los habitantes de esa cuadra. Por ejemplo, el viejo a veces pasaba por ataques de locura y sus gritos se sentían en la calle. ¡Me quieren matar! Según algunas lenguas el viejo no estaba lejos de la verdad ya que viejo e inservible la familia no veía la forma de librarse de él. A la izquierda de la casa de Guillermo vivía una pareja, él retirado, y ella era una doctora que se jactaba de haber dado a luz a no sé cuántas nativas en el Amazonas y en el África. Un poco más allá, hacia mitad de cuadra existía un taller no sé de qué, del cual siempre entraba y salía gente. El custodio un negro grande y fuerte siempre me miraba con desconfianza. Pero vamos, aquella era una cuadra tranquila que sólo se alborotaba un poco con los toques de tambor de quienes vivían frente por frente a casa de Guillermo.
Nadie vino en nuestras horas de lecciones en las que él leía y yo escuchaba, o copiaba, o abría las piernas, pues cómo podía ignorar que mientras se quedaba allí tranquilo, mi corazón latía e imaginaba que iba a saltar sobre mí de un momento a otro. Yo regresaba a casa caliente, iba a la escuela pensando en él, me masturbaba y pensaba en él. Por eso iba a sus lecciones sin ropa interior. Y mientras él caminaba de un lado a otro de la sala, siempre delante de mí, leyendo versos, prosas o quién sabe qué, yo metía mi mano bajo mi saya y me acariciaba, suavecito, para que el placer durara la hora de lecciones. Una de esas mañanas absorta en mi gustazo, en coma profunda, la voz de Guillermo se interrumpió de golpe al mismo tiempo que el libro cayó al suelo. Desperté de un sobresalto. Lo vi dirigirse hacia la puerta que abrió violentamente. Vete. Fue lo único que dijo. Yo tragué en seco, me levanté, compuse mi saya y avancé hacia la claridad que iluminaba el rostro de Guillermo, un rostro duro y contraído. Me toqué los labios. Cuando me decidí a hablar, la puerta se cerró en mis narices.
En otros tiempos habría jurado que no iba a volver, que incluso volvería a cambiar de escuela, pero en esos años había perdido la vergüenza. Total. Todos en este país habían perdido la vergüenza. Ya no tenían claro qué era lo que querían. Con tanta miseria la gente no tiene tiempo para pensar. Así que, ¿a qué venía tanta vergüenza ni un carajo? Esa no me habría permitido actuar fríamente ni salirme con la mía cuando esa misma noche bajo el pretexto de que iba a casa de una ex amiga, convencí a Rebeca para que me dejara salir. Y corrí hacia la puerta de Guillermo. Necesitaba decirle quien era yo, aquella chiquilla que cuidaba su puerta con un poemario en las manos, la que curioseaba tras las rendijas, la que si no lo veía subir lo esperaba, y que un día se convenció de que debía amarlo a él. A nadie más.
Enfrente había toque de santos. La gente estaba en la calle y los tambores sonaban frenéticamente al compás de cantos. Toqué a la puerta de Guillermo. Primero