que debía buscar el azúcar, mi madre aprovechó para ir detrás de mí. En la cocina me cogió por los hombros y me dio un beso muy sonoro en el cachete. Hija mía, ahora sí que has hecho centro, me dijo. Era su preferido, el hijo ideal, un mulato ojirasgado que me tuvo hipnotizada por un año entero de curso. Había logrado matricularme en el pre gracias al ahínco con el que seguí estudiando tras el curso que tuve que repetir en la secundaria. Me había convertido en una alumna modelo y ni yo misma lo sabía. Hasta ahora en que recuerdo como fue y qué sucedió, pensaba que existía una línea invisible que dividía a nosotros seres humanos, separándonos unos de otros por categoría, especiales y defectuosos. Nadie podía escoger de qué lado estar. ¿Somos diferentes? ¿Diferentes en qué? ¿Quién es el responsable del proceso de selección?
¿Quién decide quienes serán los elegidos? ¿Quién se confiere este poder? ¿Y por qué nadie ni nada impide el juego? Pues era eso, un juego, un estúpido juego de preferencias equivocadas y desordenadas, como el desorden de esta isla.
Miguel estaba en el polo privilegiado, muchacho cerebro, inteligencia superior, su puntuación alcanzaba para una carrera de ingeniería para orgullo de su madre enfermera y de su padre oficial del MINIT y candidato a delegado. Miguel vive en el Vedado, con sus padres y un hermano dos años menos, en un apartamento en la calle
11. Cuando madre lo supo... ¿Enfermera? Bueno, la madre de Miguel no era una doctora, pero ¿militar, candidato, casa en el Vedado? Estos detalles sí que eran preciosos, un batazo para madre que saltaba de alegría.
Mis padres dieron el visto bueno y Miguel me propuso ir al cine. En el Yara repetían una película mexicana presentada en el festival de cine latinoamericano del año anterior. En la pantalla desfilaban las imágenes de un grupo de mariachis. La mano de Miguel se deslizó hacia mi muslo y comenzó a juguetear con el elástico de mis bragas, pero no pasó de ahí. A cada momento la linterna de la acomodadora nos iluminaba el rostro, como si sospechara de nosotros. Miguel, molesto, me asió de la mano. Salimos. Nunca supe de qué trataba la película. ¡Maldición!, exclamó él junto a la puerta de su casa cuando se dio cuenta de que eran casi las doce de la noche y los suyos estaban despiertos. Vagamos por la ciudad y terminamos en un rincón del parque Almendares, una especie de bosquecillo junto al riachuelo silencioso y apestoso. Allí me apretujó contra el tronco de un árbol y me besó. Fue la primera vez que lo hizo como si quisiera coger el gusto de mis labios. Y era la primera vez que yo besaba a un hombre que correspondía con el beso. Y por qué negar que me gustó el serpenteo de su lengua que se enredó en mi paladar. Oh, Dios. Eso sí que era un beso. Cogí su rostro entre mis manos para saborearlo, pero echó la cabeza hacia atrás y quedé suspensa. Él en tanto, se pasó una mano por la cabeza y me sopló aquello de: “¿Eres virgen?” Entonces me entraron taquicardias. ¿Ahora qué le diré?