En la puerta de su casa, los vecinos se deshicieron en halagos, alegría y llamadas a los otros. En sus miradas hipócritas notaba que veían a Santa Claus. Quién sabe y portándose como si no estuvieran sorprendidos de los cambios físicos de Roberto se salpicarían con un regalito, un dolarcito o algún vestidito que nunca está de más. Hasta Núñez no quiso perderse nada, él que en los años 60 mandó a centenares de jóvenes a las Unidades Militares de Ayuda a la Producción sospechosos de ser homosexuales. ¿Y la vieja cotorra de la federación? Esa le ensució la cara con sus besos babosos, ella que antes denunciaba a la policía a todo afeminado que se acercara a las puertas del hotel, hasta que se supo que su nuera dejó a su hijo porque lo cogió en la cama con otro. El padre de Roberta no estaba en la casa. Informado del regreso del hijo se marchó con tiempo para la casa de la familia en Miramar. Por nada perdonaba que hubiera dejado la escuela, que se hubiera ido del país y por supuesto tampoco deseaba verlo vestido de mujer. ¿Pero qué iba a hacer?, ¿condenarlo a la pena capital? ¿Y por qué no? Aquel hombre era capaz de todo.
-Fíjate lo que te voy a decir –me dijo Miguel junto a la puerta del auto-. Si hubiera sabido que íbamos a traer a tu amigo travestido, te habría mandado pa’l carajo. Yo soy un hombre, ¿sabes? Y no me gustan que me cojan pa’ eso.
-¿Qué harás, Miguel?
-Tú espera y verás...
-Más vale que vengas preparado –lo interrumpí-, porque esta vez no te esperaré con los brazos cruzados.
-Mira... –no terminó la frase que imaginé sería: «Te lo haré pagar», su favorita. Miró hacia los lados, me agarró por la nuca y me besó. Luego escupió en el suelo, subió al auto y cerró la puerta. Unos segundos después se perdió al doblar de la manzana chirriando gomas. Yo me limpié la boca con el dorso de la mano.
Ese es Miguel, el muchacho que fue mi novio en décimo primer grado, el de los ojos negros y cabello crespo. Lo conocí una mañana en el matutino de la escuela. Él estaba en otro grupo, pero la coincidencia quiso que cayera junto a mí y al instante quedé trastornada por culpa de aquellos ojos y de su piel de mulato con mezcla de indio. Días después en el receso, su mano me cogió por la barbilla, sus dedos ejercieron una cierta presión en mi mandíbula y su lengua se coló en mi boca. Detrás resonaron las voces de sus amigos, unos jodedores peligrosos como él. Pasaron meses y supe que lo que hizo conmigo fue una apuesta con esos crápulas, pero para entonces ya yo estaba demasiado enredada con él, lo había presentado a mis padres.
La noche de la presentación, Miguel se adentró en una conversación convencedora de padres. Yo fui a preparar un jugo de esos de piña y con el cuento de