólo que esta vez se alojarían en el piso 4.º B. La vivienda hacía esquina con la Avenida Libertador, apenas a tres calles de Suipacha 1444, la casa de Oliverio Girondo y Norah Lange.
Esa movilidad fue posible porque desde el 30 de septiembre de 1940 contaban ya con una autorización de permanencia en el país, es decir, la cédula de identidad que les concedía carta de legalidad y que se debió, finalmente, a las gestiones realizadas por los judíos argentinos de la Sociedad Hebraica. Aún tendrían que esperar hasta 1955 para obtener un pasaporte legal y hasta 1959 para conseguir de la embajada de España el certificado de nacionalidad, en el que consta, con letras claras, que el oficio de María Teresa no era otro que el de «sus labores».
Conviene saber que en las fechas en que nos encontramos, febrero de 1941, María Teresa León estaba embarazada de tres meses; todo un milagro si nos acogemos al aciago pronóstico que la escritora escuchó muchos años atrás, recordándole que no concebiría más hijos. Y los acontecimientos se encadenaban ya que, a comienzos de marzo, veía publicada su primera obra en el exilio: Contra viento y marea.
Se editaba por fin en Buenos Aires un libro de largo recorrido que debía haber visto la luz en España, al final de la contienda civil, o incluso en París -como ella misma cuenta en sus memorias-, donde recibió la desalentadora respuesta, al intentar publicarlo, de que «las cuestiones de España no interesan, señora». Ahora, adelantándose a la iniciativa de Gonzalo Losada, Contra viento y marea salía con el sello de la Editorial Aiape, órgano de la Agrupación de Intelectuales, Artistas, Periodistas y Escritores. Dicha agrupación, fundada en 1935 en Argentina por Aníbal Ponce, tenía una clara voluntad antifascista y contaba entre su núcleo más destacado -en una conjunción entre vanguardia política y estética-, con poetas como José Portogalo y Raúl González Tuñón. A esa relación de cercanía cabe añadir el dato de que la versión chilena de AIAPE, creada en noviembre de 1937, estaba liderada por Pablo Neruda, y que la uruguaya, estrechamente ligada a la argentina, sería fundada en 1942 por Julio Casal. En cualquier caso y a tenor de las palabras de la propia autora, fue su amiga argentina Sima Kornblith e Isaac, marido de ésta, quienes la animaron a publicar la obra y a ponerla, en última instancia, en manos de los editores.
Pero el acontecimiento más importante, por inesperado quizá, fue el nacimiento de Aitana aquel verano de 1941. «No la habían dejado ver crecer a los dos niños nacidos del primer matrimonio -escribía la misma Aitana en 2003-. Nunca tendrás otros, le habían dicho. Pero la paz obra milagro […]. Hija de los desastres, me crié, ahora lo advierto, con la sobreprotección de quienes temen la súbita aparición de algún cataclismo»[425].
María Teresa quería que su hija viniera al mundo en Buenos Aires y llegó el día, como recuerda la escritora en sus memorias, de dejar «el río, el patio, la acequia, el pueblecito, la casona de los Aráoz Alfaro, el tílburi, los caballos, la Sierra de Córdoba y corrimos a recibir una niña pequeñita a quien llamamos audazmente: Aitana»[426] . Aitana: nombre de sierra alicantina, de nostalgia, de imposible olvido y de difícil retorno.
Los detalles de aquella experiencia, primera y última para Rafael Alberti, los relataba la hija de ambos escritores con una magnífica prosa publicada el 17 de septiembre de 1993 en el diario ABC:
«9 de agosto. Hacia las siete de la mañana, el poeta al fin se decidió a entrar en la sala de partos de la clínica Decusatis (raro privilegio en aquella época), gracias al poder de persuasión de un amigo, el diminuto y adorable doctor Emilio Troise.
»María Teresa llevaba el sufrimiento varias horas. Alumbramiento difícil el de esta mujer de treinta y nueve años, cuyo organismo había padecido la tortura física de una larga guerra y la tortura espiritual de saberse desterrada. Ahora, a pesar del dolor, entre las blancas paredes que la envuelven como un capullo siente, por primera vez, que la paz ha llegado. […] Aitana me llamaron aquellos dos exiliados, para tener siempre a flor de labios la última tierra de España que contemplaron sus ojos»[427].
Aitana «Es la recién nacida alegre de los ríos / americanos, es la hija de los desastres», como escribiría Alberti en su libro Pleamar. En el fondo, María Teresa pensaba, como los desterrados en tantas latitudes, que la patria es también la tierra donde nacen los hijos. Así lo manifiesta en una carta que envía a la escritora de origen italiano Giselda Zani; en ella confiesa que Argentina será siempre para ella tierra bendita: «Seguiremos viendo crecer a Aitana en estas tierras, para mí, y para ella, benditas»[428].
Apenas dos semanas después, la familia regresaba a la quinta del Totoral. Era el ambiente que más beneficiaba a la pequeña y donde seguirían pasando largas temporadas hasta 1944. Allí los días «se sucedían apacibles, transparentes, dichosos. Por los aires sutiles de la serranía cordobesa volaban bandadas de flamencos rosados»[429].
Sin embargo, la vida no era fácil y en septiembre, según leemos de nuevo en la correspondencia con Juvenal Ortiz Saralegui, María Teresa se dispone a reanudar cuanto antes las conferencias que volverá a impartir en Montevideo. Con Aitana de pocos meses, la escritora se lanza a preparar los textos de las distintas intervenciones que le propone a Ortiz para su inmediato periplo uruguayo: «El actor, la escena y el pueblo», «La nueva caballería andante (Hacia una épica impuesta)», «Tres sentimientos de amor en la canción popular» y «La guerra y la paz»[430].
Con las dificultades que entraña reconstruir el itinerario americano de María Teresa, Rafael y Aitana por distintos domicilios durante más de dos décadas, podemos afirmar que la tercera residencia que ocuparon ese mismo año de 1941, sin abandonar los periodos de estancia en la finca cordobesa, fue el apartamento prestado por Victoria Ocampo en la calle Tucumán, 677, 7.°C, en pleno centro de Buenos Aires. El siguiente será el de Santa Fe, 3.735, 7.º A, más adaptado a sus necesidades y en el que la pequeña comenzó a dar sus primeros pasos. A éste le seguiría un pequeño piso en la calle Alta Gracia y, poco después, la vivienda de la calle de las Heras 3.783, adonde se trasladarán a finales de 1943: primera casa con jardín que coincide con una época más estable y feliz que los primeros años en Argentina, aunque con exceso de trabajo para María Teresa, entregada a sobreesfuerzos que ponen a prueba su enorme resistencia. Calle «sombreada por los árboles más hermosos del mundo, esos árboles que se desnudaban con sus flores azules para ofrecerlas a nuestros pasos»[431], decía la escritora para confesar, unas páginas más allá, que la «casa de la calle de Las Heras empezaba a ser de verdad nuestra casa, nos afirmábamos, conocíamos cada hoja de las trepadoras que cubrían las paredes de las casas vecinas, los pájaros que nos devolvían las primaveras en ese milagroso colibrí que colgaba de un hilo su impaciencia y su nido. Por primera vez volvían a ser mías las butacas donde nos sentábamos, la cama donde dormíamos. Rafael iba clasificando libros nuevos en bibliotecas nuevas y otra vez sobre su tablero de dibujo había pinceles, lápices… Únicamente los que se vieron con las manos totalmente vacías podrán comprender mi asombro. Teníamos ganas de entonar laúdes. ¡Alabada seas, ciudad hermosa de América, por habernos resucitado!»[432]
La pequeña Aitana crecería, pues, entre la gran ciudad y el campo. Sus recuerdos de la finca de Totoral van intensamente unidos a la figura de Ramona, una mujer montaraz, «de amplio pecho, fuertes caderas, voz melodiosa y semblante entristecido»[433] . Fue esta cordobesa, a veces ayudada por su sobrina Elvira, quien se encargó de la crianza de la niña hasta que ésta cumplió los tres años. Es la propia Aitana quien emparenta la llegada de Ramona, «mi segunda madre», a la grave enfermedad que postró a la pequeña a los pocos meses de venir al mundo. El origen de aquel mal, que pudo estar en la leche de vaca, en el agua mal hervida o en el mal de ojo, desesperó a María Teresa y Rafael hasta tal grado de tener que recurrir a voluntariosos curanderos y chamanes de la zona. «Tomaron por asalto el jardín -recuerda Aitana Alberti-, instalando una especie de campamento, y se aplicaron amorosos a la tarea de transformar en infusiones, cocimientos y emplastos cuanta planta medicinal produce aquel suelo, Mas fue inútil la sabiduría»[434] . La niña se iba apagando sin que nadie hallara remedio, hasta que alguien -nunca se supo quién- proporcionó al bebé unas pastillas de sulfamida y «la ciencia obró al instante lo que el cariño de los humildes no había logrado». Tras ese episodio y el regreso, cariacontecidos, de los sanadores a los montes, Ramona, que había llegado con aquella expedición, se quedó al cuidado de Aitana.
María Teresa León dedica varias páginas de Memoria de la melancolía a aquella mujer de piel oscura, como de barro cocido, ojos mansos, aspecto fuerte y gesto sereno. Al principio, la escritora receló de ella por la actitud que mostraba hacia la pequeña, siempre huyendo de sus ojos o de traslucir alegría y confianza. «Era una indiferencia, un rechazo de todo su cuerpo, una repulsión contenida. Aitana levantaba sus manitas intentando acariciarla y, ella, sin notarlo. La he mirado durante horas intentando comprender por qué una criatura tan chica, tan linda de mirar, de ver cómo se abría impetuosamente como una flor, para Ramona no transparentaba más que un gesto agrio y lejano»[435] . La respuesta la encontró la escritora pocos días después, cuando alguien le informó de que Ramona acababa de perder a su hija en el hospital y de que lo que escondían sus ojos era pura tristeza. «Todo le fue perdonado». Y a partir de aquel momento, en cuando la nodriza fue superando el dolor y la niña fue ganándole el corazón, aquélla no tuvo manos ni alma para nadie más. «Era tan posesiva -continúa el relato de María Teresa-, que iba a recibir a su marido cuando venía a verla con la niña en brazos. No quería dejarla en la cuna. En cuanto yo daba la vuelta, la levantaba para sentirla contra su pecho. Así fue mi hija creciendo. Crecía Aitana y Ramona vigilaba sus pasos con sus ojos tan oscuros, hablándola dulcemente con la dulce pronunciación cordobesa. Fuimos a Buenos Aires. Pasaron años. Aitana seguía reclinándose sobre el pecho de Ramona»[436] . Sin embargo, aquella mujer -personaje de tragedia griega, como también la definía Aitana Alberti- estaba marcada por la desgracia, de modo que no tardó en sufrir las consecuencias de un marido celoso, Froilán, asiduo visitante de la casa, hombre de bajos instintos y capaz de amenazar a los Alberti con anónimos tan inclementes como: «Pronto acabaremos con el comunismo internacional. Ustedes no son trigo limpio». El caso es que aquella prenda de esposo acabó acuchillando a una de sus amantes y a la hermana que la acompañaba, de modo que se buscó una condena a cadena perpetua que castigaba también en vida a la inocente de Ramona. «Ramona no lo abandonó. Iba a verlo a la cárcel. Le pareció más suyo entre las rejas, por fin, suyo del todo…» Quien sí se sentiría abandonada fue la pequeña, ya que el ama desapareció poco tiempo después sin dar muchas explicaciones. «Desapareció de súbito -dice de nuevo Aitana- y durante mucho tiempo lloré su deserción, cuyos motivos comprendí años después. Era una criatura seráfica, de clara inteligencia y desbordante maternidad. Campesina de hondas raíces populares, sus relatos de ánimas y aparecidos, […] suscitaban en mí deliciosos terrores. Disimulaba las pequeñas travesuras, consolaba las pequeñas y también cocinaba riquísimos platos cordobeses: locro, mazamorra, humitas y un dulce de leche celestial»[437].
Ramona murió joven y no tuvo más acompañamiento en el funeral que a María Teresa y Rafael. El marido correría la misma suerte años más tarde en una cárcel de Buenos Aires situada en la misma calle de Las Heras donde vivían entonces los Alberti.