Las ocho de la noche. Normalmente a esta hora me preparo, me visto y me dirijo hacia la casa del hombre que es mi pareja, digo, si se puede decir que lo somos, eso, una pareja. Nuestra relación se engendró en el rencor, el odio, culpas y fantasmas por parte de él; deseo, espera, paciencia por parte mía, y tanto otro que nunca le preguntaré porque temo a su silencio, yo que no le temo a nada. Pero allí termino todas las noches, en la casa de Centro Habana, una casa sin apenas muebles. Para madre es sinónimo de que estoy en la calle. De echo me advirtió:
«...no te quedes en la calle.»
Podía atravesar rumbo Este dentro del mismo hospital y habría salido a Centro Habana. Sin embargo he preferido ir hacia Oeste. He salido por G. El atraso es considerable, no importa. No es por mi madre. Es por la amargura que me ha dejado la conversación con papá. Pienso en él. La enfermera me dijo que debe darle el acta. Un yeso en una pierna no es motivo para ocupar una cama en un hospital que ya tiene bastante con darle de comer a los pacientes. Ese salcocho. Pero mi padre no está ahí por la comida. La enfermera por su parte no sabe que él no tiene fracturada la pierna sino el alma, y el corazón, en el lugar donde más duele, el orgullo; porque mi padre ha perdido el orgullo hace siglos. Los doctores no pueden curar ese mal “orgullo fracturado”. Sólo Rebeca tiene la medicina, la píldora misteriosa, el descubrimiento del nuevo siglo y no hace nada para adelantar la cura.
A veces pienso que me parezco a padre, pero no es verdad. Yo soy la hija indigna de un caballero antiguo. Sus ademanes oxidados, a veces son el hazmerreír de la gente que no comprende, no entiende cómo es posible que se pueda ser cortés cuando las urgencias del presente han hecho olvidar los modales. En cambio, como decía, mi padre los ha conservado todos, sus gracias, sus buenas noches, adelante señorita, siéntese como en su casa, ¿qué puedo brindarle? ¿aceptaría un té?, etc. Hace poco, cuando no estaba hospitalizado por supuesto, discutí con una mujer porque le dijo negro tonto. Estábamos en una cola de croquetas de pescado y daban cinco paquetes por persona. Puse a padre para que me cuidara el turno y de paso para llevarnos diez paquetes. No es que fuéramos a comernos todas las croquetas en un día, además ya me habían dicho que eran más harina que pescado, pero aquí hay que comprar todo lo que aparezca porque mañana no se sabe si habrá. Entonces salió esa mujer no sé de donde que gritaba que papá estaba colado, y bueno, también dijo eso de que era tonto. Faltó poco para que le rompiera la mochila en la cara. Me aguanté porque si venía la policía iba a ser peor, va y hasta me revisan, con la carga que yo llevaba. Además, ya la gente estaba diciendo-: “Dejen eso, que el señor si va ahí.” Tres días después pasé por esa pescadería y no había croquetas, pero esa tipa