-Dentro de dos semanas, mamá. -Cuando dije esto me agarró por un hombro, me zarandeó y me sonó dos bofetadas, una en cada mejilla. La gente que pasaba se detuvo entre alarmados y curiosos. Y a mí todo me daba vueltas. Me sostuve de un auto parqueado junto a la acera y miré a madre que no me miraba, más bien alzaba los ojos al cielo como si estuviera rezando. Luego volvió a agarrar con violencia mi brazo y me obligó a caminar. Las mejillas me ardían. Todavía me arden cuando recuerdo lo que dijo después:
-Si fuera un “yuma” no me importaría. Pero no así, María. No así. Comprenderás por qué regresamos a casa como dos extrañas.
Esa noche no comí. De todas formas no había mucho de comer: puré de papa y agua. Desde mi cuarto escuchaba a mis padres. La voz de madre era la que más se oía. Acusaba a padre de ser un flojo y le exigía que viera a ese hombre, que le rompiera la cara y no sé cuántas otras barbaridades. Padre no hizo nada de eso. Simplemente se limitó a darle la razón, y al librarse de ella –madre había salido- se puso a dar pequeños pasos de un lado a otro de la sala, chocaba con los muebles y sonaba las manos, acompañando ese rumor con exhalaciones. Entré en una especie de duermevela en la que seguí escuchando voces lejanas, ruidos de cuchillo, espejos, amenazas; pero de pronto padre encendió la luz de mi cuarto y desperté. Con clara conciencia de que estaba debajo de las sábanas, fingí dormir.
-¡Pobre, hija mía! –susurró, y volvió a apagar la luz.
Dos días después yo estaba junto a la puerta de Guillermo, sin tocar. Cuando abrió de pronto, inmediatamente noté su expresión de sorpresa y terror. Luego cambió, y como quien se siente mortificado dijo que iba a buscar los huevos que habían llegado a la carnicería. Caminamos tres manzanas sin hablar. En la carnicería - cola de treinta personas para tres huevos. Regresamos envueltos en un silencio sepulcral. En su casa, me senté con las piernas abiertas y taconeando los zapatos. Él se sentó delante de mí, puso sus manos sobre mis rodillas, detuvo mi taconeo, cerró mis piernas, tomó mis manos entre las suyas y sin mirarme a los ojos me pidió, por favor, que no volviera nunca más. Mis manos comenzaron a jugar con las yemas de sus dedos. Entonces todo lo que me dijiste eran mentiras, dije y me levanté. Todo él se estremeció, y antes de que tuviera tiempo para darle la espalda sus manos rodearon mi cintura, hundió su cabeza en mi vientre y así nos quedamos por un tiempo indefinido, sin hablar.
Sabes que volví. Una vez más me sometí a la espera, a su compasión, compasión que le hiciera recordar que yo estaba allí, esperando. Pero, ¿esperando qué? Una señal suya, por pequeña que fuera. Pero él no le daba importancia. Día a