II CONGRESO INTERNACIONAL DE INTELECTUALES ANTIFASCISTAS

ANTES de que la guerra dejara adivinar su final, María Teresa vivió otras experiencias de gran calado en las que, como era esperable en ella, participó con absoluta implicación y generosidad. Es el caso del II Congreso Internacional de Escritores en Defensa de la Cultura, organizado por la Alianza de Intelectuales Antifascistas, y que, desde su convocatoria oficial en octubre de 1936, había sido un proyecto muy deseado por nuestra escritora y por el que había luchado sin descanso para asegurar su éxito. Recordemos que en su conversación con Stalin en marzo de 1937 no se olvidó de anunciarle el Congreso y de despertar el interés del dictador sobre el mismo: «Hablamos de muchas cosas -decía-, entre otras del Congreso de Escritores que pensábamos celebrar en España. Escritores de todo el mundo para que vengan y vean. […] Que vengan a ver la verdad de España».

El Congreso iba a celebrar sesiones en Madrid, Barcelona y, principalmente, en Valencia, verdadero centro de este importante encuentro cultural. Se inauguró en la ciudad levantina, entonces sede de la República, el 4 de julio de 1937, y allí permanecerían los invitados -salvo alguna jornada organizada en la capital de España o en la Ciudad Condal-, hasta el día 11. Los intelectuales extranjeros que acudieron a la llamada de la Alianza se sorprendían al ver el ambiente de entusiasmo y de lucha que había en las ciudades y en los pueblos de España: «El espectáculo debía ser conmovedor -escribía María Teresa- […]. Se asombran de ver los periódicos murales, los de las trincheras, las exposiciones de cuadros, las ediciones, las fiestas de cantos y danzas folclóricas, los teatros abiertos, las representaciones callejeras, la animada literatura de urgencia, graciosa, saltarina, oportuna, que corretea por las calles, y plazas, y las trincheras y los pueblos… Van los camiones de propaganda del Altavoz del Frente, de Cultura Popular, de la Alianza de Intelectuales, por los caminos más desconocidos, hacia lugares de belleza»[313].

Aquellas jornadas significaron mucho para los escritores, artistas e intelectuales que defendían la República al verse arropados por grandes nombres de la cultura europea y americana. A las horas de reuniones, de ponencias y de trabajo había que sumar la emoción del encuentro con muchos amigos y camaradas que, en el caso de María Teresa y Alberti, cobraba mayor dimensión dada la amplia red de afectos y simpatías que venían cultivando en los últimos cinco años en uno y otro continente.

La intención de aquel encuentro internacional consistía, básicamente, en crear un foro de debate y reflexión acerca del papel que los escritores y artistas debían desempeñar en momentos de conflicto. Y en este sentido, España era un caso vivo y palpable que no sólo se prestaba a hermosas teorías, sino que aportaba la experiencia de un año de Guerra Civil y resultados prácticos que se constataban en las trincheras y en los frentes. La vieja polémica entre consignismo político y compromiso estético que había enfrentado, más allá de los Pirineos, a André Breton y Louis Aragon, por citar algún ejemplo, debía encontrar ahora una respuesta concreta. Resultaba paradójico que un país como España, acostumbrado a caminar siempre al rebufo de Europa, a asumir con retraso sus movimientos de vanguardia, se adelantase ahora a todos ellos con una confrontación armada entre los fascismos y los frentes populares. Pero la realidad estaba ahí y los escritores se vieron obligados a adaptar sus lenguajes a la inmediatez de los acontecimientos tratando de preservar la dignidad literaria. Sobre este preciso asunto versaba la ponencia colectiva que leyó en el citado congreso Arturo Serrano-Plaja. Se trataba de un texto que venía suscrito y firmado por Emilio Prados, Juan Gil-Albert, Miguel Hernández, José Herrera Petere, Lorenzo Varela, Miguel Prieto, Antonio Sánchez Barbudo, Ángel Gaos, Antonio Aparicio, Arturo Souto, Eduardo Vicente y Ramón Gaya. La ponencia, además de hacer mención a ese heterogéneo grupo de escritores españoles comprometidos con la República, polarizado «entre el origen totalmente campesino de Miguel Hernández, por ejemplo, y el de la elevada burguesía refinada que puede significar Gil-Albert», apelaba al esfuerzo y la imaginación del intelectual para conectar más que nunca con el pueblo sin empobrecer sus recursos expresivos, para conciliar los términos Arte y Revolución:

«Lo puro, por antihumano, no podía satisfacernos en el fondo; lo revolucionario, en la forma, nos ofrecía tan sólo débiles signos de una propaganda cuya necesidad social no comprendíamos y cuya simpleza de contenido no podía bastarnos […]. La Revolución, al menos lo que nosotros teníamos por tal, no podía estar comprendida ideológicamente en la sola expresión de una consigna política o en un cambio de tema puramente formal […]. No podíamos admitir como revolucionaria, como verdadera, una pintura, por ejemplo, por el mero hecho de que su concreción estuviese referida a pintar un obrero con el puño levantado o una bandera roja, o con cualquier otro símbolo, dejando la realidad más esencial sin expresar […] los obreros son algo más que buenos, fuertes, etc. Son hombres con pasiones, con sufrimientos, con alegrías mucho más complejas que las que esas fáciles interpretaciones mecánicas desearían […]. De ahí nuestra actitud ante el arte de propaganda. No lo negamos, pero nos parece, por sí mismo, insuficiente».[314]

El Congreso, que, como hemos señalado, dio comienzo en Valencia el 4 de julio, fue inaugurado por Juan Negrín, presidente del Consejo de Ministros, a quien acompañaban en la tribuna Corpus Barga y José Gaos, y clausurado una semana después por Antonio Machado. Acogieron a sesenta y seis delegados de una treintena de países de América y Europa, destacando especialmente Julien Benda, Anna Seghers, Iliá Ehrenburg, Malcolm Cowley, Claude Aveline, Jef Last, Nordahl Grieg, Fédor Kelin, André Chamson, Tristan Tzara, Stephen Spender, Langston Hughes, Juan Marinello, Jean Cassou, André Malraux, César Vallejo, Octavio Paz, Alejo Carpentier, Nicolás Guillén y Pablo Neruda. Entre los españoles, no faltaron al encuentro José Bergamín, León Felipe, Fernando de los Ríos, Jacinto Benavente, Rafael Alberti, Luis Cernuda, Manuel Altolaguirre, Antonio Machado, la propia María Teresa y los firmantes del manifiesto citado, Miguel Hernández entre ellos. Quedó más que justificada la ausencia de Vicente Aleixandre, «enfermo en Madrid -como escribió Luis Cernuda en su nota Poetas en la España leal-, alejado por fuerza de su trabajo de poeta, ya que no de la poesía, lo único que en definitiva puede consolarnos a todos de tanta sombra impaciente, sobre la luz y tierras españolas»[315]. No faltaron tampoco las adhesiones de quienes no pudieron asistir a ese foro de solidaridad con el pueblo español, aquellos telegramas que llevaban la firma de Virginia Woolf, Bertolt Brecht, Thomas Mann, Louis Aragon, Vicente Huidobro, John Dos Passos, Paul Éluard, Ernest Hemingway, Upton Sinclair, Selma Lagerloff, W.B. Yeats, Romain Rolland y Ramón J. Sender.

María Teresa León recibió aquellos días el estimulante respaldo de ese grupo de intelectuales extranjeros que le hizo creer, con el corazón abierto, que el mundo estaba del lado de las fuerzas populares y de la República. Aquellos hombres y mujeres admiraron su enorme capacidad de trabajo, su disposición y su belleza. «María Teresa León -escribía Alejo Carpentier-, mujer bellísima y de elegancia extraordinaria, ha puesto todas las fuerzas de su inteligencia al servicio de la causa republicana»[316]. Lo cierto es que nuestra autora tuvo ocasiones para demostrarlo, especialmente el 7 de julio, día en el que ocupó la presidencia de la quinta sesión del Congreso celebrada en Madrid, en el Cine Salamanca, con la intervención de Ehrenburg, Malraux, Bergamín, Koltsov, Alberti y Dolores Ibárruri Pasionaria. El discurso inaugural de la escritora riojana acaparó la prensa de la capital al día siguiente de su intervención: «El Segundo Congreso de Escritores tiene a orgullo poder saludar al pueblo madrileño -decía-. Los camaradas que viven en sitios tranquilos, donde aún los obuses no han roto las tejas de sus casas, donde aún se puede coser a la luz de la paz, han querido venir a ver nuestra guerra. Han venido los escritores antifascistas, han venido los escritores honrados, han venido los escritores que no se han vendido a la burguesía, porque sus plumas eran demasiado honradas y demasiado buenas para emplearlas en tan bajos menesteres»[317].

Quedaba claro que España estaba en guerra y que los participantes en aquellas jornadas corrieron también serios peligros. El poeta cubano Nicolás Guillén narraba en su libro Páginas vueltas la situación que encontraron aquellos días: «El mismo día que llegamos a Valencia, al anochecer, sonaron las sirenas; la ciudad fue bombardeada. Bonita recepción… A Marinello y a mí nos habían instalado en una misma pieza de hotel, un hotel que estaba situado en la muy valenciana calle de la Paz. Nos apresuramos a vestirnos, pues alguien nos tocó a la puerta mientras gritaba: “¡Al refugio, al refugio!”. Cuando salimos nos dimos cuenta de que la gente corría en una misma dirección, lo que nos hizo pensar que el refugio, como así fue, se encontraba en ella. Entramos de inmediato, y el espectáculo que se nos ofreció no era de los más tranquilizadores. Sobre todo, llamaban dolorosamente la atención los niños menores, apretados convulsivamente por sus madres. Al cabo de cierto tiempo -en este caso pudo haber sido una hora- sonaron las sirenas nuevamente, lo cual quería decir que el peligro había cesado. En la madrugada volvieron las sirenas a sonar y se repitió el espectáculo. […] Mientras la alarma duró, se oyeron los disparos de las antiaéreas y, a espacios regulares y profundos, los de las bombas fascistas»[318].